Capítulo 14: Arma Secreta

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El chico estaba echado en la cama con una extraña mirada fija. Parecía como si estuviera tratando de mirar algo con sus ojos sin vista. Todo el tiempo lo pasaba murmurando la palabra “Mazengo, Mazengo, Mazengo”. Daudi respiraba pesadamente a mi lado.
—Daudi, ¿quién es Mazengo?
Bwana, es el chiquillo que Mubofu trajo hace unos días, el que tenía neumonía. ¿Te acuerdas?
—Sí —respondí—, ¿el que raptaron la otra noche? —Puse mi mano en el brazo de Mubofu—. ¿Qué pasa, amiguito?
Por un momento pareció volver en sí.
Bwana —dijo tomándome—, quizá se han llevado a Mazengo del hospital. El siempre ha estado en el lugar del jefe, donde ellos almacenan el maíz. Bwana, ayúdale.
Volvió a caer en el delirio. Todo el tiempo repetía “Mazengo, Mazengo, Mazengo”. De repente, se sentó y dio un alarido. Un alarido que me hizo estremecer. Había terror en aquel sonido.
—Quieto, amigo —le dije— quieto, todo está bien.
Bwana, ve con Mazengo, ve con Mazengo. ¿Irás, Bwana?
—Sí, querido —dije—, iré. Tú acuéstate.
Murmuré algo a Daudi y él volvió un momento después con un vaso con un sedante muy potente.
Bwana, ¿de veras que vas con Mazengo? ¿Vas ahora?
—Sí, viejo, pero toma esta como un buen chico.
Tomó hasta la última gota y se echó de nuevo en la cama.
Daudi me dijo:
Bwana, no vayas al lugar de donde viene todo el daño. No lo hagas, Bwana, es peligroso.
—No veo que pueda hacer otra cosa, Daudi. No me necesitan en el hospital y eso puede ser el motivo de diferencia en la recuperación de Mubofu. Por lo menos, puedo intentar.
—Bueno, Bwana, pero lleva tu bhuti (rifle).
—Daudi, llevar un arma será invitar la pelea. Iré solo y sin ningún arma, excepto ésta —le dije mostrándole dos botellas, una con pólvora y una mayor con un tapón de vidrio.
Fui a buscar a Sukuma para ir hasta aquella aldea, pero me encontré con el pobre auto realmente enfermo. Uno de sus neumáticos había sido cortado profundamente con un cuchillo agudo. Los espías de Chikoti habían estado muy activos. No había nada que hacer, fuera de ir en bicicleta, de modo que, con una linterna eléctrica para iluminar mi azaroso camino, pedaleé lo mejor que pude por el rudo sendero. Todo el tiempo tuve la sensación de ser seguido y comprendí que aquélla no era pura imaginación cuando una bandada de pájaros adormecidos salió espantada ruidosamente de un gran árbol kikuyu. Pedaleé con más urgencia que nunca y de repente me detuve y bajé de la bicicleta, llevándola a mi lado hasta la oscuridad de la copa de un baobab al costado del sendero.
Un minuto después dos africanos, vestidos sólo con taparrabos, cada uno de ellos llevando una lanza, pasaron corriendo frente a mí, respirando afanosamente. El camino era ahora muy angosto. Sonreí para mis adentros y silenciosamente monté la bicicleta y pedaleé detrás de ellos en las tinieblas. Era muy difícil conducir, pero pronto apareció a la vista la aldea de Chikoti y pude ver bien más adelante, ante las fogatas, la silueta recortada de los hombres que se presumía me estaban siguiendo. Apresurando la velocidad, encendí repentinamente la linterna sobre sus brillantes espaldas.
Kumbe —dije—, vaya, somos más de uno los que andamos por este camino hoy.
—Sí, Bwana —dijeron con aire de inocencia.
—Es buena cosa —dije— que ustedes llevan las noticias de mi llegada. Vayan ahora al jefe Chikoti y díganle que el bwana está aquí y quiere tener unas palabras con él.
Hice rodar la bicicleta hasta una fogata en el centro de la aldea y me senté en un banquillo de tres patas que me trajo una de las mujeres. La reconocí como una de las que habían estado yendo secretamente para obtener remedios en el hospital. Un silencio cayó sobre toda la aldea interrumpido sólo por el pisotear del ganado en el corral. Sonó la nota aguda de un ave nocturna, una lechuza sobrevoló el fuego y la gente se echó hacia atrás.
