La lucha llega a su fin

 
Había estado trabajando por cinco años en la organización a la cual me había afiliado, procurando siempre estar seguro de que había alcanzado el estado impecable. Serví en unas doce poblaciones y ciudades con toda fidelidad, según mi creencia, esforzándome por alcanzar a los perdidos, y tornarlos en consumados salvacionistas, cuando fueran convertidos. Muchas y felices experiencias habían sido las mías, pero en lo que atañía a mí mismo éstas estaban, sin embargo, unidas a muy sombríos desengaños, al igual que a lo que atañía a otros también. Muy pocos de nuestros “convertidos” perduraron. Con frecuencia los “apóstatas” superaban en número a nuestros soldados. El ex-Ejército de Salvación fue muchas veces mayor que la organización original.
Estuve ciego por mucho tiempo hasta no ver una gran razón para esto. Pero al fin empecé a ver claro que la doctrina de “la santidad” ejercía la más funesta influencia sobre el movimiento. Los que profesaban conversión (ya sea real o falsa, el día lo declarará) forcejeaban por meses y aún por años, por lograr un estado de impecabilidad al cual no llegaron nunca, desistiendo al fin de su esfuerzo, en medio de la desesperación, para descender en muchos casos al bajo nivel del mundo que los rodeaba. Noté que lo mismo ocurría a todas las denominaciones que sustentaban igual credo sobre “la santidad”, al igual que a los “Bandos”, “Misiones”, y otros movimientos similares, que no eran otra cosa que desprendimientos de esas denominaciones, los cuales se sucedían continuamente. La norma fijada era inalcanzable. El resultado era, tarde o temprano, un gran desaliento, una hábilmente disimulada hipocresía, o una inconsciente modificación de la norma establecida para ajustarla a la experiencia ya alcanzada. En lo que a mí respecta, puedo decir que esta última medida de conveniencia me había tenido atrapado por mucho tiempo. Cuánto había en mí de lo segundo no me atrevo a decirlo. Sí puedo decir que fui eventualmente, víctima de lo primero. Puedo ahora ver que fue por la misericordia de Dios para mí que así ocurriera.
Cuando fui en busca de recuperación al Hogar de Descanso a que ya me he referido, no había aún renunciado a mi empeño por la prosecución de la perfección en la carne. Esperaba, en realidad, grandes cosas como resultado de la licencia que se me había otorgado con el fin de que “me encontrara a mí mismo”. Íntimamente relacionadas con “El Hogar” existían otras instituciones en las cuales la “santidad” y la sanidad por fe eran postuladas con ahínco. Estaba seguro de que grandes cosas habrían de lograrse en medio de un ambiente tan santo.
Me encontré allí con alrededor de catorce oficiales, muy delicados de salud quienes habían ido a aquel lugar en busca de recuperación. Vigilé la conducta y el modo en que hablaban todos, con sumo cuidado, proponiéndome confiar en aquellos que ofrecieran la mejor prueba de estar completamente satisfechos. Entre ellos había algunas almas selectas, pero otros eran unos redomados hipócritas. Santidad en su sentido absoluto, no pude verla en ninguno. Algunos mostraban piedad y consagración. La rectitud de conciencia de éstos yo no podía negarla. Pero los que mayor ostentación verbal hacían eran los menos espirituales. Apenas leían sus Biblias y muy rara vez se juntaban para hablar de Cristo. Una atmósfera de indiferencia envolvía todo aquel lugar. Había allí tres hermanas; mujeres muy consagradas las tres, aparentemente más piadosas que ningunas otras de las que allí se encontraban, pero aún así dos de ellas me confesaron que no estaban seguras de que fueran perfectamente santas. La otra era reservada, aunque procuraba ayudarme. Algunos eran positivamente pendencieros y ásperos, lo cual yo no podía conciliar con la profesión que hacían de que habían sido libertados del pecado innato. Asistía a las reuniones conducidas por los otros obreros ya mencionados. En esas reuniones, aún los mejores entre ellos, no hacían alusión a la perfección impecable, mientras que los que eran manifiestamente carnales, se gloriaban de haber alcanzado “el perfecto amor”. Había enfermos que daban testimonio de haber sido sanados por fe, y pecadores que declaraban que tenían la bendición de “la santidad”. Antes que ayudado, más bien fui obstaculizado por tanta inconsistencia. Descubrí al fin que me estaba tornando frío y cínico. Las dudas me asediaban en todos los respectos, como si fueran legiones de demonios, y casi tuve miedo de que mi mente se diera a discurrir sobre estas cosas. Busqué refugio en la literatura secular, y envié por mis libros, a los cuales algunos años antes había renunciado con juramento, si con ello conseguía que Dios me diera “la segunda bendición”. ¡Qué poco reconocía el espíritu de Jacob en todo esto! Para mi Dios parecía haber fracasado, por eso me volví a mis libros y traté de hallar solaz en la belleza de los ensayos y de la poesía o en disquisiciones de la historia y de la ciencia. No me atrevía confesar a mí mismo que era literalmente un agnóstico; no obstante, por espacio de un mes sólo podía responder “no sé” a toda pregunta basada en la revelación divina.
