Santificación por el Espíritu Santo: Interna

 
Al finalizar el capítulo anterior hice la observación de que la santificación tiene dos caracteres, el uno absoluto, el otro progresivo. La santificación absoluta es efectuada por la sola ofrenda de Cristo sobre la cruz, de la cual trataré más adelante. La santificación progresiva tiene dos modalidades: se efectúa por el Espíritu y por la Palabra.
Puede que sea de ayuda para algunos expresarlo del modo siguiente: La santificación por el Espíritu es interna. Es una experiencia dentro del creyente.
La santificación por la sangre de Cristo es eterna. No es una experiencia; es posicional, tiene que ver con el nuevo lugar que todo creyente ocupa en el favor eterno de Dios —invariable e incambiable—, a la cual nunca puede adherirse contaminación, en la estimación de Dios.
La santificación por la Palabra de Dios se refiere a la vida y conducta exteriores del creyente. Es el resultado visible de la santificación por el Espíritu, que continúa progresivamente por toda la vida.
Deseo agrupar cuatro pasajes escriturales, los cuales se refieren al primer importante aspecto mencionado más arriba. Quizás deba considerar en primer lugar, doctrinalmente, la santificación por la sangre; pero experimentalmente la obra del Espíritu precede al conocimiento de la otra.
En 1 Corintios 6:9,10 leemos de una multitud de seres pecaminosos que no heredarán el Reino de Dios. El versículo 11 añade inmediatamente: “Y esto erais algunos: mas ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el Nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”.
Otra vez en 2 Tesalonicenses 2:13 leemos: “Mas nosotros debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salud, por la santificación del Espíritu y fe de la verdad”. Íntimamente ligado a esto está el segundo versículo del primer capítulo de la primera epístola de Pedro: “Elegidos según la presciencia de Dios padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo”. El cuarto pasaje es Romanos 15:16: “Para ser ministro de Jesucristo a los gentiles, ministrando el evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo”.
En todos estos pasajes es de la mayor importancia, si se quiere captar bien la verdad que se intenta transmitir, observar que la santificación por el Espíritu es considerada como el comienzo de la obra de Dios en las almas de los hombres, conduciendo al conocimiento pleno de la justificación, por medio de la fe en el rociamiento de la sangre de Jesucristo.
Lejos de ser “la segunda bendición”, subsiguiente a la justificación, esta es una obra, aparte de la cual, nadie sería salvo. Para que esto sea claro para el lector pensante, me propongo hacer un análisis cuidadoso de cada versículo citado. Los corintios se habían caracterizado por los pecados que son comunes a todos los hombres. Ellos habían, al igual que los Efesios (Efesios 2:1,5), “andado conforme a la condición de este mundo”, engañados por “el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia”. Mas un gran cambio había tomado lugar en ellos. Los antiguos afectos y deseos habían sido suplantados por anhelos nuevos y santos. La vida de impiedad habíase trasmutado en una vida, en la cual la prosecución de la piedad era su característica. ¿Qué había logrado este cambio? Se usan tres expresiones que conllevan la plenitud de ese cambio. Estas son: “lavados, santificados y justificados” —y todo “en el Nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios”—. Lo objetivo y lo subjetivo se unen íntimamente en este punto. La obra y el carácter del Señor Jesucristo, según estos se ponen de relieve en el evangelio, les habían sido presentados. Sólo Él era el Salvador de los pecadores. Pero al explicar esa salvación a los hombres, el lado subjetivo necesariamente tiene que ser presentado. Los hombres son inmundos por causa del pecado, y deben ser “lavados”. El “lavacro del agua por la palabra” (de Efesios 5:25,26) está claramente aludido aquí. La Palabra de Dios se apodera de la conciencia, y los hombres son despertados para ver la locura e impiedad de sus vidas —lejos de Dios— y andando en tinieblas. Este es el comienzo de un lavacro moral que sigue por toda la vida del creyente, y sobre el cual espero extenderme más adelante.
Ahora bien, observad cuidadosamente que la Palabra de Dios llega a todos los hombres por igual, es la misma palabra, pero no tiene el mismo efecto en todos. Cristo y Su obra en la cruz son predicados a un auditorio de cien hombres inconversos. Uno de ellos queda allí con el corazón quebrantado, afligido por sus pecados, y buscando paz con Dios, mientras noventainueve se retiran impasiblemente. ¿Por qué esta diferencia? El Espíritu Santo imparte poder a la Palabra, conmoviendo la conciencia en el hombre verdaderamente convertido, siendo apartado y separado, por una obra divina efectuada en su ser íntimo, de la multitud indiferente a la cual perteneció una vez. Es aquí donde se aplica la santificación del Espíritu. Puede que transcurra algún tiempo antes que halle verdadera paz con Dios, pero nunca más vuelve a ser un pecador despreocupado. El Espíritu Santo ha echado mano de él para salvación. Esto está bellamente ilustrado en los primeros versículos de nuestras biblias. El mundo creado en perfección (Isaías 45:18) en el versículo 1, es descrito como sumido en una condición caótica en el versículo 2: “Desordenada y vacía”, y cubierta con un manto de tinieblas: ¡qué cuadro del hombre caído y lejos de Dios! Su alma, un caos moral; su entendimiento oscurecido; su mente y su conciencia contaminadas; está en verdad muerto en delitos y pecados; “alejado de Dios y un enemigo, en cuanto a su mente, en obras malas”. De todo esto puede muy bien hablarnos una tierra arruinada.
