¡Qué momento debe haber sido aquel cuando el Señor silenció al viento en el Lago de Galilea! Debe haber sido maravilloso y bello presenciarlo; como lo sería ahora, de tener nosotros corazones sensibles a las glorias de Cristo, para pensar en ello. La gente puede hablar del curso obligado de los principios, de las leyes de la naturaleza, y del curso de las cosas; pero sin duda es la primera ley de la naturaleza obedecer a su Creador. Y aquí en un abrir de ojos, el Mar de Galilea sintió la presencia, y respondió a la palabra, de Aquel que a Su antojo transfigura el curso de la naturaleza, o por un mero toque lo desgonza todo (Marcos 4).
Este era Jehová-Jesús. Este era el Dios a Quien, de antiguo, el Jordán y el Mar Rojo obedecieron: “¿Qué tuviste, Oh mar, que huiste? ¿Y tú, oh Jordán, que te volviste atrás? Oh montes, ¿por qué saltasteis como carneros, y vosotros, collados, como corderitos?”. A la presencia del Señor tiembla la tierra. Allí yace la respuesta, ya sea que escuchemos a la voz del Mar Rojo en los días del Éxodo, o al Mar de Galilea en los tiempos del Evangelio. La presencia de Dios revela el secreto. “Él habló, y fue hecho”.
Leemos que cuando el sol y la luna se detuvieron en medio del cielo, el Señor escuchó la voz de un hombre. Josué habló al Señor, entonces; y el Señor peleó por Israel. Y la ocasión estuvo llena de prodigio. El Espíritu Santo que la reseña le imparte ese carácter. “¿No está escrito en el libro de Jaser? De este modo el sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse casi un día entero. Y no hubo día como aquel, ni antes, ni después de él, habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre”. Pero Cristo actúa de inmediato, y de Sí mismo, y esto no es maravilla. Todo el asombro que se siente proviene de los corazones impreparados, e incrédulos de los discípulos, quienes no conocían la gloria del Dios de Israel. Pero bajo Su enseñanza la cual toma las cosas de Cristo y las muestra a nosotros, debemos, amados, entenderla mejor, discernirla igualmente, ya sea junto al dividido Mar Rojo, o junto al Jordán que “retrocedió”, o sobre el calmado Lago de Galilea.
Pero hay más de Cristo junto al Mar Rojo, que la división de sus aguas. La nube que apareció a Israel tan pronto como habían sido redimidos por la sangre en Egipto, y la cual los acompañó por el desierto, fue la guía del campamento. Pero era también el velo o la cubierta de la gloria. En medio de Israel tal fue el hermoso misterio. Comúnmente era una gloria oculta; manifestada a veces, pero siempre allí; el guía y compañero de Israel, pero también Su Dios. El que moraba entre los querubines, fue por el desierto delante de Efraim, y de Benjamín y de Manasés (Salmo 80). La gloria habitó en la nube para beneficio de Israel, pero también estuvo en el lugar santo; y de este modo, mientras conducía el campamento en su forma velada y humilde, asumía las honras humildes del santuario.
Y tal fue Jesús, “Dios manifiesto en la carne”, corrientemente velado bajo “la forma de un siervo”, siempre igual a Dios sin usurpación, en la fe y adoración de Sus santos, y a veces resplandeciendo en gracia y autoridad divinas.
Cuando se acercaban al Mar Rojo, Israel hubo de ser cubierto. La nube les prestó esta merced. Se puso entre los egipcios y el campamento de Israel y fue luz para el uno y tinieblas para el otro, de manera que uno no estuvo cerca del otro en toda la noche; y entonces, a la mañana siguiente, el Señor miró al ejército de Egipto por entre la columna de nube, y confundió el ejército de Egipto. Y así en otra ocasión afín con esta junto al Mar Rojo, Cristo actúa como la nube y la gloria. Él se coloca entre Sus discípulos y los perseguidores de ellos: “Si a Mí buscáis, dejad ir a estos”. Él los encubre con Su presencia como de antiguo. Y Él mira por entre la nube, y otra vez, como de antiguo turba la hueste del enemigo: “Jesús les dice, Yo Soy ... . Tan pronto como les hubo dicho: Yo Soy, retrocedieron y cayeron por tierra”. Él sólo tuvo que mirar alrededor y se halló que Su brazo no se había acortado. Con igual facilidad y autoridad, el Dios de Israel realiza Sus propios hechos junto al Mar Rojo, y lo mismo hace Jesús en el Huerto de Getsemaní (Éxodo 14; Juan 18). Los dioses de Egipto lo adoraron junto al Mar Rojo, los dioses de Roma lo adoraron en el Getsemaní, y cuando sea introducido la segunda vez en el mundo, se dirá, “Adórenle todos los ángeles de Dios”.
Más aún. En el progreso de su historia, Israel tuvo que ser reprendido tanto como encubierto; ser disciplinado tanto como redimido. Esto lo vemos, tan pronto nos alejamos del Mar Rojo y entramos en el desierto. Pero la misma gloria oculta dentro de la nube hará esta obra divina en favor de ellos, como hizo la otra. En el día del maná, en el día de los espías, en la cuestión de Coré, junto a las aguas de Meriba, Israel provoca la santidad del Señor, y se ve la gloria en la nube demostrando el resentimiento divino (Éxodo 16; Números 14; 16; 20).
