Santificación por la Palabra de Dios: Resultados externos

 
En Su oración pontifical, en el capítulo 17 del Evangelio de San Juan, nuestro Señor dice con referencia a los hombres que el Padre le había dado: “No son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo. Santifícalos en Tu verdad; Tu palabra es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, también los he enviado al mundo. Y por ellos Yo me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (versículos 16-19). Este precioso pasaje puede ser muy bien la introducción al tema de la santificación práctica —la justa ordenación de nuestra conducta exterior— y la conformación de todo a la voluntad revelada de Dios.
Antes de proseguir sería muy bueno que fijáramos en nuestra mente que la santificación por la Palabra está íntimamente relacionada con la santificación del Espíritu, a la cual nuestra atención ha sido dirigida ya. El Espíritu obra dentro de nosotros. La Palabra, la cual está fuera de nosotros es, no obstante, el medio usado para efectuar la obra dentro de nosotros. He tratado ambos aspectos separadamente, con toda intención, a fin de conseguir que estuviera más clara en nuestra mente, la distinción entre la santificación del Espíritu en nosotros, la cual constituye el comienzo mismo de la obra de Dios en nuestras almas, y luego la aplicación de la Palabra a nuestra conducta exterior. El nuevo nacimiento es nuestra introducción en la familia de Dios; pero aún nacidos de nuevo, podemos estar a oscuras en muchas cosas, y necesitamos la luz de la Palabra para esclarecer nuestras mentes descaminadas. Mas por medio de la santificación del Espíritu somos traídos a la sangre del rociamiento: comprendemos que sólo la muerte expiatoria de Cristo puede aprovechar a nuestros pecados. Somos santificados por la muerte de Cristo y aptos para apreciar nuestra posición delante de Dios. Es ahora cuando la vida de fe comienza, verdaderamente, y de allí en adelante necesitamos, diariamente, la santificación por la verdad, o por la Palabra de Dios, de que hablara el Señor.
Es evidente que, por la naturaleza en sí de las cosas, ésta no puede ser lo que muchos, ignorantemente, han dado en llamar “una definida segunda obra de gracia”.
Es, por el contrario, una vida —una obra progresiva que sigue siempre adelante—, que debe siempre seguir adelante hasta que yo haya pasado de la escena en la cual necesito instrucción diaria en cuanto a mi manera de vivir, la cual, sólo la Palabra de Dios puede impartir. Si la santificación, en su sentido práctico, es por la Palabra, nunca seré enteramente santificado, en este aspecto de ella, hasta conocer esa Palabra perfectamente, sin que la esté violando en ningún particular. Entre tanto permanezca en este mundo, necesito nutrirme siempre de esa Palabra, para entenderla mejor, para aprender más plenamente su significado; y a medida que aprendo de ella la mente de Dios, soy llamado diariamente a juzgar en mí mismo todo lo que es contrario a la creciente luz que recibo, y a rendir hoy mayor obediencia que ayer. De este modo soy santificado por la verdad.
A este mismo fin es que el Señor se ha santificado o se ha apartado a Sí Mismo. Ha subido al cielo para velar desde allí por los Suyos, para ser nuestro Pontífice para con Dios, en vista de nuestra flaqueza, y nuestro Abogado para con el Padre, en vista de nuestros pecados. Él está allí también como el objeto dé nuestros corazones. Somos llamados ahora a correr con paciencia nuestra carrera, mirando a Cristo, con el Espíritu dentro de nosotros y la Palabra en nuestras manos, para ser lámpara a nuestros pies y lumbre a nuestro camino. Según la evaluamos y somos regidos por su preciosa verdad, verificada en el poder del Espíritu, somos santificados por Dios el Padre y por nuestro Señor Jesucristo mismo. Porque en Juan 17 Él pide del Padre: “Santifícalos por Tu verdad”. En Efesios 5:25-26, leemos: “Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella, para santificarla, limpiándola en el lavacro del agua por la Palabra”. Aquí es Cristo el santificador, pues Él siempre pudo decir: “El Padre y Yo una cosa somos”. Aquí, como en Juan, la santificación es claramente progresiva, y en efecto, ese lavacro de Efesios está preciosamente ilustrado en un capítulo anterior de Juan —el capítulo 13. Allí vemos a nuestro Señor, en plena conciencia de ser el Hijo Eterno, descendiendo hasta el lugar de un siervo, ceñido para lavar los pies de Sus discípulos. El lavamiento de los pies es indicativo de limpieza de conducta; y todo el pasaje constituye un cuadro simbólico de la obra en la cual Él ha estado ocupado desde Su ascensión al cielo. Él ha estado preservando los pies de Sus santos, al limpiarlos de lo sucio del camino —de las manchas de tierra que están prestas a adherirse a los pies que caminan en sandalias, del peregrino que recorre las rutas de este mundo.