Este era el resultado directo de la enseñanza bajo la cual yo había estado. Mi modo de razonar era que la Biblia prometía completa libertad del pecado congénito a todo aquel que se sometiera de un modo absoluto a la voluntad de Dios. Creía estar seguro de haber hecho esto último: ¿Por qué, entonces no había sido enteramente libertado de la mente carnal? Me parecía haber cumplido todas las condiciones, y que Dios, por Su parte, había fallado en cumplir lo que había prometido. Sé muy bien que es una vileza escribir todo esto, pero no veo otro modo de ayudar a los que se hallan en el mismo estado en que yo me encontré durante ese horrible mes. La liberación llegó al fin de un modo muy inesperado. Una teniente que contaba algunos diez años mayor que yo llegó al Hogar, traída de Rock Springs, estado de Wyoming, y que se suponía estar en camino de la muerte por efectos de la tuberculosis. Desde el primer momento sentí una profunda simpatía por ella. La consideraba una mártir que daba su vida por un mundo necesitado. Pasé mucho tiempo a su lado, observándola cuidadosamente, y al fin llegué a la conclusión de que era ella la única persona plenamente “santificada” en aquel lugar. Imagínese cual sería mi sorpresa cuando unas pocas semanas después de su llegada, llegó hasta mí una noche, acompañada de otra persona, y me pidió a que le leyera, a la vez que comentaba: “Oigo decir que usted está constantemente ocupado con las cosas del Señor, y yo necesito su ayuda”. ¡Ayudarle yo! Quedé mudo de estupefacción, ya que conocía tan bien el estado de mi propio corazón y estaba tan seguro de la perfecta “santidad” de ella. En el instante en que entraron en mi habitación estaba yo leyendo la obra de Byron, titulada “Childe Harold”. ¡Y eso que se suponía yo estuviera enteramente consagrada a las cosas de Dios! Me pareció algo sobrenatural y fantástico, más bien que una solemne farsa, este compararnos con nosotros mismos sólo para engañarnos cada vez más nosotros mismos. Me apresuré a echar el libro hacia un lado y quedé perplejo en cuanto a qué debía leer en alta voz para ella. Por la providencia de Dios llamó mi atención un folleto que me había regalado mi madre algunos años antes, y cuya lectura detestaba, pues temía que ésta perturbara mi tranquilidad; tan temeroso estaba de todo lo que no llevara el sello de aprobación del Ejército de Salvación o de la enseñanza sobre la “Santidad”.