Y del mismo modo, otra vez Jesús. Cuando fue agraviado —como lo fue la gloria en la nube— por la dureza de corazón, o la incredulidad de los discípulos, Él da alguna demostración, alguna expresión, de Su poder divino, con palabras de reprensión. Como en aquella ocasión a la cual me he referido, en el Lago de Tiberias; porque allí les dijo a los discípulos, “¿por qué teméis?” así como a los vientos y a las olas, “Paz, estaos quietos”. Y así una y otra vez cuando los discípulos demostraron ignorancia y sustentaron pensamientos de incredulidad acerca de Él. Por ejemplo, a Felipe, en una ocasión especial, Él le dice, en la contrariedad y resentimiento de la gloria en la nube, “¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me habéis conocido, Felipe? El que me ha visto ha visto al Padre; ¿y cómo dices tú, Muéstranos al Padre?” (Juan 14).
Seguramente aquí estaba también el mismo misterio. ¿No estaba el Señor otra vez resplandeciendo aquí a través del velo para la confusión de la desobediencia e incredulidad de Israel? Esta fue la gloria vista en la nube como en el día del maná, o casos afines ya citados. Muy exacta es la correspondencia de estas formas de poder divino. La nube era lo ordinario; la gloria de dentro fue una y otra vez manifestada, pero estuvo allí siempre. El guía y compañero del campamento era el Señor del campamento, ¿Y no es todo esto Cristo en un misterio? La gloria era el Dios de Israel (Ezequiel 43:4; 44:24And the glory of the Lord came into the house by the way of the gate whose prospect is toward the east. (Ezekiel 43:4)
2Then said the Lord unto me; This gate shall be shut, it shall not be opened, and no man shall enter in by it; because the Lord, the God of Israel, hath entered in by it, therefore it shall be shut. (Ezekiel 44:2)), y Jesús de Nazaret era el Dios de Israel, o la gloria (Isaías 6:11In the year that king Uzziah died I saw also the Lord sitting upon a throne, high and lifted up, and his train filled the temple. (Isaiah 6:1); Juan 12:4141These things said Esaias, when he saw his glory, and spake of him. (John 12:41)). El Nazareno veló una luz, o manifestó en carne una gloria, la cual, en su propia plenitud, “ningún hombre puede ver” (1 Timoteo 6:1616Who only hath immortality, dwelling in the light which no man can approach unto; whom no man hath seen, nor can see: to whom be honor and power everlasting. Amen. (1 Timothy 6:16)). Moisés en un gesto muy hermoso rehusó la gloria, pero Cristo la ocultó. “Por fe Moisés, hecho ya grande, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón” (Hebreos 11:2424By faith Moses, when he was come to years, refused to be called the son of Pharaoh's daughter; (Hebrews 11:24)). Y una hermosa victoria sobre el mundo fue esa. A todos nos gusta ostentar nuestras honras, destacar lo que somos, y aun tomar más de lo que nos corresponde, si es que los hombres se equivocan en nuestro favor. Pero Moisés se humilló a sí mismo en el palacio egipcio; y esa fue una hermosa victoria de la fe sobre el derrotero y espíritu del mundo. Pero Jesús hizo más. Es cierto. Él no tenía siervos y cortesanos a quienes enseñar, porque Él fue extraño a los palacios. Mas los aldeanos de Nazaret lo adoptaron como “el hijo del carpintero”, y Él así lo aceptó. La Gloria de las glorias, el Señor de los ángeles, el Creador de los confines de la tierra, el Dios del cielo, se ocultó bajo aquella reputación corriente, y así permaneció, sin rechazarla.
Es la obra de gracia del Espíritu Santo, en Hebreos 2, abrir las fuentes de este misterio. La gracia de Dios desearía ardientemente ejercerse o satisfacerse, precioso como es tal pensamiento y la alabanza de Aquel “por cuya causa son todas las cosas, y por el Cual todas las cosas subsisten”, demandaba el misterio, por así decirlo (versículos 9, 10). Estas cosas se nos dicen allí. Estas son las ricas fuentes de donde fluyen el gran propósito y la gran transacción; aquella transacción, aquel inefable misterio de la redención por medio de la humillación del Hijo de Dios, el cual dará a la eternidad su carácter. La gracia divina procuró contentarse a sí misma, y la gloria divina quiso mostrarse a la perfección. Todo fluye de esas fuentes. Carne y sangre fueron asumidas por el Santificador, la muerte fue sufrida: iguales tentaciones que los hermanos soportó, pero sin pecado; relaciones con Dios, experiencias en Sí mismo, y Su compadecimiento con los santos, fueron llevados por Él y conocidos; la vida de fe en la tierra, con sus oraciones y lágrimas Al que podía librar de la muerte; vida de intercesión en el cielo; toda idoneidad para ser un sacrificio y un sacerdote acabados; habilidad para socorrer, y aptitud para limpiar, así como resurrección, ascensión, actual expectación y un Reino y glorias venideras —todos estos hallan sus fuentes y su origen allí.
El Hijo de Dios tomó Su lugar en relación con todo esto. Él fue dependiente, obediente, creyente, esperanzado, doliente, sufriente, despreciado, crucificado, sepultado; todo cuanto el gran plan eterno hizo necesario para Él. Él se anonadó a Sí mismo con este fin, pero todo lo que Él hizo fue infinitamente digno de Su persona. La palabra en el principio, “Sea la luz; y fue la luz”, no fue más digna de Él, que lo fueron las oraciones y súplicas “con gran clamor y lágrimas”, en los días de Su carne. Él jamás pudo haberse asociado con nada indigno de la Deidad, aunque hallado, abundantemente y a todo costo personal, en condiciones y circunstancias a las cuales nuestra culpa y Su gracia quitándola de nosotros, le trajeron.
