Capítulo 6: El mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas

Es feliz y edificante para el alma llevar en fe viva y en recordación que es el mismo Jesús que estuvo aquí en la tierra el que está ahora en el cielo, y a Quien vamos a conocer “a través de Su propia eternidad”. Cuando guardamos esto en la memoria, cada pasaje de Su vida aquí será presentado de nuevo a nosotros, y sentiremos y reconoceremos en los evangelistas una página más maravillosa en que meditar, sí, y en algún sentido mucho más feliz también, que lo que tuvimos en cuenta una vez.
En los días de su estada entre nosotros, todo fue una realidad en lo que respecta a Él; todo era vivo y personal. Él hizo más que tocar la superficie. Cuando curó una herida o quitó una pena, Él lo sintió en algún modo. “Él mismo llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”. Su espíritu bebió de los manantiales, como de las corrientes; porque no sólo fueron Sus gozos reales, Sus dolores reales, Sus temores y decepciones, cosas semejantes, reales, sino que penetró en cada situación en todo el carácter de ella. Él conoció el inarticulado lenguaje de aquella alma necesitada que lo tocó en medio de la multitud, y sintió aquel toque en todo su significado. Él se llenó de delectación con la fe de aquel gentil que traspasó la espesa nube de Su humillación y llegó hasta la gloria divina que resplandecía en Su persona debajo de la nube; y de igual modo Él se regocijó de la fe resuelta —aunque no muy resuelta— de aquella pecadora de la ciudad que traspasó la nube oscura de su propio pecado y vergüenza y llegó hasta la gracia divina que pudo sanarlo todo (Lucas 7). Él entendió el paso apresurado de Zaqueo cuando subía al árbol sicómoro, la meditación de Natanael cuando se sentaba bajo la higuera. Él escuchó la disputa de los discípulos mientras subían a Jerusalem; la escuchó en el tumulto de la concupiscencia que bullía dentro antes que estallara en guerras y peleas. Y Él supo del amor así como de la autoconfianza que sacó a Pedro del barco al agua.
Seguramente, entonces, toca a nosotros, según leemos “la prodigiosa historia”, en recuerdo de esto, sentir como Él mismo, mientras observamos la mano que realizó el hecho o seguimos el rastro del pie que hollaba el sendero. Cada acto y palabra se sentiría con algo de impresión nueva; y de ser así ¿qué avance más bendito estaríamos haciendo? ¿No sería ciertamente edificante en un sentido alto, si de este modo estuviéramos compenetrándonos más realmente con un Jesús vivo y personal? En este nuestro tiempo, amados, puede haber una tendencia a olvidar Su persona o a Él mismo, en el testimonio común que se está dando tan extensamente ahora de Su obra. La región de la doctrina puede ser medida con una cinta de medir y un nivel, en vez de otearla con un corazón lleno de admiración, y adoración, como el lugar de las glorias del Hijo de Dios. No obstante esto es lo que Él premia en nosotros. Él ha hecho de nosotros personalmente Sus objetos; y espera de nosotros hagamos de Él el nuestro.
Y yo me pregunto a mí mismo, ¿no es esto, en un sentido, la piedra de coronamiento de todo? ¿No es este deseo personal de Cristo hacia nosotros primordial en los tratos de Su gracia? Elección, predestinación, perdón, adopción, gloria, y el reino, ¿no son ellos sino sólo coronados por este deseo de Cristo hacia nosotros, de hacer de nosotros un objeto para Sí? Seguramente que ello lo corona todo; seguramente que es la piedra de coronamiento; yaciendo sobre y más allá de todo, más pleno, más rico, y más alto que ninguno. La adopción y la gloria, bienvenidas a la familia y participación en el Reino, serían defectuosas, si no hubiera también este misterio —el Hijo de Dios ha encontrado en nosotros un objeto de deseo—. Este misterio asume todas las otras obras y consejos en la historia de gracia, y está de este modo allende todas ellas.
El Espíritu se deleita en contar de la obra de Cristo, y llevarla en su preciosidad y suficiencia al corazón y la conciencia. Nada podría soportarnos por un momento, si la obra no hubiese sido lo que fue precisamente, y así aconsejada y ordenada de Dios. Pero aún la obra del Señor Jesucristo puede ser un gran tema, mientras Él mismo puede ser sólo un objeto indistinto; y el alma de este modo será una gran perdedora.
Pero estas meditaciones sobre el Hijo de Dios, que yo he estado siguiendo ahora, puedo decir, hasta su fin, me sugieren otro pensamiento precisamente ahora.