Él dice a cada uno de nosotros como dijo a Pedro: “Si no te lavare no tendrás parte conmigo”. Parte en Él la tenemos a base de Su obra expiatoria y como resultado de la vida que Él da. Parte con Él, o comunión diaria, la poseemos, solamente, según que seamos santificados por el agua de la Palabra.
Que toda la escena fue alegórica se hace evidente de Sus palabras a Pedro: “Lo que hago, tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después”. El lavamiento literal de los pies era cosa conocida y entendida por Pedro. El lavamiento espiritual de los pies lo aprendió cuando fue restaurado por el Señor, después de su lamentable caída. Fue entonces cuando penetró en el significado de las palabras: “El que está bañado1 no necesita sino que lave los pies, más está todo limpio”. El significado no es difícil de captar. Cada creyente está bañado una vez, y para siempre, en “el lavacro de la regeneración” (Tito 3:5). Ese baño nunca se repite. Ninguno que haya nacido de Dios puede perderse jamás, porque posee una vida que es eterna, y como consecuencia inconfiscable (Juan 10:27-29). En caso de que pifie o peque no necesita ser salvo otra vez. Eso significaría ser bañado una vez más. Pero el que está bañado no necesita que el baño se repita de nuevo porque sus pies se hayan ensuciado. Sólo tiene que lavárselos y está limpio.
Esto mismo ocurre con los cristianos. Hemos sido regenerados una vez, y nunca lo seremos una segunda vez. Pero cuantas veces fallemos otras tantas necesitamos juzgarnos a nosotros mismos por la Palabra, a fin de que seamos limpios en cuanto a nuestro modo de vivir; y en tanto en cuanto demos a esa Palabra su justo lugar, diariamente, en nuestras vidas, tanto más seremos guardados de contaminación, y gozaremos de una ininterrumpida comunión con nuestro Señor y Salvador. “¿Con qué”, pregunta el salmista, “limpiará el joven su camino? Con guardar Tu Palabra”. ¡Cuán necesario es, entonces, escudriñar las Escrituras, y obedecerlas sin reservas, a fin de ser santificados por la verdad! Sin embargo, ¡cuánta indiferencia se nota con frecuencia entre los profesantes de “una segunda bendición” en cuanto a esto mismo! ¡Qué ignorancia de las Escrituras y qué pretensa superioridad a ellas con frecuencia es manifestada! ¡Y todo eso, unido a una profesión de santidad en la carne!
En 1 Tesalonicenses 4:3 hay un pasaje que, divorciado del contexto, a menudo se le considera como decisivo en cuanto a probar que es posible para los creyentes alcanzar un estado de absoluta libertad del pecado innato en este mundo. “Porque la voluntad de Dios es nuestra santificación”. ¿Quién puede negarme el derecho a una perfecta santidad, si la santidad significa eso, y esa es la voluntad de Dios en cuanto a mí? Nadie, seguramente. Pero, ya hemos visto que santificación nunca significa eso, y en este texto menos que en ningún otro. Léanse los primeros ocho versículos, los cuales forman un párrafo completo, y juzgue usted mismo. El asunto a que se contraen estos versículos es la pureza personal. La santificación de que se habla allí es guardar el cuerpo de prácticas impuras, y la mente de lascivia.