Movido por un súbito impulso lo saqué del estante y dije: “Leeré esto. No está de acuerdo con nuestra enseñanza, pero puede ser interesante, de todos modos”. Leí página tras página, prestándole poca atención a lo que leía; sólo esperaba calmar y tranquilizar a aquella mujer que se acercaba a la muerte. La condición perdida, por naturaleza, de todo hombre, recibía el mayor énfasis en las páginas de aquel folleto. Se explicaba la redención por la muerte de Cristo. Se extendía en la exposición sobre las dos naturalezas del creyente y su seguridad eterna, lo cual a mí me parecía ridículo y absurdo. La última parte estaba dedicada a la profecía. En este no entramos. Me asusté después de haber leído la primera mitad del libro, al exclamar la Teniente J.: “Oh, Capitán, ¿piensa usted en la posibilidad de que eso sea cierto? Si solamente pudiera creer eso, podría morir en paz”.
Desmedidamente asombrado, pregunté: “¿Qué? ¿Quiere usted decir que no podría morir en paz en el estado en que se encuentra actualmente? ¡Usted está ‘justificada’ y ‘santificada’! ¡Usted posee una experiencia que yo he procurado por muchos años alcanzar, con resultado infructuoso, sin embargo, ¿se siente usted turbada al encarar la muerte?”. “Soy una miserable” —replicó— “y usted no debe decir que soy ‘santificada’. No puedo alcanzar la santificación. He luchado por años, pero no he conseguido obtenerla aún. Esta es la razón de mi deseo de hablar con usted, porque estaba segura de que usted la tenía y podría ayudarme!”.
Nos miramos mutuamente con estupor y lo penoso y al mismo tiempo lo burlesco de aquel momento hizo presa de ambos, riendo yo de un modo delirante mientras ella lloraba histéricamente. Recuerdo haber exclamado entonces, “¿Qué nos sucede a nosotros? No existe sobre la tierra persona alguna de mayor renunciación de sí misma por amor de Cristo que nosotros. Sufrimos y hambreamos y gastamos nuestros cuerpos en el esfuerzo de hacer la voluntad de Dios, y después de todo eso no gozamos de una paz duradera. A veces nos sentimos felices; nos gozamos en nuestras reuniones, pero nunca tenemos la seguridad de cuál será el fin”. “¿Piensa usted” —preguntó ella— “que todo se debe a que dependemos demasiado de nuestros propios esfuerzos? ¿Podrá ser que mientras confiamos en Cristo para nuestra salvación, pensamos que hemos de guardarnos en la salvación por nuestra propia fidelidad?”.
“¡Pero” —interrumpí yo— “pensar cualquier otra cosa, equivaldría a abrirle la puerta a toda clase de pecado!”.
Continuamos hablando al estilo hasta que, algo agotada, ella se retiró, no sin antes pedir que se le permitiera a ella y a otros volver la noche siguiente a leer y hablar de las cosas que allí habíamos abordado, a lo cual accedí de inmediato.
Tanto para la Teniente J. como para mí, la lectura, tanto como el cambio de impresiones que tuvimos aquella noche demostró ser el comienzo de nuestra liberación.
Habíamos admitido el uno al otro, al igual que a la tercera persona que se hallaba presente entre nosotros, que no estábamos “santificados”. Empezamos de ahí en adelante a escudriñar fervientemente las Escrituras en busca de luz y de ayuda. Eché a un lado todos los libros seculares, empeñado en no permitir que nada obstruyera el estudio cuidadoso, y con oración, de la Palabra de Dios. Paso a paso fueron apareciendo los primeros fulgores del amanecer. Nos dimos cuenta de que habíamos estado mirando hacia dentro de nosotros para hallar la santidad, en vez de mirar fuera de nosotros. Reconocimos que la gracia que nos había salvado al comienzo era la misma gracia que podía llevarnos adelante. Comprendimos, con alguna vaguedad, que para nosotros, todo debía estar en Cristo; de lo contrario no nos quedaba ni un solo rayo de esperanza.
Muchas cosas nos conturbaban y nos dejaban perplejos. Notamos cómo muchas cosas en que creíamos eran completamente opuestas a la palabra de Dios. Otras muchas de ellas no podíamos entenderlas, tan deformadas habían quedado nuestras mentes tras largos años de adiestramiento en aquel sistema de enseñanza. Ante mi perplejidad procuré la ayuda de un maestro bíblico, el cual, entendí, estaba en comunión con el autor del folleto a que antes me he referido. Le escuché con provecho en dos ocasiones, aunque todavía me hallaba en cierto modo aturdido; no obstante empecé una vez más a sentir tierra firme debajo de mis pies.