La persona que yacía en el pesebre era la misma que yacía en la cruz. Era “Dios manifestado en carne” y en el cabal sentido de esa gloria no podemos sino hablar de Su humillación a Sí mismo desde el primero hasta el postrer momento de esa jornada prodigiosa. Guiados de Dios, los sabios del Oriente adoraron “al niño” en Belén. Simeón, puedo decir, Lo adoró en un momento más temprano, en el templo; y cosa extraña, —la cual nada puede explicar cómo no sea la luz del Espíritu Santo que entonces llenaba al viejo profeta— bendice a la madre, y no al Niño. Tenía al Niño en los brazos, y naturalmente, él hubiese, en tal ocasión, dado su bendición al Infante. Pero no lo hace. Porque él tenía aquel Niño en sus brazos, no como a un débil infante a quien él debía encomendar al cuidado de Dios, sino como la Salvación de Dios. En ese glorioso carácter, en la hora de la perfecta fragilidad de la naturaleza, él le alzó en alto, y se glorió en Él. “El menor es bendecido del mayor”. No era propio que Simeón bendijera a Jesús, aunque sin yerro o usurpación él podía bendecir a María.
Ana, la profetisa, lo recibe en igual espíritu, y más temprano aún, cuando todavía no había nacido, Él fue adorado, puedo decir, por el salto del niño en el vientre de Elizabet, a la salutación de María. Como también, antes que fuera concebido, el ángel Gabriel le reconoce como el Dios de Israel, ante cuya faz el Hijo de Zacarías habría de ir; y entonces, también, Zacarías en el Espíritu Santo lo reconoce como el Señor cuyo pueblo lo era Israel, y como “El Oriente de lo alto”.
Obediencia auto-anonadante, sujeción de clase única, ha, por tanto, de ser vista en cada etapa y acción de tal Persona. ¿Y qué fue ese derrotero de servicio en la estimación de Aquel a Quien fue rendido? Como Él que fue nacido, Él circuncidado, Él bautizado y ungido, Él sirviente, penante y crucificado, y entonces como el resucitado Él ha pasado por la tierra aquí bajo el ojo de Dios. En la secretividad del vientre de la Virgen, en las soledades de Nazaret, en las actividades y servicios de todas las ciudades y aldeas de Israel, en el profundo autosacrificio de la cruz, y entonces en el nuevo florecimiento de la resurrección, “este Hombre maravilloso” ha sido visto por Dios y Dios se ha deleitado en Él — perfecto, inmaculado, evocando el deleite divino en el hombre más que cuando de antiguo fue hecho a imagen de Dios, y más que desvaneciendo todos los antiguos pesares divinos, de que el hombre hubiese sido hecho sobre la tierra.
Su persona prestó una gloria a todo Su derrotero de servicio y obediencia, la cual convirtió en uno de incalculable valor. Ni es meramente que Su persona hizo todo ese servicio y obediencia voluntarios. Hay algo mucho más de que sea de ese modo voluntario. Hay en él aquello lo cual le imparte la Persona (“El Hombre Compañero Mío, dice Jehová de los ejércitos”): ¿Y quién puede pesar o medir eso? Conocemos esto muy bien entre nosotros mismos. Quiero decir en su género. Mientras más alto en dignidad, en dignidad personal, es el que nos sirve, más alto se levante el valor del servicio en nuestros pensamientos. Y justamente así; porque se ha comprometido más en favor de nosotros, más ha sido dedicado a nosotros entonces que cuando el siervo era uno inferior; más ha aprendido el corazón instintivamente, que lo que se ha procurado es nuestra ventaja indudablemente, o que el objetivo ha sido cumplir nuestros anhelos y deseos. No olvidamos la persona en el servicio. No podemos. Y así ocurre con este caro misterio sobre el cual estamos meditando, el servicio y obediencia de Cristo fueron perfectos; infinitamente, inconfundiblemente dignos de toda aceptación.
Pero más allá de eso, más allá de la cualidad del fruto, estaba la persona que lo produjo, y esto, como dijimos, impartió a ello un valor y una gloria que son indecibles. El mismo valor descansó en los servicios de Su vida que luego dieron carácter a Su muerte. Fue Su persona lo que dio todas sus virtudes a Su muerte o sacrificio; y fue Su persona lo que impartió su gloria peculiar a todo cuanto Él hizo en Su derrotero de auto-humillada obediencia. Y la complacencia de Dios en lo uno fue tan perfecta como Su aceptación judicial de lo otro. Algún símbolo (como el del velo rasgado) es visto por fe expresando aquella complacencia y completo deleite de Dios sobre cada acto sucesivo en la vida de Jesús. ¡Si tuviéramos ojos para ver, y oídos para oír eso según seguimos el sendero de Jesús desde el pesebre hasta el madero! Pero así fue, sea o no sea visto por nosotros. La complacencia de Dios más allá de todo pensamiento que podamos concebir, descansó sobre todo lo que Él hizo y era a través de Su vida de obediencia. Como ha dicho otro; “La sabiduría divina es el modo de nuestra recuperación por Jesucristo, ‘Dios manifiesto en la carne’, designado para glorificar un estado de obediencia. Él lo haría incomparablemente más agradable, deseable, y excelente, que jamás podría imaginarse haber existido en la obediencia de todos los ángeles en el cielo, y los hombres en la tierra, si hubiesen continuado en ella, en que Su propio eterno Hijo entró en un estado de obediencia y tomó sobre Sí para con Dios la forma o condición de un siervo”.