Pero Dios va a rehacerse ese mundo. Volverá a ser, no obstante, una morada para el hombre, un hogar adecuado para él, durante el transcurso del tiempo. ¿Cómo procede Dios para lograr esto? El primer gran agente es el Espíritu, y el segundo la Palabra. “El Espíritu de Dios se movía (o empollaba) sobre las aguas”. Revoloteando sobre aquella escena de desolación, el Espíritu Santo empolló; y entonces prorrumpió la Palabra de poder: “Dijo Dios, Sea la luz; y fue la luz”. Lo mismo acontece en la salvación del hombre caído; el Espíritu y la Palabra de Dios deben obrar. El tiempo de incubación debe ser primero. El Espíritu imparte vida por medio del mensaje proclamado. Él despierta a los hombres y suscita en ellos el deseo de conocer a Cristo y de ser librados del poder del pecado y de ser salvados del juicio. Después de este período de incubación, o como resultado del mismo, el corazón es abierto al evangelio en su plenitud y siendo éste creído, la luz brilla en el interior del hombre y las tinieblas son disipadas. “Dios que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). De modo que nosotros que creemos ya no somos hijos de la noche, ni de las tinieblas, sino del día. Una vez éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor. Pero antes que la luz resplandeciese, hubo la incubación del Espíritu. Y esta es la santificación a que se refieren los cuatro pasajes agrupados más arriba. Nótese el orden en 2 Tesalonicenses 2:13: “Escogidos para salud por la santificación del Espíritu” —la agencia divina— “y la fe de la verdad” —la Palabra de vida— disipando las tinieblas e introduciendo la luz del conocimiento de salvación por medio del Nombre del Señor Jesucristo.
Lo mismo sucede en 1 Pedro. Los salvados son elegidos, pero es la santificación del Espíritu lo que los trae a la obediencia y al rociamiento con la sangre de Jesucristo. El conocimiento de justificación me pertenece desde el momento en que el Espíritu me trae al conocimiento de la sangre rociada de Cristo. Es la fe comprendiendo que Su preciosa sangre limpia mi alma de toda mancha, dándome de este modo paz. A esta posición soy traído por el Espíritu, y al comenzar una vida de obediencia —a obedecer como Cristo obedeció—. Este es el efecto práctico de la santificación del Espíritu. Ahora bien, es de suma importancia reconocer que la justificación no es un estado, en sí. No es una obra en el alma, sino una obra hecha por Otro para mi beneficio, pero enteramente fuera de mí, y completamente aparte de mis inclinaciones y mis sentimientos. En otras palabras, se trata de mi posición, no de mi experiencia.
La diferencia entre ambas puede ilustrarse del modo siguiente: Dos hombres comparecen ante un tribunal, acusados de haber cometido un crimen conjuntamente. Después de una minuciosa pesquisa el juez que preside el proceso los justifica a ambos. Están libres. Uno de ellos al escuchar la decisión del magistrado se siente muy complacido. Él temía que el veredicto le fuera contrario y le horrorizaba pensar en las consecuencias. Pero ahora se siente feliz, pues sabe que ha sido exonerado. El otro se hallaba más inquieto aún y sombrío. Tan absorto se hallaba en sus tormentosos pensamientos que no se apercibió claramente del pronunciamiento de la corte: “No culpables”. Sólo escucha la última palabra, la cual le llena de congoja. En su imaginación ve una prisión inmunda levantarse ante él, aún sabiendo que es inocente, pronuncia palabras de desesperación, hasta que con gran dificultad se le hace comprender el verdadero resultado del caso, y entonces él también se llena de gozo.
Bien, ¿qué tenía que ver, en sustancia, la justificación de cualquiera de esto hombres, con su estado o experiencia? El que escuchó y creyó era feliz. El que no captó la decisión de la corte estaba desesperado; sin embargo, ambos estaban igualmente justificados. La justificación no era una obra forjada dentro de ellos. Era la sentencia del juez en su favor. Esto es justificación, siempre, ya sea en su aceptación bíblica o con referencia a cuestiones que afecten la vida diaria. Dios justifica al impío, o lo exonera, cuando éste cree en el Señor Jesucristo, Quien sufrió la condenación que a él era debida, en la cruz. Confundir este acto judicial con el estado de alma del creyente, es sólo eso: confusión. “Pero”, dice alguien, “¡yo no me siento justificado!” La justificación nada tiene que ver con el sentimiento. La pregunta a hacerse es: ¿Cree usted que Dios está satisfecho con Su amado Hijo como el sustituto de usted en la cruz, y recibe usted a Cristo como su sustituto, como su Salvador personal? Si es así, Dios dice que usted está justificado. Y eso pone fin al asunto. Dios no se retracta de Sus palabras. Al creer en la declaración del Evangelio, el alma tiene paz con Dios. El andar con Dios trae gozo y alegría, y la victoria sobre el pecado en un sentido práctico. Pero esto es estado, no posición.