La más grosera inmoralidad estuvo siempre unida a, y aún formó parte del, culto a los ídolos. La mitología griega había deificado las pasiones del hombre caído, y estos cristianos de Tesalónica acababan de “volverse de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero”. De aquí la necesidad de esta exhortación especial a los santos recién convertidos, los cuales estaban viviendo entre aquellos que desvergonzadamente practicaban todas estas cosas. ¡Pensad que esto se invoque a título de libertad del pecado innato! Los santos, como pueblo de Dios, han de caracterizarse por una vida limpia, y no por una vida maculada por las concupiscencias de la carne.
Otro aspecto de esta santificación práctica es traído a nuestra consideración en 2 Timoteo 2:19-22. Podríamos llamarla santificación eclesiástica, pues tiene en vista la actitud del creyente fiel en un día cuando la corrupción se ha entronizado entre los cristianos profesantes, y la iglesia en general, vista en su carácter de casa de Dios, se ha arruinado y convertido en una casa grande, en la cual el bien y el mal se hallan juntos. Es muy solemne pensar que mientras aquí y en otras Escrituras el que quiere andar con Dios es llamado a separarse de las asociaciones impuras, y de la comunión con multitudes amalgamadas, aunque estas se hallen en lo que se denomina a sí misma la Iglesia, existen grandes números que testifican “vivir sin pecado”, quienes, no obstante estar unidos en “llamadas iglesias” (y con frecuencia en otras formas de comunión) con inconversos y cristianos profesantes, quienes no son santos en cuanto a su vida y no son sanos en cuanto a la fe. Para beneficio de los tales será bueno examinar el pasaje en detalle.
En los párrafos que siguen me valdré de un tratado que escribí hace algún tiempo sobre este asunto, bajo el título “¿De qué somos llamados a limpiarnos en 2 Timoteo 2?”.
El Apóstol ha estado llamando la atención de Timoteo hacia la evidencia de una creciente apostasía. Le advierte contra la contienda de palabras (versículo 14), las profanas parlerías (versículo 16), y señala a dos hombres, Himeneo y Fileto, en el versículo 17, quienes se han dedicado a estas impías especulaciones y por ellas, aunque aceptados por muchos como maestros cristianos, trastornan la fe de algunos. Y esto no es sino el comienzo, como lo demuestra el capítulo que sigue, porque “los malos hombres y los engañadores, irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13).
Me doy cuenta de que el primer versículo del capítulo 3 sigue al versículo 18 del capítulo 2 de un modo ordenado y cohesivo. El Apóstol ve en Himeneo y Fileto el comienzo de una horrible cosecha de iniquidad que pronto habría de sofocar todo lo que es de Dios.
Seguid con estos hombres, escuchadlos, comunicad con ellos, dadle vuestro endoso en alguna forma, y pronto perderéis toda capacidad para discernir entre el bien y el mal y para “separar lo precioso de lo vil”.
Pero antes de presentar el cuadro completo de las condiciones que se iban infiltrando rápidamente, se da a Timoteo una palabra de aliento e instrucción en cuanto al camino que él mismo debía seguir cuando las cosas llegaran a un estado en que no fuera posible ya limpiar el mal de la iglesia visible.
“Pero el fundamento de Dios está firme teniendo este sello; conoce el Señor a los que son Suyos; y apártese de iniquidad todo aquel que invoca el Nombre de Cristo” (versículo 19). Este es el incentivo para la fe, y aquí también vemos la responsabilidad de los fieles en un día de ruina. La fe dice: Crezca el mal todo lo que quiera —abunde la iniquidad y enfríese la caridad de muchos— sea absorbido por la apostasía todo lo que parece ser de Dios en la tierra; no obstante, el fundamento de Dios está firme, porque Cristo ha declarado: “Sobre esta roca edificaré Mi Asamblea, y las puertas del hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18, traducción J. N. Darby).