Estos son pensamientos fortificantes acerca de las maneras de Cristo. Estas maneras de servicio y de sujeción a Dios han de obtener su propio y peculiar carácter, y a vista nuestra, la obediencia ha sido glorificada en Su persona, y mostrada en toda Su inefable hermosura y deseabilidad; de modo que nosotros no vamos meramente a decir, que la complacencia de Dios en Él nunca fue mantenida en su plenitud, sino que sobrepuja a todo pensamiento creado. “La forma de un siervo” fue una realidad, tanto como “la forma de Dios” en Él; tan verdaderamente una realidad asumida, como la otra fue una realidad esencial e intrínseca. Y siendo tal, Sus maneras fueron las de un siervo; al igual que, siendo el Hijo, Sus glorias y prerrogativas fueron las mismas de Dios. Él oró; pasó noches enteras en oración. Él vivió por fe, el perfecto dechado de un creyente, según leemos de Él: “El Autor y Consumador de la fe”. En el dolor Él hizo de Dios Su refugio. En la presencia de enemigos Él remitió a Aquel que juzga rectamente. Él no hizo Su propia voluntad, perfecta como era esa voluntad, sino la voluntad del que le envió. En estas y en todas las maneras afines fue “la forma de un siervo” hallada y probada y leída y conocida a perfección. Se ve que ha sido una grande y viva realidad. La vida de este Siervo fue la vida de fe desde el principio hasta el fin.
En la epístola a los Hebreos se nos enseña a considerar a Jesús como “el Apóstol y Pontífice de nuestra profesión”; y también como “el Autor y Consumador de la fe” (Capitulo 3:1; 12:2,3). Como el uno, nos es presentado para el alivio de nuestras conciencias y el socorro para los momentos de prueba; como el otro, para aliento de nuestros corazones en la igual vida de fe. Como “el Apóstol y Pontífice de nuestra profesión”, Él es solo; como “el Autor y Consumador de la fe”, Él está conectado con una gran nube de testigos. Como el uno, Él es por nosotros; como el otro, Él está delante de nosotros. Pero aun cuando está delante de nosotros, como en la lucha y vida de fe, existen algunas distinciones; porque el Espíritu Santo nos invita a mirar a este “Autor y Consumador de la fe” en un modo del cual Él no habla con referencia a ningún otro. Él habla de que estamos rodeados de ellos, pero nos invita a poner los ojos en Él.
Y más; fue la “contradicción de pecadores contra Él” lo que formó la vida de prueba y de fe en Jesús; y esas son palabras peculiares. Otros, como Él, en la lucha de la fe tuvieron que afrontar crueles burlas y azotes, el filo de la espada, las cavernas de la tierra, torturas, grillos, y prisiones; y todo de la enemistad del hombre. Pero el conflicto de ellos en medio de tales cosas no se expresa así. No es llamado “la contradicción de pecadores contra sí mismos”. Hay una fuerza y elevación en tales palabras que se adaptan sólo a la vida de fe que Jesús llevó y en la cual contendió.
¡Cuán perfectos son estos pasos diminutos de la sabiduría del Espíritu en la Palabra! El Salmo 16 nos presenta a Jesús en Su vida de fe. Allí el Hijo de Dios es Uno en quien “la fe es la sustancia de las cosas que se esperan, la evidencia de las cosas que no se ven”, como en Hebreos 11:11Now faith is the substance of things hoped for, the evidence of things not seen. (Hebrews 11:1). Él disfruta de la porción presente de un hombre sacerdotal. Él pone a Jehová siempre delante de Él, y sabe que como está a Su diestra, no será conmovido. También Él espera los deleites a Su diestra, el gozo de la presencia de Dios, en otros lugares.
“Yo confiaré en Él” puede decirse haber sido el lenguaje de la vida de Jesús. Pero esta vida fue oro, puro oro, y nada sino oro. Cuando fue probado en el crisol, sale la misma masa que había entrado en él, porque no había escoria. Se dice que los santos son corregidos por el crisol. Alguna impaciencia o egoísmo o murmuración tienen que ser reducidos o silenciados, como en el Salmo 73, y el 77. Job fue vencido: la aflicción le trastornó y le hizo flaquear, aunque con frecuencia él había corroborado las manos caídas y había sostenido por su palabra a aquellos que desfallecían. “Los más robustos son fácilmente tumbados”, según dice un escritor antiguo. Pedro se duerme en el huerto, y en la sala del tribunal dice mentiras, afirmándolas con juramento; pero hay Uno a Quien el horno, calentado siete veces, lo mostró precioso más allá de toda expresión.
Léase Lucas 22; véase a esta Persona en ese gran capítulo; véase a Jesús allí en la hora de la prueba de fe. Primero está en compañía con el dolor que le esperaba, entonces con Sus discípulos, entonces con el Padre, y entonces con Sus enemigos; y notadlo todo, amados. ¡Cuán inenarrablemente perfecto es todo!; ¡Esta fe en su inaleada preciosidad, al ser probada en el fuego! Pero toda la vida de Jesús fue la vida y obediencia de fe. Por un lado, fue con toda seguridad la vida del Hijo de Dios, en “la forma de un siervo”, humillándose a Sí mismo hasta la muerte, aunque en “la forma de Dios”, y aunque Él “no tuvo por usurpación ser igual a Dios”; pero por el otro, fue la vida de fe: “Yo confiaré en Él”, “a Jehová he puesto siempre delante de Mí; porque está a Mi diestra, no seré conmovido”. Estos son Sus suspiros, y nosotros lo celebramos a Él, a nuestro modo, en Su vida de fe, y juntos cantamos de Él:
Luz fulgurante fuiste en tinieblas,
Fiel donde hubo infidelidad;
Y al nombre honraste del Padre en gloria,
Siempre haciendo su voluntad.
