Capítulo 2: El Encargo Más Importante Dado a Cristi

 •  9 min. read  •  grade level: 11
Listen from:
Ahora la deprimente pensión tenía un encanto para el pequeño Cristi. Noche tras noche regresaba, con tal de oír la tonada de su madre. La dueña empezó a considerarlo como parte de su casa. A veces le daba un trozo de pan, porque todas las noches notaba su rostro hambriento cuando llegaba al cuarto común de la pensión para dormir.
Y todas las noches el viejito Treffy tocaba su organillo, y Cristi subía silenciosamente las escaleras para escucharlo.
Pero una noche, mientras estaba arrodillado junto a la puerta del ático, de pronto la música se detuvo, y Cristi oyó un sonido sordo, pesado, como si algo se hubiera caído al suelo. Esperó un minuto, pero todo estaba quieto, así que levantó el cerrojo cautelosamente y espió dentro del cuarto. Había sólo una luz tenue en el ático, pues el fuego ya se estaba apagando, y el viejito Treffy no tenía una vela. Pero por la luz de la luna que entraba por la ventana, Cristi pudo ver al anciano caído en el suelo con su pobre y viejo organillo a su lado. Hacía un frío tremendo, y Cristi pensó que estaba muerto. Se disponía a ir a llamar a la dueña, cuando el anciano se movió, y le preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué pasa? ¿Quién anda?
—Soy yo, señor Treffy, —dijo Cristi—, soy yo. Estaba escuchando su organillo cuando lo oí caer, por eso entré. ¿Se siente mejor, señor Treffy?
El anciano levantó la cabeza, y miró a su alrededor. Cristi lo ayudó a pararse, y lo llevó hasta su camita de paja en el rincón del ático.
—¿Se siente mejor, señor Treffy? –volvió a preguntar.
—Sí, sí –fue la respuesta—. Es por el frío, muchacho, hace mucho frío ahora de noche, y soy un pobre viejo solitario. Buenas noches.
Diciendo eso, el anciano se quedó dormido. Cristi se acostó a su lado y también se quedó dormido.
Este fue el principio de una amistad entre el viejito Treffy y Cristi. Ambos estaban solos en el mundo, sin amigos y desamparados, y esto los acercó. Cristi era un gran consuelo para Treffy. Le hacía mandados, le limpiaba el viejo ático, y todas las mañanas le bajaba el organillo a la planta baja cuando Treffy salía para dar sus vueltas. A su vez, Treffy le había dado un rincón del ático para dormir, y lo dejaba sentarse junto a su pequeño fuego mientras tocaba su querido y viejo organillo. Cada vez que llegaba a “Hogar, dulce hogar”, Cristi pensaba en su madre, y de lo que le había dicho antes de morir.
—¿Dónde está el “Hogar, dulce hogar,” señor Treffy? –le preguntó una noche.
Treffy recorrió con la vista el desdichado ático, con su techo manchado por el agua y su piso destartalado y podrido, y sintió que no podía llamarlo “Hogar, dulce hogar”.
—Acá no es, Cristi—dijo.
—No, —dijo Cristi pensativamente—, creo que ha de estar muy lejos de aquí, señor Treffy.
—Sí –dijo el anciano—. En alguna parte ha de haber algo mejor.
—Mi mamá solía hablar del cielo —dijo Cristi con un tono de duda—. ¿Será ese el hogar del que hablaba?
Pero el viejito Treffy no sabía nada del cielo, nadie nunca le había contado de un hogar celestial. No obstante, pensó muchas veces en las palabras de Cristi ese día al arrastrarse cansado por las calles con su viejo organillo. Estaba decayendo con mucha rapidez, pobre anciano. Sentía las piernas cada vez más débiles, y llegó medio desmayado al ático. El viento frío lo había calado hasta los huesos.
Cristi había llegado antes que él, había prendido el fuego, calentado el agua y preparado todo para que el viejito Treffy estuviera más cómodo. Se preguntaba qué le pasaría a Treffy esa noche, estaba tan quieto y silencioso, y no pidió su viejo organillo después del té, sino que se acostó en cuanto pudo.
La mañana siguiente estaba demasiado débil para salir, y Cristi se quedó a su lado. Le alcanzaba con ternura lo que quería.
El día siguiente fue lo mismo, y el día después también, hasta que la alacena del ático quedó vacía, y se había acabado el dinero del pobre viejito Treffy.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Cristi? –dijo lastimosamente—. Me parece que ya no puedo salir, ¿a ti qué te parece?
—Tiene razón. No puede –respondió Cristi—. Ni se le ocurra, señor Treffy. A ver, ¿qué podemos hacer? ¿Quiere que yo salga con el organillo?
El viejito Treffy no contestó. Luchaba con un pensamiento: ¿Podía dejar que alguien que no fuera él mismo tocara su querido organillo? Le sería difícil verlo salir, y tener que quedarse, sí muy difícil. Pero Cristi era un muchachito cuidadoso, preferiría confiárselo a él que a ningún otro, y ya había gastado su último centavo. No podía quedarse con las manos cruzadas y morirse de hambre. Sí, el organillo debía salir; pero sería muy triste para él. Estaría tan solo en el oscuro ático cuando Cristi y el organillo no estuvieran allí. Qué día largo y aburrido sería para él.
—Sí, Cristi, mañana puedes llevártelo –dijo por fin—. Pero debes ser muy cuidadoso con él, muchacho, muy cuidadoso.
—Lo seré, señor Treffy—dijo Cristi alegremente—. Ya verá que lo volveré a traer sano y salvo.
