Capítulo 9: Treffy Entra a La Ciudad Celestial

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—Cristi, muchacho –dijo Treffy aquella noche, cuando Cristi le había contado lo que podía recordar del sermón, y le había recitado la tercera estrofa del himno—, el Señor va a tener que apurarse mucho, mucho para prepararme a .
—Quizá no tanto, señor Treffy –dijo Cristi preocupado—, quizá no tanto como usted cree.
—Ya casi se ha cumplido el mes, Cristi, y creo que me estoy acercando mucho a la ciudad celestial, acercando mucho al “Hogar, dulce hogar”. A veces, me parece ya leo las palabras sobre las puertas.
Cristi no pudo responder. Sentado junto al fuego, se tapó el rostro con las manos, y bajó más y más la cabeza. Y, finalmente, aunque había tratado de contenerse, se largó a llorar, lo cual conmovió el corazón del viejito Treffy. Puso cariñosamente su mano sobre la cabeza de Cristi, y por un rato, ninguno de los dos dijo palabra. Cuando el corazón duele mucho, el silencio muchas veces hace más para consolar que las palabras, pero tiene que ser un silencio que brota de un corazón lleno, no de uno vacío. El corazón del viejito Treffy estaba muy lleno de cariño, de melancolía por el pobre Cristi.
—Cristi, muchacho –dijo por fin—, tú no me harías quedar fuera de las puertas, ¿no es cierto?
—No, no, señor Treffy –dijo Cristi—, por nada del mundo haría algo así; lo único es que quisiera ir yo también.
—Me parece, muchacho, que el Señor tiene trabajo para que hagas para él antes de ir. Yo soy un anciano pobre e inútil, tambaleante y tembloroso, así que me va a llevar a mi hogar, pero tú, tú tienes toda la vida por delante, Cristi, ¿no es así?
—Sí –dijo Cristi, con un suspiro, porque pensaba cuánto tiempo tendría que pasar antes de volver a estar con el viejito Treffy, y antes de que las puertas de oro se abrieran para él.
—¿No quisieras hacer algo para el Señor, muchacho, simplemente para mostrarle que lo amas?
—Sí, señor Treffy, eso quisiera –dijo Cristi susurrando.
—Cristi –dijo el viejito Treffy, sentándose súbitamente en la cama—. Daría todo lo que tengo; sí, todo, aun mi viejo organillo y tú sabes cuánto lo amo... pero renunciaría a él y a todo lo demás con tal de tener un año más de vida, un año para mostrarle al Señor que lo amo.
Y con pesar agregó:
—Pensar que dio su vida por mí, y que murió una muerte tan terrible por mí, y yo apenas tengo una pobre miserable semana para demostrarle que lo amo. ¡Ah, Cristi! ¡Ah, muchacho! No aguanto pensar lo desagradecido que parezco.
Ahora le tocó a Cristi ser el consolador:
—Señor Treffy –dijo—, simplemente dígale eso al Señor, estoy seguro que comprenderá.
Treffy juntó al instante las manos y dijo con sinceridad:
—Señor Jesús, de veras te amo, quisiera poder hacer algo por ti, pero sólo me queda una semana de vida, sólo una semana; pero, de veras te doy gracias, y daría cualquier cosa por tener un poco más de vida para mostrarte que te amo. Por favor, por favor comprende lo que te quiero decir. Amén.
Finalizada su oración, el viejito Treffy dio media vuelta en su cama y se quedó dormido. Cristi permaneció un ratito más junto al fuego. En los últimos días había tratado de olvidar qué poco tiempo le quedaba con el anciano, pero ahora estaba muy consciente de ello. Y se sentía muy triste y desolado. Es muy terrible perder al único amigo que uno tiene en el mundo. Es muy espantoso ver delante de uno un nubarrón oscuro y sombrío, y sentir que ese nubarrón está en su camino, y que uno tiene que pasar por él. El pobre Cristi se sentía dominado por el dolor, porque “temía tener que entrar en el nubarrón”. Pero recordó las palabras de Treffy, y dijo de todo corazón:
—Señor Jesús, ayúdame a darte mi vida. Y por favor ayúdame a ser compasivo con el viejito Treffy. Amén.
Luego, algo consolado, se acostó a dormir.
La mañana siguiente miró ansiosamente al viejito Treffy. Parecía más débil que nunca, y a Cristi no le gustaba la idea de tener que dejarlo. Pero les quedaba muy poco dinero, y pareció que Treffy quería que se fuera, así que, lleno de tristeza, Cristi salió a dar sus vueltas con el organillo. Decidió ir al camino suburbano para contarle a la pequeña Mabel y a su mamá lo peor que estaba su querido patrón. Es un gran consuelo contar nuestras tristezas a aquellos a quienes les interesan.
Así fue que Cristi se detuvo delante de la casa con el lindo jardín. La época de las campanillas había pasado, pero ahora las prímulas ocupaban su lugar, y el jardín lucía muy alegre. Pero Cristi no estaba de ánimo para admirarlo, miraba ansiosamente hacia la ventana del cuarto de la pequeña Mabel. Pero no la veía, así que dio vuelta a la manija de su organillo y tocó “Hogar, dulce hogar”, la tonada favorita de ella, para atraer su atención. Un minuto después de comenzar a tocar, vio a la pequeña Mabel que salía a toda prisa de la casa corriendo hacia él. Pero no sonreía como siempre. “Parece haber estado llorando”, pensó Cristi.
—Ay, organillero –dijo—, no toques hoy. Mamá está enferma en cama, y le hace doler la cabeza.
Cristi dejó de tocar inmediatamente. Estaba en medio del coro de “Hogar, dulce hogar”, y el organillo emitió un melancólico quejido al dejar de tocar.
