Capítulo 12: Cristi Es Bien Atendido

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—¿Qué le pasa al muchachito? –le preguntó la mañana siguiente uno de los hombres a la dueña, cuando ésta preparaba el desayuno—. Tiene fiebre o algo parecido. Estuvo hablando de una y otra cosa toda la noche. Yo tenía dolor de muelas, y no pude dormir. Y el chico no dejó de hablar en toda la noche.
—¿De qué hablaba? –preguntó otro hombre.
—Un montón de tonterías –dijo el primero—. Ciudades luminosas, entierros y campanillas, y una vez se levantó y comenzó a cantar. Me extraña que no lo hayan escuchado.
—No te extrañe. Estaba tan cansado, que ni un terremoto me hubiera despertado. ¿Qué cantaba?
—Uno de esos cantos de su viejo organillo. Supongo que los tiene en la cabeza y no se los puede sacar. Creo que anoche estaba tratando de cantar “Hogar, dulce hogar”.
Con esto, el hombre salió para su trabajo.
—Bien, patrona –dijo otro—, si el muchacho está enfermo, cuanto antes lo saque de aquí mejor; no sea que nos contagie a todos.
Cuando todos los hombres se habían ido, la dueña se acercó a Cristi para ver si realmente estaba enfermo. Trató de despertarlo, pero él la miró con una mirada perdida, y no parecía reconocerla. Lo levantó en sus brazos y lo llevó a un cuartito oscuro debajo de las escaleras que estaba lleno de cajas y basura. No era una mujer mala, no podía echar al pobre niño a la calle en la condición que se encontraba. Le armó una camita en el piso, y dándole un vaso de agua, lo dejó para seguir con su trabajo. Esa tarde buscó al doctor del distrito para que fuera a verlo, y él le dijo que estaba muy enfermo.
Por muchos días el pequeño Cristi se debatió entre la vida y la muerte. No tenía conciencia de todo lo que pasaba, nunca oía entrar a la dueña, ni la oía salir. Ella era la única persona que se le acercaba, y podía darle muy poca atención porque tenía tanto que hacer. Pero se preguntaba por qué sería que Cristi hablaba con tanta frecuencia de un “Hogar, dulce hogar”. En medio de todos sus desvaríos, seguía con esa idea. Aun en su delirio, el pequeño Cristi añoraba la ciudad luminosa.
Después de un tiempo, Cristi comenzó a mejorar y lentamente, muy lentamente, se le fue la fiebre. Pero estaba tan débil que ni siquiera podía darse vuelta en la cama; y apenas si podía hablar. ¡Qué largos y cansadores le resultaban los días! La dueña había empezado a cansarse de atenderlo, así que Cristi pasaba largas horas sin ver a nadie, ni tener a nadie con quien hablar.
El suyo era un cuartito muy oscuro, iluminado únicamente con la luz del pasillo, y Cristi no podía ver ni siquiera un poquito del cielo azul. Se sentía muy solo en el mundo. Durante todo el día no había más sonido que los gritos lejanos de los niños en la calle, y en las noches podía oír el ruido de los hombres en el cuarto común. Con frecuencia se desvelaba casi toda la noche, escuchaba el tic tac del reloj en las escaleras, y hora tras hora contaba las campanadas. Luego observaba la tenue luz gris que iba entrando en su oscuro rincón, y escuchaba los pasos de los hombres que se iban a su trabajo.
Nadie vino a ver a Cristi. Se extrañaba que el Sr. Wilton no hubiera venido a preguntar por él al ver que no estaba en el culto. ¡Qué alegría le hubiera dado verlo! Pero los días iban pasando, nunca vino, y Cristi se extrañaba más y más. En una ocasión le pidió a la dueña que fuera a buscarlo, pero ella le dijo que no podía molestarse para ir tan lejos.
Si el pequeño Cristi no hubiera tenido un amigo en Jesús, su pequeño corazón se hubiera destrozado en la soledad y desolación de estos días de debilidad. Pero, aunque su fe de a ratos flaqueaba, y estaba muy deprimido, a veces hablaba con Jesús, como con un amigo querido; y de este modo recibía consuelo. Y las palabras que el predicador le había leído a su anciano patrón resonaban siempre en sus oídos:
“No se turbe vuestro corazón”.
No obstante, esas semanas le resultaron muy largas y aburridas. Por fin pudo sentarse en la cama, pero se sentía mareado cuando se movía porque había estado gravemente enfermo, y necesitaba toda clase de comidas nutritivas para poder recobrar sus fuerzas. Pero no había nadie que se ocupara de las necesidades del pobre huérfano. Nadie, excepto el querido Señor; él no lo había olvidado.