Y toda esta preciosa vida de fe halló respuesta en la solicitud y cuidado de Dios. “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente”. La fe de Aquel que estaba sirviendo en la tierra fue perfecta, y la respuesta de Aquel que mora en los cielos fue perfecta (Salmo 91).
La solicitud del que veló sobre Él fue incesante desde el vientre hasta la tumba. Así había sido declarado de antiguo por Su Espíritu en los profetas: “Empero Tú eres el que me sacó del vientre, Él que me hace esperar desde que estaba a los pechos de mi madre”. Fue infatigable a través de todo. “Tú corroboras mi suerte”. “Mi carne reposará segura. Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que Tu Santo vea corrupción” (Salmo 22 y 16). Este socorro, y solicitud y cuidado, en un aspecto de Su historia, fue todo para Él. Veló sobre aquella misma noche en la cual el ángel advirtió a José que huyera a Egipto. Fue el gozo indecible del Padre ejercer la diligencia de aquella hora. Aquel que guardó a Israel no podía dormir entonces.
Mas todo esto, en vez de ser inconsistente con los plenos derechos divinos de Su persona, adquiere su carácter especial de ellos. La gloria de esta relación, y del gozo y complacencia que le acompañaron, desaparece, si la Persona no es vindicada y honrada. Tal fue la Persona, que Su entrada en la relación fue un acto de auto-anonadamiento. En vez de dar comienzo a un derrotero de sujeción, ya en la huida a Egipto o en el pesebre de Belén, Él había tomado “la forma de un siervo” en consejo antes del comienzo del mundo: y, como fruto de ello, fue “hallado en la condición como hombre”. Y todos Sus actos y servicios fueron las maneras de Este anonadado a Sí mismo; todos ellos desde el primero al último. Porque Él fue tan verdadero “Dios ... manifestado en carne” en Su viaje a Egipto, en los brazos de Su madre, como en Getsemaní, en la gloria y poder de Su persona, cuando el enemigo que vino a comer Su carne vaciló y cayó. Él era tan sencillamente Emanuel como un Infante en Belén, como lo es ahora a la diestra de la Majestad en las alturas. Todo fue humillación de Sí mismo, desde el vientre hasta la cruz. Olvido Su persona o Quien fue Él, si dudo eso. Pero visto este glorioso misterio, a otra luz, hemos de ver la relación, y el tierno, perfecto cuidado y socorro, los cuales, en conformidad con él, el Padre estuvo prestándole siempre a Él. Pero estas cosas son semejantes, solamente, a las varias luces o caracteres en los cuales los distintos evangelistas presentan al Señor, según nuestro conocimiento general. Él fue el Objeto del cuidado del Padre, y sin embargo, el Compañero de Jehová; y podemos mirar a Su sendero por este mundo a la luz depurada con la cual ese cuidado y solicitud divinos lo invisten, según podemos contemplarlo a esa más brillante luz y muy excelente gloria en las cuales Sus derechos y honras como el Hijo de Dios nos lo presentan a nosotros. Si Él tuvo esta relación con el cuidado de Dios, asumida como era, conforme a los consejos eternos, así mismo tuvieron todas las criaturas, terrenales y celestiales, angélicas y humanas, por todo el universo, la misma relación con Él.
Por razón de tales varias verdades como esta, Él pudo decir: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”; y con todo eso el Espíritu Santo pudo decir de Él, que el Dios de paz le resucitó de los muertos (Juan 2:1919Jesus answered and said unto them, Destroy this temple, and in three days I will raise it up. (John 2:19); Hebreos 13:2020Now the God of peace, that brought again from the dead our Lord Jesus, that great shepherd of the sheep, through the blood of the everlasting covenant, (Hebrews 13:20)). Sus enemigos que buscaban Su vida cayeron delante de Él a una sola palabra Suya; y con todo, así Su perfecta fe reconoce el perfecto cuidado y guarda de Dios, tanto que Él pudo decir, “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a Mi Padre, y Él me daría más de doce legiones de ángeles?” (Juan 18:5-65They answered him, Jesus of Nazareth. Jesus saith unto them, I am he. And Judas also, which betrayed him, stood with them. 6As soon then as he had said unto them, I am he, they went backward, and fell to the ground. (John 18:5‑6); Mateo 26:5353Thinkest thou that I cannot now pray to my Father, and he shall presently give me more than twelve legions of angels? (Matthew 26:53)). Él pudo con un solo toque curar la oreja del siervo, y más, restaurarla cuando fue cortada, cuando al mismo tiempo Él hubiese tenido Sus propias sienes sangrando bajo la corona de espinas (Lucas 22:5151And Jesus answered and said, Suffer ye thus far. And he touched his ear, and healed him. (Luke 22:51); Marcos 15:17-1917And they clothed him with purple, and platted a crown of thorns, and put it about his head, 18And began to salute him, Hail, King of the Jews! 19And they smote him on the head with a reed, and did spit upon him, and bowing their knees worshipped him. (Mark 15:17‑19)). En la perfección de Su lugar, como el Anonadado, Él pudo demandar simpatía, y decir, “¿No habéis podido velar conmigo una hora?” y poco después, en un momento de mayor negrura aún, en un sentido, pudo levantarse sobre la compasión de las hijas de Jerusalén, y honrar con la promesa del Paraíso la fe de un malhechor moribundo (Mateo 26:4040And he cometh unto the disciples, and findeth them asleep, and saith unto Peter, What, could ye not watch with me one hour? (Matthew 26:40); Lucas 23:28,42-4328But Jesus turning unto them said, Daughters of Jerusalem, weep not for me, but weep for yourselves, and for your children. (Luke 23:28)
42And he said unto Jesus, Lord, remember me when thou comest into thy kingdom. 43And Jesus said unto him, Verily I say unto thee, To day shalt thou be with me in paradise. (Luke 23:42‑43)). Él brilla en esplendor, aun en el más hondo momento de Su humillación; y sepan los pecadores que no es la compasión de los hombres lo que Su cruz busca, sino la fe de ellos; que ella no les pide que en benevolencia humana sientan esa hora, sino que en la fe de sus corazones y para la completa paz de sus conciencias a ser bendecidas por esa hora; que no compadezcan la cruz, sino que se apoyen en ella, y sepan, que aunque cumplida en flaqueza, ella es la columna misma que ha de sostener la creación de Dios para siempre.