—Lo siento mucho, niña –dijo.
Mabel, de pie frente a él se quedó en silencio, y Cristi, bajó la cabeza para verla mejor, y le dijo con sentimiento y ternura:
—¿Está muy mal, niña?
—Sí –respondió la pequeña—. Creo que sí, porque papá está muy serio, y la niñera no nos deja jugar.
—Y oí que le decía a la cocinera que mamá no iba a mejorar –agregó con un sollozo que brotaba de su corazoncito.
—¡Pobre niña! –dijo Cristi con dolor –¡pobre niña, no te preocupes tanto, por favor, no te preocupes tanto!
Y mientras Cristi seguía mirando a la niñita, por su mejilla cayó una lágrima grandota que cayó sobre el bracito blanco de ella.
De pronto, Mabel levantó la vista.
—Cristi –dijo—, creo que mamá está por irse al “Hogar, dulce hogar” y yo quiero ir también.
—Yo también –dijo Cristi con un suspiro—pero falta mucho, mucho tiempo para que sus puertas se abran para mí.
En ese momento la niñera llamó a Mabel para que entrara, y Cristi se fue triste por su camino. El mundo le parecía muy lleno de problemas. Hasta el cielo estaba nublado, y un viento penetrante del este lo congeló hasta los huesos, quemando las flores primaverales. Los brotes de los árboles se mecían para atrás y para adelante con cada ráfaga, y Cristi casi se sintió mejor porque todo estaba tan gris. Se sentía muy triste y afligido, muy inquieto y desgraciado. Empezó a pensar si Dios lo habría olvidado. El mundo le parecía tan inmenso y desolado. Su viejo patrón se estaba muriendo, su amiguita Mabel tenía problemas, parecía haber dolor por todas partes. Parecía no haber consuelo para el pobre Cristi.
Cansado y agobiado tomó rumbo a la pensión, y se arrastró por las escaleras hasta el ático. Escuchó una voz adentro, una voz baja y suave, que calmó el alma inquieta de Cristi. Era el Sr. Wilton, y le estaba leyendo algo al viejito Treffy.
Treffy estaba sentado en la cama, con una dulce sonrisa en su rostro, escuchando con entusiasmo cada palabra. Y, al entrar Cristi, el predicador estaba leyendo este versículo:
—“La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” Ese es un hermoso versículo para ti, Treffy.
—Sí –dijo Treffy, animándose—, y para el pobre Cristi también, que está muy deprimido, señor.
—Cristi, ¿por qué está turbado tu corazón? –preguntó el predicador poniéndole una mano en el hombro.
Cristi no podía contestar. Se apartó súbitamente del predicador, y tirándose en la cama del viejito Treffy, comenzó a llorar con amargura.
Al predicador se le partía el corazón al ver al pobre Cristi. Se arrodilló a su lado, y poniéndole un brazo alrededor, con una ternura casi maternal, dijo suavemente:
—Cristi, ¿qué te parece si vamos juntos al Señor Jesús y le contamos tu dolor?
Y luego, en palabras muy simples, que Cristi podía comprender, el predicador le pidió al Señor que se acordara del pobre niño solitario para consolarlo y bendecirlo, y hacerle sentir que tenía un Amigo que nunca lo dejaría. Mucho después de que partiera el predicador, cuando el silencio reinaba en el ático y Treffy dormía, Cristi oyó una voz en su corazón que le decía: “No se turbe vuestro corazón”. Y se fue a dormir en paz.
De pronto, lo despertó la voz del anciano:
—Cristi, ¡Cristi, muchacho!
—¿Qué pasa, señor Treffy? –dijo Cristi, saltando de su cama apresuradamente.
—¿Dónde está el viejo organillo, Cristi? –preguntó Treffy.
—Aquí está, señor Treffy, está bien y seguro –dijo Cristi.
—Toca una tonada, Cristi, toca “Hogar, dulce hogar.”
—Es la medianoche, señor Treffy, la gente se preguntará qué pasa—, respondió Cristi.
Pero Treffy no contestó, y Cristi se deslizó a su lado con una luz, y miró su rostro. Estaba muy alterado y extraño. Tenía los ojos cerrados, y había algo en su rostro que Cristi nunca había visto. No sabía qué hacer. Caminó hasta la ventana y miró afuera. El cielo estaba muy oscuro, pero en medio de la oscuridad brillaba una estrella. “No se turbe vuestro corazón” parecía decirle. Y Cristi respondió en voz alta:
—Señor, querido Señor, ayúdame.
Cuando se retiró de la ventana, Treffy volvió a hablar, y Cristi le oyó decir:
—Toca, Cristi, toca el organillo.
Ya no vaciló más. Tomó el organillo, dio vuelta a la manija, y lentamente las notas de “Hogar, dulce hogar” llenaron el oscuro ático. El anciano abrió los ojos cuando Cristi tocaba, y al terminar el canto, llamó al muchacho, y tomándolo, lo acercó lo más posible y susurró:
—Cristi, muchacho, se están abriendo ahora las puertas. Estoy entrando. Toca nuevamente, Cristi.
Qué difícil le resultó tocar las otras tres tonadas, parecían muy fuera de lugar en el cuarto de la muerte.
Pero Treffy no pareció oírlas. Susurraba las palabras de la oración:
—¡Lávame, y seré más blanco que la nieve, más blanco que la nieve!
Y, mientras Cristi tocaba “Hogar, dulce hogar” por segunda vez, los pies cansados del viejito Treffy pasaron por las puertas celestiales. Al fin estaba en su hogar, en su “Hogar, dulce hogar”.
Y el pequeño Cristi quedó afuera.