¡Qué día fue ese para Cristi! Se levantó aun antes que los pájaros, y mucho antes que los hombres durmiendo en los bancos en el cuarto común. Salió sigilosamente al patio y, a la luz del amanecer, se arrodilló junto a la bomba de agua que todos usaban, y se echó agua en la cara y la nuca hasta haber perdido toda sensación de frío. Se frotó las manos hasta que estaban coloradas como guindas, y tuvo que metérselas en el harapiento saco, para poder sentir que todavía las tenía. Luego, volvió a subir las escaleras y levantando el cerrojo de la puerta del ático con mucho cuidado para no despertar al viejito Treffy, se peinó el enredado cabello con un peine roto, y se acomodó la ropa harapienta lo mejor que pudo.
Ya Cristi estaba listo, y deseaba que se despertara el viejito Treffy y le diera permiso para irse. Empezaban a cantar los gorriones en el alero, y comenzaba a brillar el sol. Se oían ruidos en la casa también, y uno a uno los hombres en el dormitorio se desperezaron y salieron para su trabajo hasta la noche.
Cristi los observó ir por la calle, y se puso aún más impaciente. Por fin, le tocó suavemente la mano al viejito Treffy, quien dijo en una voz sorprendida:
—¿Qué pasa, Cristi, muchacho, qué pasa?
—Ya es de mañana, señor Treffy –dijo Cristi—. ¿Le falta mucho para despertarse?
El anciano se dio vuelta en la cama, y por fin se sentó.
—Ah, Cristi, muchacho, ¡qué buen mozo estás! –dijo Treffy con admiración.
Cristi se paró muy derechito con aire de importancia, y caminó de un lado a otro en el ático, para que Treffy pudiera admirarlo mejor.
—¿Puedo irme ahora, señor Treffy?—preguntó.
—Sí, Cristi, muchacho, vete si quieres—respondió el anciano—, pero tendrás muchísimo cuidado con el organillo, ¿verdad, Cristi?
—Sí, señor Treffy –dijo el muchacho—, seré tan cuidadoso como usted.
—¿Y no le darás vuelta a la manija demasiado rápido, Cristi?
—No, señor Treffy –dijo Cristi—. No la daré vuelta más rápido de lo que lo hace usted.
—Y no te vayas a detener para hablar con los muchachos en la calle, Cristi. A veces son muy groseros, y siempre quieren tonadas nuevas; pero no les hagas caso. Pobrecito organillo, sus tonadas son de antes, como lo soy yo. Pero no les hagas caso a los muchachos, Cristi.
—No, señor Treffy –dijo Cristi—. No les haré más caso que usted.
—Hay una tonada que les gusta mucho –dijo el viejito Treffy reflexivamente—. En realidad, no la conozco. La llaman Marsi Ilesa (Marsellesa) o algo así. Supongo que tiene el nombre de alguno que estuvo en la guerra.
—¿No sabe quién? –preguntó Cristi.
—No –respondió el viejito Treffy—. No me hago problemas por eso. Supongo que habrá sido algún haragán que no cumplía su deber por lo que compusieron un canto para burlarse de él. Pero que sea así o no, Cristi, no lo sé. Supongo que no habría nacido todavía cuando fabricaron mi organillo.
—Bueno, señor Treffy, estoy listo. Hasta luego –dijo Cristi, poniéndose la correa del organillo en el cuello.
Y con un aire de gran importancia, Cristi bajó las viejas escaleras, y salió a la calle marchando triunfalmente. Había allí varios niños, que lo rodearon y miraron con admiración acompañándolo por la calle.
—Danos una tonada, Cristi; haznos oír algo, Cristi –gritaban todos. Pero Cristi meneó la cabeza resueltamente y siguió su marcha. Se sintió aliviado cuando se cansaron de seguirlo y regresaron a sus casas. Ahora se sentía hombre, y siguió adelante seguro de sí mismo.
Y luego comenzó a tocar. ¡Qué momento fue para él!
Muchas veces había dado vuelta la manija del organillo en el solitario y viejo ático, pero eso era muy distinto de tocar en la calle. Allá, nadie más que el viejito Treffy podía escucharlo, quien parado junto a él decía ansiosamente: “Dale vuelta suavemente, Cristi, dale vuelta suavemente”. En cambio, aquí había un gentío que iba y venía. A veces alguno se detenía un minuto, y entonces, ¡qué orgulloso se sentía Cristi! Estaba seguro de que no había otro organillo como el suyo. No le importaba lo que la gente decía de Marsi Ilesa, seguro que no sería tan buena como la “Pobre Ana María”; y en cuanto a “Hogar, dulce hogar”, Cristi por poco se echaba a llorar cada vez que lo tocaba. Cuánto amaba a su mamá, y no podía menos que pensar que ella todavía lo estaba cantando en alguna parte. Se preguntaba dónde estaría ella, y dónde estaría el “Hogar, dulce hogar”. De alguna manera, tendría que averiguarlo.
Y así fue pasando el día, La paciencia de Cristi se vio recompensada con un buen puñado de monedas. Le dio gran satisfacción gastarlas camino a casa para comprar cosas que el viejito Treffy necesitaba, ¡y cuánto disfrutó al contarle al anciano sus aventuras de ese día!
Treffy le dio a Cristi una calurosa bienvenida cuando abrió la puerta del ático, pero sería difícil decir si estaba más contento de ver a Cristi o de ver a su viejo y querido organillo. Lo examinó con cuidado y ternura, pero no pudo encontrar que Cristi le hubiera hecho daño alguno, y lo elogió por ello.
Luego, mientras Cristi preparaba el té, Treffy tocó sus cuatro tonadas, reflexionando con afecto y admiración en “Hogar, dulce hogar”.