A la mañana siguiente, algunos de los pensionistas en el cuarto grande de la planta baja, recordaron haber oído ruidos en el silencio de la noche que los había despertado. Algunos afirmaban que había sido sólo el viento que se oía aullar en la chimenea, pero otros estaban seguros de que hubo música, y comentaron que quizá el viejito en el ático se había estado entreteniendo a medianoche con el organillo.
—No puede ser –dijo la dueña de la pensión cuando se enteró del asunto—él nunca volverá a tocar. Según el doctor, se está muriendo.
—Vaya y pregúntele si no estuvo tocando su organillo a medianoche –dijo un hombre desde uno de los rincones del cuarto— le juego que sí estaba tocando.
La dueña subió las escaleras para satisfacer su curiosidad, y llamó a la puerta del ático. Nadie contestó, así que la abrió y entró. Cristi estaba profundamente dormido, estirado en la cama donde yacía el cuerpo de su viejo patrón. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas, y descansaba la cabeza sobre una de las manos arrugadas y frías del viejito Treffy. La dueña se quedó muy seria, e instintivamente se estremeció ante la presencia de la muerte.
Cristi se despertó sobresaltado, y la miró desconcertado. Al principio no se acordaba de lo que había pasado. Pero enseguida recordó todo, y se dio vuelta lanzando un gemido.
La señora, se sintió conmovida por el dolor del muchacho, pero era una mujer áspera, y no sabía cómo mostrar su compasión. Cristi se sintió aliviado cuando ella se fue y lo dejó solo. En cuanto reinó el silencio en la casa, trajo a un vecino para atender el cuerpo del viejito Treffy, y luego salió para avisarle al predicador.
Al predicador le dio mucha lástima ver el sufrimiento del muchacho. Una vez más lo encomendó a su Padre amante, al Amigo que nunca lo dejaría ni lo abandonaría. Y cuando Cristi se había retirado, una vez más se arrodilló y agradeció a Dios de todo corazón por haberle permitido ser el pobre y débil instrumento para traerle esta alma. Habría al menos uno en la hermosa puerta del “Hogar, dulce hogar”, esperándolo. El viejito Treffy lo estaría esperando. ¡Qué bueno había sido Dios con él! Fue con un corazón agradecido que se sentó para preparar su próximo sermón, que sería sobre la última estrofa del himno. Y lo que acababa de enterarse acerca del viejito Treffy lo ayudó mucho a palpar la realidad de la ciudad luminosa de la cual iba a predicar.
El predicador buscó ansiosamente a Cristi cuando entró en el salón de la misión lleno de gente el domingo a la noche. Sí, allí estaba Cristi, sentado como siempre en el primer banco, con su rostro muy pálido y alicaído, y con la mirada baja y triste. Y cuando cantaban el himno, el predicador notó las lágrimas que corrían por sus mejillas, aunque se las secaba con la manga en cuanto aparecían. Pero Cristi levantó la vista casi con una sonrisa cuando leyó su texto. Era Apocalipsis 7:14, 15: “Estos son los que han venido de grande tribulación, y han lavado sus ropas, y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios”.
—Esta noche –dijo el predicador—, voy a hablar del “Hogar, dulce hogar” y de los que allí moran, la gran multitud de los redimidos. Es un lugar muy santo. No hay ni una manchita en las calles de oro, el mal no existe en la ciudad. El tentador no puede entrar allí. Se desconoce el pecado. Todo es muy, muy santo. En las ropas blancas de los que allí moran no hay ninguna mancha; sus ropas son puras y limpias, impecables, brillantes y blancas. No hay nada que pueda ensuciarlas, nada para arruinar su hermosura, han sido blanqueadas para siempre en la sangre del Cordero, y por eso están delante del trono de Dios.
—Nunca olviden –siguió diciendo—que esta es la única manera de poder estar delante de ese trono. Tener buena voluntad, no los llevará allí, ser mejor que otros, no servirá para nada. Si de hecho van a entrar en el cielo, tendrán que ser lavados y blanqueados en la sangre del Cordero.
—San Juan nos ha dado una vislumbre del cielo. Vio una gran multitud de los redimidos que cantaban un canto nuevo para alabar al que los había redimido. Y desde la época de San Juan ¡cuántos se han sumado a esa multitud! Cada día, cada hora, casi cada momento, un alma llega a las puertas de la ciudad. Y las puertas de perlas se abren para cada alma lavada en la sangre de Jesús. Todos están vestidos con ropaje blanco, y al caminar por las calles de oro y presentarse ante el trono de gloria, se unen a ese canto que nunca pasará de moda: “Amén: La bendición y la gloria y la sabiduría, y la acción de gracias y la honra y la potencia y la fortaleza, sean a nuestro Dios para siempre jamás. Amén.”