Se fue apoderando de mí la gran verdad de que la “santidad”, el “perfecto amor”, la santificación y toda otra bendición eran mías en Cristo desde el momento en que había creído, y mías para siempre, y todo de gracia. ¡Había estado mirando a otro hombre, al que no era, cuando todo se hallaba en el Hombre Cristo Jesús, y en Él para mí! Hubo de transcurrir semanas para ver esto con claridad.
Un folleto que había sido una bendición para muchos vino a ser de gran ayuda para ambos de nosotros. Su título, “Seguridad, Certeza y Gozo”, fue, en sí, fuente de alegría. Otros tratados me fueron proporcionados, los cuales leí con gran presteza, buscando cada referencia bíblica, examinando el contexto u otros pasajes de igual, o aparentemente opuesto, carácter, mientras clamábamos diariamente a Dios que nos diera el conocimiento de Su verdad. La señorita J. vio la verdad antes que yo. Se hizo la luz cuando ella vio que estaba eternamente unida a Cristo como Cabeza del Cuerpo y tenía vida eterna en Él como la Vid, en ella como el pámpano. El gozo de ella no conocía límites y su salud mejoró tangiblemente desde aquel momento, prolongándose su vida por seis años más, yendo a estar finalmente con el Señor, exhausta por la tarea de llevar almas a Cristo. Muchos se sentirán decepcionados al saber que ella conservó sus relaciones con el Ejército de Salvación hasta el fin de sus días en este mundo. Ella sustentaba la noción equivocada (creo yo) de que debía permanecer donde estaba y declarar allí la verdad que había aprendido. Pero se arrepintió de esto antes de morir. Sus últimas palabras a un hermano (A.B.S.) y a mí, quienes estuvimos a su lado cuando el fin se acercaba, fueron: “¡Lo tengo todo en Cristo! De eso estoy segura. Pero hubiese querido ser más fiel a la verdad acerca del Cuerpo —la Iglesia—. Erré al dejarme llevar por un celo que creí era de Dios, ¡y ya es demasiado tarde para ser fiel a la verdad recibida!”.
Cuatro días después de haber brotado en su alma la verdad, mientras nos hallábamos en el Hogar de Descanso, yo también había sido libertado de mis dudas y temores, y había hallado mi todo en Cristo. No podía continuar allí. Al cabo de una semana estaba fuera del único sistema humano en que jamás había estado como cristiano, y por muchos años, desde entonces, no he conocido otra cabeza que a Cristo, ningún cuerpo que la única Iglesia, la cual Él compró con Su propia sangre. Estos han sido años felices; y cuando miro retrospectivamente al camino por el cual el Señor me ha conducido, no puedo sino alabarle por la incomparable gracia, la cual hizo que Él me libertara de la introspección, y me permitió ver que la santidad perfecta y el perfecto amor han de ser hallados no en mí, sino en Cristo Jesús solamente.
Y he estado aprendiendo a lo largo de mi peregrinación en este mundo que mientras más ocupado con Cristo está mi corazón, gozo de más liberación del poder del pecado, y es más real para mí la verdad de que el amor de Dios está derramado en ese mismo corazón por el Espíritu Santo que me es dado, como las arras de la gloria venidera. He hallado libertad y gozo desde que fui de este modo libertado de una servidumbre, la cual nunca creí posible que fuera conocida jamás por alma alguna en la tierra, mientras presento con confianza a esta preciosa verdad a la aceptación de otros, la cual contrasta con la incertidumbre del pasado.
Me propongo tratar con mayor disquisición, en la segunda parte de este librito, la verdad que obró mi liberación, pero antes de terminar la parte referente a mi experiencia deseo resumir en un capítulo más mis impresiones personales del “Movimiento de Santidad”.