El Espíritu Santo que vivifica y santifica al comienzo, conduciendo al conocimiento de la justificación por medio de la fe en lo que Dios ha dicho acerca del rociamiento con la sangre de Jesucristo, permanece ahora en cada creyente, para ser el poder de la nueva vida, y asimismo para la santificación práctica día por día.
De este modo la ofrenda de los gentiles, pobres y extranjeros, bárbaros de todas las descripciones, extraños a los pactos de la promesa, es aceptable para Dios, siendo santificada por el Espíritu Santo. Él acompaña la predicación, el ministerio de la reconciliación —abriendo el corazón a la verdad—, convenciendo de pecado, de justicia y de juicio, y conduciendo a una fe personal en el Hijo de Dios.
Creo que está claro ahora para cualquiera que me haya seguido cuidadosamente hasta aquí que, por lo menos en este aspecto, la santificación es erróneamente designada “una segunda bendición”. Es, por el contrario, el comienzo de la obra del Espíritu en el alma y que sigue a través de la vida del creyente, alcanzando su consumación a la venida del Señor, cuando el salvado, en su cuerpo glorificado e inmaculado, será presentado irreprensiblemente en la presencia de Dios. Y así Pedro, después de decir a los cristianos a quienes escribe, que están santificados por el Espíritu, muy propiamente procede a exhortarlos a ser santos porque Aquel que los ha salvado es santo, y ellos son puestos para representarlo en este mundo.
De igual modo también Pablo, luego de declarar la santificación de los Tesalonicenses, ora aún, para que sean enteramente santificados, lo cual sería un absurdo si esto hubiese tenido lugar cuando fueron santificados por el Espíritu al principio. “Y el Dios de paz os santifique en todo; para que vuestro espíritu, alma y cuerpo sea guardado sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os ha llamado; el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23,24). En cuanto al resultado final no hay lugar a dudas. La santificación es obra de Dios. “He entendido que todo lo que Dios hace, eso será perpetuo” (Eclesiastés 3:14). “El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).
Si se le pregunta a un perfeccionista qué Escritura puede citar en apoyo del término “segunda bendición”, se referirá por lo general a 2 Corintios 1:15. Allí Pablo escribe a los corintios (quienes como se declara varias veces en su primera epístola estaban santificados), y dice: “Y con esta confianza quise primero ir a vosotros para que tuvieseis una segunda gracia”. Al margen se lee “una segunda bendición”. De esta sencilla expresión se ha creado un imponente sistema. Se enseña que como resultado de la primera visita del apóstol Pablo a Corinto muchos habían sido justificados. Pero la mente carnal permanecía en ellos, la manifestaban en varias maneras, y por esto él les reprende en la primera carta. Ahora él ansía volver a ellos, esta vez no tanto a predicar el Evangelio, sino más bien a conducir algunas “reuniones de santidad”, a fin de que fueran santificadas.
¡Una teoría ingeniosa, sin duda!, pero todo se derrumba cuando el estudiante de las Escrituras observa que los santos carnales de la primera epístola estaban santificados en Cristo Jesús (capítulo 1:2); habían recibido el Espíritu de Dios (capítulo 2:12); eran habitados por ese mismo Espíritu (capítulo 3:16) y, como ya hemos notado con alguna extensión, estaban “lavados, santificados y justificados en el Nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (capítulo 6:11).
¿Cuál era, entonces, la segunda bendición que el apóstol Pablo deseaba para ellos? Para empezar diremos que no se trataba de la segunda bendición en absoluto, sino de una segunda bendición. Habían sido bendecidos por su ministerio entre ellos, en la primera ocasión, habiendo aprendido de sus labios, y visto manifestada en su comportamiento, la verdad de Dios. Como cualquier pastor que lo es de verdad y de corazón, él anhela visitarlos otra vez, para una vez más ministrar entre ellos, a fin de que puedan recibir bendición, o beneficio, en una segunda ocasión. ¿Qué podría ser más sencillo, si la mente no estuviera confundida por una enseñanza errada, la cual lleva a uno a leer sus propios pensamientos en las Escrituras, en vez de aprender de ellas?
Desde el momento mismo de su conversión los creyentes están “bendecidos con todas las bendiciones espirituales en lugares celestiales en Cristo”, y el Espíritu es dado para que nos guíe al disfrute del bien que es nuestro ya. “Todo es vuestro” fue escrito no a personas perfectas en su conducta, sino a los mismos corintios que hemos estado considerando, y esto antes que recibieran, por medio del apóstol Pablo, un segundo beneficio.