—Miren, ituwi (lechuza) —dijeron— ¿acaso no es un ave de la magia negra?
Silenciosamente quité el tapón de la botella grande. El olor picante del éter se dispersó por todo el lugar. La gente olfateó.
Jiiih, ¿qué es eso? —dijeron.
En ese momento, Chikoti apareció en escena. Realmente parecía muy amablemente.
Karibu, Bwana —dijo—, ¿por qué vienes a la aldea en bicicleta a estas horas de la noche?
—Bueno, jefe —dije—, prefiero venir en bicicleta estos días cuando anda suelta la hechicería y los hombres corren silenciosamente en la noche.
El jefe pareció sentirse muy incómodo. La lechuza volvió a sobrevolar el lugar. Yo dije:
—Mira, ¿no anda mucho ituwi esta noche? ¿Es que anda olfateando las hechicerías en el aire? He venido yo a buscar a alguien que fue sacado del hospital. Vaya, ¿no estás muy enojado de que lo hayan hecho, tratándose de Mazengo, tu nieto? Si no vuelve muy pronto al hospital, morirá, porque su enfermedad es muy grave y las medicinas que requiere son muy especiales.
Bwana, sería muy malo que alguno lo saque del hospital —asintió Chikoti.
—Jefe, eso justamente ha sucedido —dije— y ésa es la razón por la que he venido a tu aldea.
Derramé un poco de éter en la palma de mi mano, tomé una astilla encendida y le prendí fuego. Hubo un relámpago de luz y la gente se echó hacia atrás.
Yah, mira —dije—, esto no es magia, es sabiduría, es medicina que usamos en el hospital. ¿Tiene tu hechicero una medicina como ésta?
Volví a sentarme en el banquillo y aguardé el efecto de aquella demostración.
Bwana —dijo Chikoti, sin el mismo tono confiado en la voz—. Mazengo no está en mi aldea.
—¿No está en tu aldea, eh? Bueno, ¿dónde está entonces?
Magu gwegwe (no lo sé), eso es cosa tuya —replicó Chikoti rudamente.
—Fue sacado del hospital por tus hombres.
El africano se encogió de hombros.
—¿Los viste y los reconociste, Bwana? ¡Kah!
Escupió y se dio vuelta.
—¡Espera! —dije en un tono de voz áspero—. Tengo evidencias de que han golpeado y tratado de matar a un niño ciego.
¡Jii! —gruñó el jefe—. Si la gente está enojada porque los propios miembros de su familia son sacados de aquí, eso no es cosa mía y en cuanto a Mazengo, mi nieto, no sé nada.
Me puse de pie de un salto.
—Jefe, estás mintiendo. Está en esta aldea y yo lo sé. Y tú mismo me guiarás al lugar donde está.
El jefe se puso de pie trémulo —estaba un poco borracho— e hizo una señal a un grupo de sus hombres que estaban directamente detrás de él. Se levantaron de un salto. Algunos tenían lanzas, otros garrotes. Retrocedí hasta que tener la fogata entre mí y la guardia de Chikoti.
Yah —espeté—, demuestras tus mentiras por tus acciones.
Al hablar, tomé de mi bolsillo la botella con la pólvora y eché su contenido en mi mano derecha y en un segundo lo lancé al fuego, cubriéndome los ojos al mismo tiempo. Hubo un pantallazo de blanca luz, cuando estalló la pólvora, a la par de las exclamaciones de asombro de Chikoti y sus seguidores. Me saqué la mano de los ojos, con la cual los había protegido del intenso resplandor y vi a mis presuntos atacantes cayendo uno sobre otro, deslumbrados y cegados por la pólvora. Tomé al pasmado Chikoti por el brazo y un minuto después él y yo éramos los únicos seres visibles en la aldea.
—Llévame dónde está —ordené.
Sin una palabra, fue hasta su propia casa. Allí a la luz de una pobre lámpara de keroseno, vi a Mazengo echado en una manta. Poniendo mis dedos en su muñeca, el pulso me indicó que el jefe había dicho la verdad sin quererlo. Me puse de pie.
—Chikoti, ciertamente Mazengo ya no está en tu aldea. Ya ha salido para su último y largo safari.