Prefacio

 
Por más de doce años he estado considerando lo aconsejable que sería escribir el contenido de las páginas que siguen. Me pareció antes que existían buenas razones por las cuales no sería sabio hacerlo, pero ahora me parece haber muchas más para acometer la empresa.
Las dos razones principales que hasta aquí me habían impedido escribirlas son estas:
(a) Por envolver estas páginas necesariamente un caudal de experiencia personal. Esto desagrada a muchos, y a ninguno más que a mí mismo. Pero recientemente he sido impresionado por las muchas ocasiones en que el Apóstol Pablo usa su propia experiencia personal como una advertencia y una lección para aquellos que pudieran estar confiando en la carne. Sólo por esto he sido finalmente persuadido a narrar mis propios esfuerzos para alcanzar la perfección, siguiendo la llamada “enseñanza de la santidad”. Seguramente que no puede existir contra mí acusación de gloriarme en mí mismo al así hacerlo. Es muy humillante mi experiencia a este respecto para incurrir en tal falta. Tampoco procuro la satisfacción mórbida de contar en detalles mis fracasos. Mas para este recuento de mis pasados errores y de mi bienaventuranza del presente, no cuento solamente con el ejemplo apostólico, sino también con el libro de Eclesiastés, el cual es un relato que persigue el mismo fin, escrito para que otros puedan escapar de la angustia y desengaño que conlleva recorrer el mismo desalentador camino.
(b) Porque es difícil escribir un relato como este sin que tenga la implicación de una crítica a la organización a que pertenecí una vez, tanto en cuanto a sus métodos como en lo que se refiere a sus doctrinas. Me resisto a creer que sea ese el fin perseguido. Siento la mayor simpatía por la gran obra que se está efectuando entre el hampa de las grandes ciudades del mundo por estos abnegados obreros, y no escribiría una sola palabra que pudiera servir de obstáculo a quien procurara la salvación de esos desechos humanos que se hallan extraviados del camino de una buena conducta social. Sólo lamento que a los convertidos no se les ofrezca un evangelio más claro primero y más instrucción escritural más tarde. Muchos de mis antiguos “camaradas” se hallan aún esforzándose, al igual que lo hice yo una vez, en el que ellos creen ser un “Ejército” establecido y dirigido por Dios, cuya enseñanza ellos estiman estar enteramente de conformidad con las Escrituras, y yo bien sé que el presente relato ha de causar pena a algunos de ellos. Con mucho gusto les ahorraría esa pena, si pudiera hacerlo. Pero cuando pienso en las miles de personas que anualmente son descorazonadas y desalentadas por medio de su enseñanza; cuando pienso que cientos de personas son anualmente arrastradas hacia las garras de la infelicidad por medio del derrumbamiento de su vano esfuerzo por alcanzar lo inalcanzable; que veintenas de personas han perdido la razón, siendo en la actualidad internados en asilos para dementes, debido a la tortura y angustia mentales resultantes de su amarga decepción sufrida en la búsqueda de santidad, no creo que razones de orden sentimental me deban privar de exponer la verdad escueta, en la esperanza de que bajo la bendición de Dios ella pueda conducir a muchos a encontrar en Cristo mismo aquella santificación que no pueden hallar jamás en otra parte, y en Su cruz aquella manifestación de amor perfecto, la cual buscarán en vano en sus propias vidas y en sus corazones.
Por tanto lanzo a la publicidad estas páginas con la oración de que tanto sus partes experimentales como las doctrinales sirvan de ayuda a muchos y no sean obstáculo para ninguno; y al encomendarlas a la inteligencia espiritual del lector deseo pedirle con todo fervor que “lo escudriñe todo y retenga lo bueno”.