Esto plantea la cuestión de responsabilidad. Yo no puedo permanecer vinculado al mal, protestando, quizás, pero teniendo comunión todavía con él, aunque con reserva y a medias. Estoy llamado a separarme de él. Al hacerlo así puede que parezca que estoy separando de amados hijos de Dios y de queridos siervos de Cristo. Pero esto es necesario si ellos no juzgan el estado de apostasía. Para hacer clara mi responsabilidad se usa una ilustración en el versículo 20: “Mas en una casa grande, no solamente hay vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y asimismo unos para honra y otros para deshonra”. La “casa grande” es la cristiandad en su condición actual, donde el bien y el mal, los salvados y los perdidos, lo santo y lo no santo, están todos mezclados. En 1 Timoteo 3:15 leemos: “la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y apoyo de la verdad”. Esto es lo que la Iglesia ha debido ser siempre. Pero ¡ah! pronto se desvió de tan bendito ideal y se convirtió en una gran casa del hombre, en la cual se hallan todas clases de vasos, hechos de muy distintos materiales y para muy distintos usos. Hay vasos de oro y de plata para usarse en el comedor; y vasos de madera y de barro para que se usen en la cocina y otras partes de la casa, los cuales a menudo se dejan que se ensucien extremadamente, y a lo mejor, se mantienen a distancia de las lujosas vajillas que están en las habitaciones superiores, las cuales son dúctiles a desconcharse y a mancharse.
“Así que si alguno se limpiare de éstos, será vaso para honra, santificado, y útil para los usos del Señor, y aparejado para toda buena obra” (versículo 21)2. La parábola tiene su aplicación aquí. Puede notarse que los vasos son personas. Y, así como el platón valioso puede permanecer sucio junto a un cúmulo de utensilios de cocina, esperando ser lavado y entonces ser cuidadosamente separado de los vasos destinados a usos más viles, del mismo modo Timoteo (y cualquier otra alma verdaderamente ejercitada) es llamado a tomar un lugar aparte, a “limpiarse” de esa mixtura, para que pueda ser en verdad “un vaso de honra, santificado, y útil para los usos del Señor, y aparejado para toda buena obra”.
Está muy claro que esta “santificación” es muy distinta a la obra del Espíritu en el alma en los comienzos de la nueva vida, o al efecto de la obra de Cristo en la cruz, por medio de la cual somos apartados para Dios eternamente. Esta santificación es una cosa práctica, relacionada con la cuestión de nuestras asociaciones como cristianos. Dejadme proseguir con la ilustración, y todo se aclarará.
El dueño de la casa grande trae a ella un amigo. Desea servirle un refresco. Se dirige al aparador en busca de una copa de plata, pero no hay ninguna a la vista. Se llama a un sirviente o se inquiere de él sobre dónde conseguir la copa deseada. ¡Ah, las copas están abajo en la cocina, esperando ser lavadas y separadas del resto de los vasos de la familia! El dueño, indignado, envía al siervo a buscar una, el cual regresa pronto con un vaso limpio, apartado del montón de vasos mugrientos que quedan abajo; y separado de este modo y limpio, está aparejado para el uso del dueño de la casa.
Lo mismo acontece en relación con el hombre de Dios que se ha limpiado de todo lo que es contrario a la verdad y a la santidad de Dios. Es santificado, o separado, y de esta manera se convierte en un cristiano “útil para los usos del Señor”.
Desde luego, no basta con la separación. Detenerse allí, podría convertir a uno en un fariseo de la peor calaña; como en efecto y desgraciadamente esto ha ocurrido con bastante frecuencia. Pero aquel que se ha separado del mal es mandado ahora a “huir de los deseos juveniles; y a seguir la justicia, la fe, la caridad, la paz, con los que invocan al Señor de puro corazón”. ¡Para lograr esto cuán necesaria es la aplicación divina de la Palabra de Dios, en el poder del Espíritu a todos nuestros pasos!