En tales distintas, pero consistentes formas, leemos la vida del Hijo de Dios en carne. ¿Es una menos real porque la otra es verdadera? Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén fueron tan reales como si no hubiese nada en Su corazón sino la pena de un Señor y Salvador mal recompensado sobre un pueblo rebelde e incrédulo. Y con todo eso Su gozo en el pleno propósito de la sabiduría y la gracia divinas fue siempre la misma inconfundible e indivisible realidad. El “¡Ay de ti Corazín!” y el “Te doy gracias Oh Padre”, fueron igualmente vivos y verdaderos afectos del alma de Jesús (Mateo 11). No había falta de completa realidad en ninguna; y así “la forma de un siervo”, con todos sus resultados perfectos, y “la forma de Dios”, en todas sus propias glorias, fueron, de igual manera, reales y vivos misterios en la misma Persona.
¿Y no podemos, a veces, aislarnos para fijarnos con más atención en Su persona, mientras trazamos o los actos de Su vida, o los secretos de Su amor y verdad? Es parte de la obediencia de la fe hacer eso. “El temor de Jehová es limpio”, pero hay un temor que no es del todo limpio, teniendo algún espíritu de servidumbre y de incredulidad en él. El rehusar volverse y mirar a tales visiones como estas puede ser tal temor. Concedo que existe el “misterio” y que el “misterio” es “grande”. Así fue una grande y misteriosa visión la que Moisés se tornó a mirar; pero con pies descalzados él podría aun mirar y escuchar. Si no lo hubiese hecho así, se hubiese ido sin bendición. Pero escuchó hasta descubrir que “Yo Soy” estaba en la zarza; y, que “el Dios de Abraham” estaba allí también. ¡Un paraje extraño para que tal gloria se asentara allí! Pero así fue. En un escaramujo el Señor Dios Todopoderoso fue hallado (Éxodo 3).
Y suponiendo que yo voy al Calvario, y miro allí al “Pastor” herido, ¿a Quién descubriré, si tengo un ojo abierto, sino al Compañero de Jehová de los Ejércitos? (Zacarías 13). Y si voy y me sitúo en medio de la gentuza que rodeaba la corte de Pilato en Jerusalén, ¿a Quién hallaré allí, aun en Aquel escupido, abofeteado y escarnecido, sino Él que secó en la antigüedad el Mar Rojo, y cubrió de cilicio los cielos egipcios? (Isaías 50:33I clothe the heavens with blackness, and I make sackcloth their covering. (Isaiah 50:3)).
Yo pregunto, ¿Cuándo he mirado de este modo, y por la luz del Espíritu en los profetas he hecho estos descubrimientos, he de retirarme en seguida? Si tuviese entrañas, tendría que preguntar ¿a dónde podré ir para mayor refrigerio de espíritu? Si mi fe descubre, en el apenado e insultado Jesús, en medio de los hombres de Herodes y el oficial romano, al Dios que de antiguo hizo los prodigios en la tierra de Cam, ¿no he de detenerme en ese monte de Dios, y a la semejanza de Moisés tornarme a un lado y mirar y escuchar? No puedo tratar la visión como si fuera demasiado grande para mí. No creo que esa sería la mente del Espíritu. Libertad de pensamiento mientras permanezco en el monte, será reprendida si transgrede; pero permanecer allí no es transgresión, sino adoración. Yo hablo, el Señor lo sabe, de principios, no de experiencias. Los ejercicios del corazón allí son lerdos y fríos, sin duda; y la pena es (si es que puedo hablar por los demás), no que le dediquemos mucho pensamiento al misterio de la persona del Hijo de Dios, sino que nos retiramos muy pronto hacia otros objetos.
Esa Persona será “el eterno ornamento y prodigio de la creación de Dios”. Algunos pueden reconocer, en general, la humanidad y la Deidad en esa Persona. Pero hemos también nosotros de reconocer la plena, inmaculada gloria de cada una de éstas. Ni el alma, ni la naturaleza moral del hombre, ni el templo del cuerpo han de ser profanados. El hombre entero ha de ser vindicado y honrado. Y aunque la relación en que Cristo estuvo con Dios, el cuidado que eso inducía, y la obediencia que eso envolvía, puede constituir otra grande visión que requiere que nos tornemos a un lado para mirarla, aún no la veremos adecuadamente y fallaremos en contemplarla en su gloria, si olvidamos de algún modo la persona de Aquel que la integra.