—Queridos amigos, ¿se sumarán ustedes a esa multitud? Este es un mundo oscuro, triste, moribundo, ¿se contentarán con que éste sea su todo? ¿Se contentarán con nunca entrar en el “Hogar, dulce hogar”? ¿Demorarán venir a la fuente, pero luego despertar y encontrarse con que han quedado afuera de la ciudad luminosa, afuera para siempre? Un anciano, con quien estuve conversando la semana pasada, está celebrando su primer domingo en esa ciudad luminosa.
Ante estas palabras, el salón quedó en total silencio, y Cristi se dijo para sus adentros: “Se refiere al señor Treffy, estoy seguro que sí.”
—Era un pobre anciano manchado por el pecado –siguió diciendo el predicador—, pero creyó en Jesús, acudió a la sangre de Cristo para ser lavado, y estando aún aquí fue blanqueado más blanco que la nieve. Y dos noches atrás el querido Señor llamó al anciano y se lo llevó a su hogar. No había ninguna marca de pecado en su alma, por lo tanto, las puertas se abrieron para él, y ahora viste la ropa blanca de los redimidos por Cristo: “sin falta ni mancha, sin falta ni mancha, ¡seguro en aquel hogar feliz!”.
—Si me enterara yo el domingo que viene, que usted ha muerto, ¿podría decir lo mismo de usted? Mientras nosotros nos reunimos aquí, ¿estaría usted en el “Hogar, dulce hogar”? ¿Ha sido lavado en la preciosa sangre de Cristo? ¿Ha sido realmente perdonado? ¿Ha acudido realmente a Jesús?
—Les ruego que cada uno conteste esa pregunta en su propio corazón –dijo con mucha intensidad—. Quiero encontrarme algún día con cada uno de ustedes en el “Hogar, dulce, hogar”. Creo que cuando Dios me lleve allí los estaré buscando, y ¡cuánto anhelo ver a cada uno de ustedes allí, en nuestro hogar!
—No puedo decir más esta noche –dijo el predicador—, pero estoy muy emocionado. Dios permita que cada uno de ustedes pueda ser lavado ahora en la sangre de Jesús, y ser blanqueado en esta vida, más blanco que la nieve, para luego decir con un corazón agradecido: “Señor, trabajaré para ti, te amaré y te serviré todo lo que pueda...
Hasta que ropaje blanco como la nieve
Con los redimidos yo he de vestir,
Sin falta y sin mancha,
Sin falta y sin mancha,
¡Seguro en aquel hogar feliz!”
Terminó el culto, y la congregación se retiró. Pero Cristi se quedó en el banco donde estaba sentado. Cubrió su rostro con las manos, y no levantó la cabeza ni cuando el predicador le puso la mano suavemente en el hombro.
—¡Ay! –sollozó al fin—. Quiero irme a ese hogar. Mamá se ha ido, el viejito Treffy se ha ido, y yo me quiero ir también.
El predicador tomó la manita morena del niño en las suyas, y dijo:
—Cristi, pobrecito Cristi, al Señor no le gusta tenerte fuera de las puertas, pero tiene trabajo para que tú hagas todavía, y luego se abrirán las puertas, y aquel hogar será aún más dulce después de los días oscuros aquí en la tierra.
El predicador siguió consolándolo con palabras bondadosas y cariñosas, luego oró una vez más con él, y Cristi pudo retirarse con menos pesar. Pero no podía dejar de pensar en el domingo anterior, cuando se había apurado para regresar a casa y contarle a Treffy la tercera estrofa del himno.
Esta noche no había nadie a quien Cristi le pudiera contar lo que había oído. Esperó un minuto a la puerta del ático, como si casi tuviera miedo de entrar, pero eso fue sólo un minuto, y cuando entró desapareció su temor.
Ya se ponía el sol, y algunos rayos de gloria caían sobre el rostro de Treffy que yacía en la cama. Le pareció a Cristi como que venían derechito de la ciudad de oro, había algo tan luminoso y tan celestial en ellos. Y Cristi se imaginó que Treffy sonreía. Sería su imaginación, pero le gustó pensar que así era.
Luego fue a la ventana del ático y miró afuera. Casi le pareció ver la ciudad de oro, lejos, entre esas nubes maravillosas y luminosas. Era un pensamiento extraño y feliz pensar que allí estaba Treffy. ¡Qué cambio para él de este ático oscuro! ¡Ah, qué luminoso le parecería el cielo a su anciano querido!
Cristi hubiera dado cualquier cosa por ver siquiera un minuto lo que Treffy estaba haciendo.
“¿Le contará a Jesús acerca de mí, de cómo quiero irme a ese hogar”? se preguntó.
Y cuando ya se había puesto el sol, y la luz iba desapareciendo, Cristi se arrodilló en el crepúsculo, y dijo de todo corazón:
—Señor, por favor dame paciencia, y por favor llévame algún día a vivir contigo y con el viejito Treffy en el “Hogar, dulce hogar”.