Y esto, como ya hemos visto, constituye verdadero lavamiento de los pies. Por medio de la Palabra somos limpiados en el nuevo nacimiento. “Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15:13). Esa palabra es comparada a agua por su efecto purificador y refrescante sobre aquel que se somete a ella. En ella hallo instrucción para cada detalle de la vida de fe. Ella me enseña cómo debo comportarme entre la familia, en la Iglesia, y en el mundo. Si la obedezco la contaminación desaparece de mi vida; tal cual la aplicación del agua limpia mi cuerpo de sucio material.
Jamás alcanzaré tan exaltado estado en la tierra que me permita decir honradamente: “Ahora soy enteramente santificado; ya no necesito que la Palabra me limpie. Mientras permanezca en esta escena estoy llamado a “seguir la paz con todos, y la santidad (o santificación), sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). Este pasaje, bien entendido, corta de raíz toda la teoría perfeccionista. ¡A pesar de ser así, ningún versículo es más citado, o mejor, mal citado, con mayor frecuencia, en las reuniones de la profesa “santidad”.
Obsérvese cuidadosamente lo que aquí se ordena. Hemos de seguir dos cosas: paz con todos los hombres, y santidad. El que no sigue estas, no verá jamás al Señor. Pero, no seguimos aquello que ya hemos alcanzado. ¿Quién ha alcanzado la paz con todos los hombres? Cuántos tienen que exclamar con el salmista: “Yo soy pacífico; mas así que hablo, me hacen guerra” (Salmo 120:7). Y ¿quién ha alcanzado la santidad en su sentido pleno? No tú, amado lector, ni yo; “porque todos ofendemos en muchas cosas” (Santiago 3:2). Pero cada creyente real, cada alma verdaderamente convertida, todo el que ha recibido el Espíritu de adopción, sí sigue la santidad y anhela el momento cuando, en la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo “Él transformará el cuerpo de nuestra bajeza, para ser conformado al cuerpo de Su gloria” (Filipenses 3:21). Entonces habremos alcanzado nuestra meta. Entonces habremos llegado a ser absolutamente y para siempre, santos.
Por eso, cuando el Apóstol escribe a los tesalonicenses, en vista de ese glorioso acontecimiento, dice: “Apartaos de toda especie de mal. Y el Dios de paz os santifique en todo; para que vuestro espíritu y alma y cuerpo sea guardado entero sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os ha llamado; el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:22-24). Esta será la grata consumación para todos los que aquí en la tierra, como extranjeros y peregrinos, siguen la paz y la santidad, y de este modo manifiestan la naturaleza divina y los frutos del Espíritu.
Pero mientras permanecen en el desierto de este mundo necesitan recurrir diariamente al lavacro del agua —la Palabra purificadora de Dios— el cual estaba, en la antigüedad, entre el altar y el lugar santo. Cuando todos estemos reunidos en nuestro hogar en el cielo ya no se necesitará el agua para librarnos de contaminación. En aquella escena de santidad, por tanto, no existe el lavacro; sino que delante del trono Juan vio un mar de vidrio, claro como el cristal, sobre el cual estaban parados los redimidos, habiendo terminado sus luchas y sus pruebas.
Así que por toda la eternidad descansaremos sobre la Palabra de Dios como un mar de cristal, no necesaria ya para nuestra santificación, pues seremos presentados irreprensibles delante de Su gloria con grande alegría.
Cumpliráse nuestro anhelo,
En el día en que sin velo
Le veremos en el cielo—
Al Señor Jesús.
Himnario Mensajes del Amor de Dios, no 498
 
1. Esta palabra significa un baño total, y difiere del término “lavar” usado por el Señor más adelante.
2. [Nota del Traductor:] Este versículo se traduce mejor como en la traducción J. N. Darby: “Si alguno se purificare de estos al separarse de ellos, será un vaso para honra”, etc.