El razonamiento divino en la epístola a los Hebreos, entre otras cosas, evidencia esto: que la eficacia del sacerdocio de Cristo depende enteramente de Su persona. Leed los primeros siete capítulos; ¡qué escrito! En nuestro Pontífice debemos encontrar un hombre; uno capaz de socorrer a los hermanos, por haber sido tentado como ellos. De modo que debemos ver a nuestro Sumo Sacerdote entrando en los cielos de entre los sufrimientos y dolores de esta escena aquí. Muy seguramente así. Pero en nuestro Pontífice debemos hallar también al Hijo, porque en ningún otro participante de carne y sangre había “el poder de una vida indisoluble”. Y, en conformidad con eso, Melquisedec representa la persona así como las virtudes, dignidades, derechos y autoridades del verdadero Sacerdote de Dios; según leemos de Él: “Sin padre, sin madre, sin linaje; que ni tiene principio de días, ni fin de vida; mas hecho semejante al Hijo de Dios; permanece sacerdote para siempre” (Hebreos 7:1-31For this Melchisedec, king of Salem, priest of the most high God, who met Abraham returning from the slaughter of the kings, and blessed him; 2To whom also Abraham gave a tenth part of all; first being by interpretation King of righteousness, and after that also King of Salem, which is, King of peace; 3Without father, without mother, without descent, having neither beginning of days, nor end of life; but made like unto the Son of God; abideth a priest continually. (Hebrews 7:1‑3)).
¡Y qué visión nos da todo esto de “el Pontífice de nuestra profesión”! Él descendió del cielo, en la plena gloria personal del Hijo; y a su tiempo Él ascendió al cielo llevando consigo la virtud de Su sacrificio por el pecado y aquellas compasiones que socorren a los santos. La fe se compenetra de con todo el derrotero de Jesús. Ella reconoce en Él al Hijo mientras habitó en carne entre nosotros, y cuando Su senda de humillación y sufrimiento hubo terminado aquí, la fe reconoce al Hombre una vez rechazado y crucificado, glorificado en los cielos, la una y misma Persona: Dios manifestado en la carne aquí, el Hombre oculto en la gloria allá. Según leemos de Él y de Su bendita y prodigiosa senda: “Dios fue manifestado en carne, ha sido justificado con el Espíritu; ha sido visto de los ángeles, ha sido predicado a los Gentiles; ha sido creído en el mundo; ha sido recibido en gloria” (1 Timoteo 3:1616And without controversy great is the mystery of godliness: God was manifest in the flesh, justified in the Spirit, seen of angels, preached unto the Gentiles, believed on in the world, received up into glory. (1 Timothy 3:16)).
En “la forma de Dios”, Él era Dios, ciertamente; en “la forma de un siervo”, Él fue un siervo, ciertamente. Él “no tuvo por usurpación ser igual a Dios”; ejerciendo todos los derechos divinos, y usando todos los tesoros divinos y recursos con plena autoridad, y aun anonadándose a Sí mismo, despojándose a Sí mismo, y siendo obediente. Esto expresa el secreto. Todo cuanto aparece en la historia es interpretado por el misterio. Es como la gloria en la nube otra vez. El Compañero del campamento, afligido en toda la aflicción de ellos era el Señor del campamento. La gloria que atravesó el desierto en compañía con las peregrinaciones de Israel fue la gloria que habitó entre los querubines en el lugar santísimo.
Pero las palabras de más adelante de esta Escritura (Filipenses 2:5-115Let this mind be in you, which was also in Christ Jesus: 6Who, being in the form of God, thought it not robbery to be equal with God: 7But made himself of no reputation, and took upon him the form of a servant, and was made in the likeness of men: 8And being found in fashion as a man, he humbled himself, and became obedient unto death, even the death of the cross. 9Wherefore God also hath highly exalted him, and given him a name which is above every name: 10That at the name of Jesus every knee should bow, of things in heaven, and things in earth, and things under the earth; 11And that every tongue should confess that Jesus Christ is Lord, to the glory of God the Father. (Philippians 2:5‑11)) me invitan a avanzar un poco más.
“Por lo cual Dios también Lo ensalzó a lo sumo” (versículo 9). Nos hallamos sólo en nuevos prodigios, cuando leemos estas palabras. ¿Por qué, podemos preguntar, podía ensalzarlo a Él? Antes de que entrara en Su senda de sufrimientos y de glorias, Él era en Sí mismo infinitamente grande y bendito. Nada podía personalmente ensalzarlo a Él, siendo, como era, “el Hijo”. Su gloria era divina. Era inefable e infinito. Ningunos otros honores podían jamás aumentar Su gloria personal. Pero todavía lo vemos a Él atravesando un sendero el cual le conduce a honra y gloria aún.