Era una tarde pesada y agobiante. A Cristi, acostado en su cama, parecía faltarle el aliento y anhelaba el aire puro. Se sentía medio desmayado y cansado, muy deprimido y desanimado.
—Por favor, querido Señor –dijo en voz alta— envíame alguien que venga a verme.
No había acabado de decir esto cuando se abrió la puerta, y entró el predicador. ¡Era demasiado para el pequeño Cristi! Extendió sus brazos hacia él de puro gozo, y se largó a llorar.
—¿Qué pasa, Cristi? –dijo el predicador— ¿no estás contento de verme?
—¡Creí que nunca vendría y me sentí tan lejos del Hogar! ¡Qué contento estoy de verlo!
El Sr. Wilton le dijo a Cristi que había estado fuera de la ciudad, y que otro predicador lo había remplazado. Pero la noche antes había predicado por primera vez en el salón de la misión desde su regreso, y se había extrañado de no ver a Cristi sentado en la primera fila. Le preguntó a la mujer que limpiaba el salón si lo había visto, y ella le había dicho que Cristi no había vuelto desde que él se había ido de viaje. El predicador quería saber qué pasaba, y por eso vino a verlo lo más pronto posible.
—Y ahora, Cristi –agregó—, cuéntame de estas largas y aburridas semanas.
Pero Cristi estaba ahora tan alegre y contento, que lo que había pasado le parecía una larga pesadilla. Ahora había despertado, y había olvidado su dolor y soledad.
Conversaron alegremente por un rato, y luego el predicador dijo:
—Cristi, tengo una carta acerca de ti, que te voy a leer.
La carta era del papá de la pequeña Mabel, que resultó ser amigo del Sr. Wilton.
“MI QUERIDO AMIGO:
“Hay un pobre muchacho de nombre Cristi (no sé su apellido) que vive en una pensión en la calle Percy. Vivía antes con un anciano organillero, pero creo que éste ya estaba al borde de la muerte hace algunas semanas. Mi querida esposa se encariñó mucho con el muchacho, y mi pequeña Mabel habla frecuentemente de él. Me imagino que debe haber quedado en la miseria. Le agradeceré que lo encuentre usted y le busque un hogar confortable con alguna persona respetable dispuesta a hacer el papel de su mamá.
“Adjunto un cheque para pagar los gastos por ahora. Quisiera que fuera a la escuela un año o dos, y luego quiero, si el muchacho desea servir a Cristo, capacitarlo para trabajar como lector de la Biblia entre la gente más pobre en su barrio.
“Creo que no puedo honrar mejor la memoria de mi querida esposa que hacer lo que ella hubiera deseado con respecto al pequeño Cristi. Haré por él todo lo que ella misma hubiera hecho, de haber vivido.
“Por favor dispénseme por molestarlo con este asunto, pero no quiero dejarlo hasta mi retorno, no sea que perdamos de vista al muchacho. El deprimente ático donde Cristi vivía con su anciano patrón, fue el último lugar donde lo visitó antes de su enfermedad, y siento la responsabilidad por este niño como una obligación sagrada que debo realizar por mi querida esposa, y también por aquel que dijo: ‘En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis.’
“Desde ya agradecido, su amigo
GERALD LINDESAY.”
—Cristi –dijo el predicador—, el Señor ha sido muy bueno contigo.
—Sí, el viejito Treffy tenía razón, ¿no es cierto? –dijo Cristi.
—¿Qué dijo el viejito Treffy?
—Dijo que el Señor tenía algún trabajo para que hiciera para él –dijo Cristi—. Yo no creía que podía haber algo que yo pudiera hacer, pero después de todo me va a dejar hacer algo.
—Sí –dijo el predicador, sonriendo—, ¿qué te parece si le damos las gracias, Cristi?
Entonces se arrodilló al lado de la cama de Cristi y oró. El pequeño Cristi juntó sus dos manos flaquitas y agregó sus palabras de alabanza:
—Oh, Jesús, te doy muchísimas gracias porque tienes algún trabajo que yo pueda hacer por ti, y, si así lo quieres, quedaré fuera de las puertas un tiempito más, a fin de hacer algo para mostrarte cuánto te amo. Amén.”
—Sí, Cristi –dijo el predicador al levantarse para retirarse—. Debes trabajar con un corazón muy amante. Y cuando hayas acabado tu trabajo, vendrá el descanso. Después de la larga espera vendrá el “Hogar, dulce hogar”.