Al considerar las partes más profundas y distantes de los tratos de Dios, algunas veces sentimos como si fueran demasiado para nosotros, y buscamos alivio del peso de ellas volviendo a las verdades más rudimentarias y simples. Esto, sin embargo, no es necesario. Si sustentáramos bien estos misterios mayores, deberíamos saber que no necesitamos retirarnos para buscar alivio, porque ellos son realmente otras y más profundas expresiones de la misma gracia y amor las cuales estuvimos aprendiendo desde el comienzo mismo. Ellas son sólo un flujo más abundante, o un canal más amplio, del mismo río, precisamente porque yacen algo más distante de la fuente.
Hasta que esta seguridad esté afincada en el alma, estamos endeblemente preparados para pensar en ellas. Si tenemos un temor de que cuando estamos mirando a las glorias, hemos abandonado el lugar de los afectos, hacemos daño a la verdad y a nuestras almas. No es así en modo alguno. Mientras más plenamente las glorias se manifiestan, más se revelan las riquezas de la gracia. El surgir de un río en su nacimiento, donde abarcamos todo el objeto de una vez, sin ningún esfuerzo visual, posee, como sabemos, su propio encanto peculiar, pero cuando se convierte, bajo nuestra vista, en un torrente poderoso, con sus diversificadas orillas y corrientes, sólo entonces entendemos porque empezó a fluir jamás. Es aún la misma agua; y podemos ir arriba y abato de su nacimiento, y a lo largo de sus corrientes, con deleite vario, pero aún constante. No tenemos que buscar alivio volviéndonos a su nacimiento, según lo examinamos en su curso, a lo largo y a través de las edades y dispensaciones. Cuando, en espíritu (como ahora por medio de estas meditaciones), alcanzamos el “cielo nuevo” y la “nueva tierra” sólo estamos en compañía de la misma gloriosa persona, y en comunión con la misma inmensurable gracia, que conocimos y aprendimos en los mismos comienzos.
La misma Persona verificada al alma, y hecha cercana, es lo que yo desearía, en la gracia de Dios, sea el fruto de estas meditaciones: “Jesucristo, el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. Él es tal en Su propia gloria y para nosotros.
En épocas anteriores hubo manifestaciones de Él, el Hijo de Dios, a veces en velada y otras en develada gloria. A Abraham a la puerta de su tienda, a Jacob en Peniel, a Josué bajo los muros de Jericó, a Gedeón y a Manoa, las manifestaciones fueron veladas, y la fe, en más o menos vigor, por medio del Espíritu, descorrió la cubierta y alcanzó la gloria que se ocultaba debajo de ella. A Isaías, a Ezequiel, a Daniel, el Hijo de Dios les apareció en gloria develada; y Él tuvo, por cierto proceso de gracia, que hacer tolerable para ellos el resplandor de la gloria (Isaías 6; Ezequiel 1; Daniel 10).
La Persona, sin embargo, era una y la misma, ya fuera velada o develada. De ese modo, en los días cuando Él hubo realmente (y no como en aquellos días más remotos) asumido carne y sangre, la gloria estaba velada, y la fe se dispuso a descubrirla, como en el tiempo de Abraham o de Josué; y después que hubo ascendido, apareció a Juan en tal resplandor de gloria develada, que algo tuvo que hacerse por Él en gracia, como en el caso de Isaías o de Daniel, antes de que Su presencia pudiera ser tolerada (Apocalipsis 1).
Los tiempos o las sazones no hacían distinción en este respecto. Desde luego, hasta que vino la plenitud del tiempo, el Hijo no fue “hecho de mujer”. Entonces fue que “el Santificador”, según leemos, “participó de lo mismo” carne y sangre con los hijos (Hebreos 2:11,1411For both he that sanctifieth and they who are sanctified are all of one: for which cause he is not ashamed to call them brethren, (Hebrews 2:11)
14Forasmuch then as the children are partakers of flesh and blood, he also himself likewise took part of the same; that through death he might destroy him that had the power of death, that is, the devil; (Hebrews 2:14)
). Porque carne y sangre en verdad Él tomó entonces, y no hasta entonces; verdadero Pariente de la simiente de Abraham vino a ser en verdad. “Debía ser en todo semejante a Sus hermanos” (Hebreos 2:1717Wherefore in all things it behoved him to be made like unto his brethren, that he might be a merciful and faithful high priest in things pertaining to God, to make reconciliation for the sins of the people. (Hebrews 2:17)). Y todo esto esperaba por su debida sazón, “la plenitud del tiempo”, los días de la Virgen de Nazaret. Pero esas manifestaciones del Hijo de Dios en días más antiguos eran la prenda de este gran misterio, que a debido tiempo Dios enviaría a Su Hijo, “hecho de mujer”. Ellas eran, si es que lo puedo expresar así, la sombra de la sustancia venidera. Y lo que yo he estado observando tiene esto en ello —lo cual es de interés para nuestras almas— que esas sombras fueron hermosamente exactas. Ellas pronosticaron, en formas de gloria y de gracia, los tratos de aquel quien más tarde anduvo y habitó aquí en la tierra en humilde, simpatizante, servicial amor y está ahora colocado en el cielo, como glorificado, el Hijo del hombre, la simiente de la Virgen, para siempre.