¡Extraño y excelente misterio! Y todavía más extraño y más excelente según podemos decir, estas nuevas y adquiridas glorias son, en algún sentido, las más caras para Él. La Escritura nos da derecho a hablar así, así como también nos da derecho a hablar de muchas cosas de Su gracia, las cuales el corazón jamás hubiese podido concebir. Y aun, con todo esto —comparar las cosas divinas con las humanas, como suele hacerlo la instrucción del Espíritu— aquello de que hablo ahora es conocido entre los hombres. Que el más encumbrado entre nosotros por razón de su nacimiento, que un príncipe, el hijo de un rey, salga y adquiera dignidades; sus dignidades adquiridas, aunque ellas no lo pueden realzar personalmente, serán sus más caras distinciones, y formarán los más preciados materiales de su historia en la estimación de otros. Tal cosa como esa es instintivamente entendida entre nosotros. Y así ocurre (en el inefablemente precioso misterio de Cristo) con el Hijo de Dios. De acuerdo con los consejos eternos, Él ha salido a batalla; y los honores que ha adquirido, las victorias que ha ganado, o que aún ha de ganar, serán Su gozo por toda la eternidad. Ellas han de formar la luz a la cual Él ha de ser conocido, y los caracteres en los cuales Él será alabado para siempre; aunque, personalmente, Él mora en una luz inaccesible por hombre alguno. Y eso que Él estima: “Jehová-Jireh” (Jehová proveerá: Génesis 22:1414And Abraham called the name of that place Jehovah-jireh: as it is said to this day, In the mount of the Lord it shall be seen. (Genesis 22:14)); “Jehová Rophi” (Jehová Mi Pastor: Salmo 23:11<<A Psalm of David.>> The Lord is my shepherd; I shall not want. (Psalm 23:1)); “Jehová Salom” (Jehová envía Paz: Jueces 6:2424Then Gideon built an altar there unto the Lord, and called it Jehovah-shalom: unto this day it is yet in Ophrah of the Abiezrites. (Judges 6:24)); “Jehová Tsidkenu” (Jehová Nuestra Justicia: Jeremías 23:66In his days Judah shall be saved, and Israel shall dwell safely: and this is his name whereby he shall be called, THE LORD OUR RIGHTEOUSNESS. (Jeremiah 23:6)); “Jehová Nissi” (Jehová mi Bandera: Éxodo 17:1515And Moses built an altar, and called the name of it Jehovah-nissi: (Exodus 17:15)), todos son honores adquiridos. ¡Y cómo son estos principales para Él en los inefables modos de Su ilimitada gracia! En Éxodo 3, Él comunica Su Nombre personal a Moisés, diciendo de entre la zarza, “YO SOY EL QUE SOY”. Pero entonces Él comunica también Su Nombre adquirido, llamándose a Sí mismo, “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob”; y a este segundo, este nombre adquirido, Él añade, “Este es Mi nombre para siempre, y este es Mi memoria para todas las generaciones”: palabras las cuales profundamente nos dicen cómo Él evaluó aquella gloria que Él había adquirido en Sus actos en favor de los pecadores. Como también en el tabernáculo, o templo, donde Su nombre fue inscrito, fue Su nombre adquirido y no Su nombre personal, el que fue inscrito y leído allí. Los misterios de aquella casa no hablaban de Su omnipotencia, omnisciencia, o eternidad esenciales, o glorias semejantes, sino de Uno en quien la misericordia triunfa sobre el juicio, y quien había encontrado un modo por el cual traer a Sus desterrados a Él. Seguramente estas son evidencias de qué precio es a Su vista Su Nombre ganado en servicio por nosotros. Pero “Dios es amor” puede responder a todo ello. Allí se define el secreto. Si las manifestaciones son excelentes y maravillosas, las fuentes ocultas las cuales se abren en Él mismo nos hacen conocerlo todo.
Hemos de conocerle como “hecho súbdito a la ley”, tan seguramente como lo conocemos en Su gloria personal muy por encima de la ley. Toda Su vida fue la vida de Uno obediente. Y de este modo, aunque Dios sobre todo, el Jehová de Israel, y el Creador de los confines de la tierra, Él era el Hombre Cristo Jesús. Él era Jesús de Nazaret, ungido del Espíritu Santo, Quien anduvo haciendo bienes, y sanando a todos los oprimidos del diablo; porque Dios era con Él. A estas luces lo vemos a Él, y a estas luces leemos Su variada, prodigiosa historia. Él impartió el Espíritu Santo, y con todo fue ungido con el Espíritu Santo. El Hijo vino para participar de carne y sangre. De modo que el intento y la gracia del designio eterno se efectuaron; así lo requerían nuestras necesidades. Fue hallado “en la condición como hombre”. Él se ejercitó en una vida de entera dependencia de Dios y cumplió una muerte la cual (entre otras virtudes) fue en completa sujeción a Él. Este era Su parte en el pacto y en tal condición actuó y sufrió a perfección; y de allí emanaron los servicios y las aflicciones, los clamores y las lágrimas, los trabajos, y los dolores del Hijo del Hombre en la tierra.
Pero aún más; ahora cuando está en el cielo, ella es, en un gran sentido, la misma vida todavía. Una promesa lo esperaba a Él allí y esa promesa Él la recibió y en ella vive hasta esta hora: “Siéntate a Mi diestra, hasta que ponga a Mis enemigos por estrado de Tus pies”, fue dicho de Él cuando ascendió; y en la fe y esperanza de esa palabra, Él tomó Su asiento en el cielo, “se sentó a la diestra de Dios; esperando desde aquí en adelante hasta que Sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies” (Hebreos 1:1010And, Thou, Lord, in the beginning hast laid the foundation of the earth; and the heavens are the works of thine hands: (Hebrews 1:10)). Aquí estaba la esperanza respondiendo a la promesa, y ésta hallada en el corazón de Jesús cuando Él ascendió al cielo y se sentó allí, tal como fue el Creyente, y Él que esperó, y el Obediente y el Siervo en esta tierra nuestra.
Y más aún; ¿en su marcha ascendente de glorias, no continúa Él sujeto? Toda lengua ha de confesarle como Señor; ¿pero acaso no es esto para la gloria de Dios el Padre? Y cuando el Reino sea entregado, no está aún escrito, “¿Entonces también el mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas en todos?” Y como sujeto de este modo, a Aquel que le sujetó todas las cosas, en las mismas regiones, del mismo modo, en la gloria venidera será Su delicia por gracia servir a Sus santos; según leemos: “Se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y pasando les servirá”. Y otra vez dice: “El que está sentado en el trono tenderá Su pabellón sobre ellos. No tendrán más hambre, ni sed, y el sol no caerá jamás sobre ellos, ni otro ningún calor. Porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes vivas de aguas; y Dios limpiará toda lágrima de los ojos de ellos” (1 Corintios 15; Lucas 12; Apocalipsis 7).