Es delicioso para el alma trazar estas semejanzas y estos pronósticos. Si tenemos una gloria velada en el umbral en Ofra, así la tenemos junto al pozo de Sicar. Si tenemos el resplandor de la gloria develada a orillas del Río Hidekel, del mismo modo tenemos la misma gloria en la Isla de Patmos. El Hijo de Dios fue como un viajero a la vista de Abraham al calor del día, y así lo fue para los dos discípulos en el camino hacia Emaús cuando el día iba tocando a su fin. Comió del becerro de Abraham, “tierno y bueno”, como comió del “pez asado y el panal de miel”, en medio de los discípulos en Jerusalem. En los días de Su resurrección, Él asumió distintas formas, que se ajustaran, en gracia, a la necesidad o demanda del momento; como había hecho antiguamente, ya fuera como extranjero o como visitante, ya como simplemente “un varón de Dios” a Manoa y su mujer en el campo, o como un soldado armado a Josué en Jericó.
Y es esto, creo que puedo decirlo otra vez, lo que yo especialmente avalúo al seguir estas meditaciones sobre Él —ver a Jesús uno en todo—; y eso, también, cercano y real a nosotros. Necesitamos (si es que uno puede hablar por otros), el ojo depurado acostumbrado a ver, y a deleitarse en tal cielo como debe ser el cielo de Jesús. ¿Será nada, podemos preguntar a nuestros corazones, será nada pasar la eternidad con Aquél que miró hacia arriba, y sorprendió el ojo de Zaqueo en el árbol sicómoro, y entonces, para pasmante gozo de su alma, hizo que su nombre cayera en sus oídos de los mismos labios de Él? ¿Con Aquél quien, sin una palabra de reconvención, llenó el convicto, avivado corazón de una pobre pecadora de Samaria de gozo, y de un espíritu de libertad que sobreabundaba? Seguramente que no ambicionamos otra cosa que una mente sencilla y creyente. Porque no estamos estrechos en Él, y no hay nada para Él como esta mente creyente. Ella lo glorifica a Él aún más allá de los servicios de la eternidad.
La naturaleza, es en verdad cierto, no es igual a esto. Debe proceder de la obra interna y el testimonio del Espíritu Santo. La naturaleza misma se halla subyugada. Ella siempre se delata a sí misma como aquello lo cual, como dice el apóstol, está “destituido de la gloria de Dios”. Cuando Isaías, en la ocasión ya referida, fue convocado a la presencia de aquella gloria, no pudo resistirla. Él recordó su inmundicia, y clamó que era hombre muerto. Todo lo que abarcaba era la gloria; y todo lo que él sintió y conoció en él mismo fue su ineptitud para estar delante de ella. Esto era la naturaleza. Esta fue la acción de la conciencia la cual, lo mismo que en Adam en el huerto busca alivio de la presencia de Dios. La naturaleza en el profeta no descubrió el altar el cual, juntamente con la gloria, yacía en la escena delante de él. Él no percibió aquello que era enteramente igual a darle a él perfecto acogimiento y seguridad, a vincularlo (aunque todavía era en sí mismo un pecador) con la presencia de la gloria en todo su resplandor. La naturaleza no pudo hacer este descubrimiento. Pero el mensajero del Señor de los ejércitos no sólo lo descubre sino que lo aplica; y el profeta se siente tranquilo en la posesión de una limpieza o una santidad que puede medir el mismo “lugar santísimo”, y el resplandor del trono del Señor de los ejércitos.
El Espíritu actúa sobre la naturaleza, sí, en contradicción de la naturaleza: La naturaleza en Isaías —en nosotros todos— queda aparte y avergonzada, inhábil para mirar hacia arriba; el Espíritu nos atrae adentro y hacia arriba en libertad. Cuando Simeón es llevado por el Espíritu dentro de la presencia de la gloria él sube inmediatamente en toda confianza y gozo. Él toma al Niño Jesús en sus brazos. Él no pide permiso de Su madre para hacer eso; él no se siente deudor a nadie por el bendito privilegio de abrazar “la salvación de Dios”, la cual sus ojos vieron entonces. Él había descubierto por medio del Espíritu el altar; y la gloria, por tanto, no estaba más allá de él (Isaías 6; Lucas 2).
Y cierto aún, tan cierto como siempre, tan cierto como en los días de Isaías y de Simeón, son estas cosas ahora. El Espíritu conduce por un sendero que la naturaleza nunca holla. La naturaleza queda aparte y está miedosa; sí, regaña allí donde la fe está llena de libertad. Y estas diversas acciones de la naturaleza y de la fe muy bien las podemos recordar para nuestro consuelo y fortalecimiento, según que miramos aún al Hijo de Dios, y meditamos sobre misterios y consejos de Dios relacionados con Él.