Capítulo 18: El Clímax De La Batalla

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Una mañana la galería de nuestro dispensario estaba llena de gente. Todos habían venido en busca de remedios y tratamiento. Estaba auscultando el pecho de una niñita africana con mi estetoscopio, en lo que parecía ser la hora tope de nuestro trabajo. El gentío a la puerta quería remedios, medicinas para la tos, quinina, gotas para ojos, gotas para los oídos, gotas para la nariz, y todos parecían decirlo al mismo tiempo. No era que hacían tanto ruido, porque conocían la primera regla del hospital, de que mientras estaban esperando la medicina debían estar muy quietos, pero se podía oír el murmullo permanente y luego, de repente, surgió una voz bajo la ventana, una voz fuerte, que era muy insistente:
Bwana, Bwana ...
Había un africano alto vestido a la usanza del lugar, con barro rojo en el cabello, y los lóbulos de las orejas perforados de modo que fácilmente podría pasar por ellos una pelota de tenis.
Bwana —dijo—, se trata de una pierna fracturada.
—Espera un minuto —dije.
Escribí en una tarjeta el tratamiento que debía recibir la niña. La vi irse hasta la ventanilla donde daban las medicinas y hacer muecas mientras bebía de un frasco.
—Llamen a Daudi —ordené.
Mi enfermero jefe estaba muy ocupado examinando muestras de sangre buscando paludismo, que es muy común en todo Tanganica. Dejando su laboratorio, se me acercó.
—Daudi, aquí hay un hombre que dice que en su aldea hay un caso de pierna fracturada y, claro, no podemos esperar que camine hasta aquí. ¿Podrás ocuparte de todo esto y ver a los pacientes externos que tienen enfermedades comunes? Voy a revisarlos un poco y ver si hay alguien realmente enfermo y tú puedes dar la medicina a todos los demás.
Daudi se puso el delantal y se preparó para la tarea. Miré a las sesenta y cinco personas que aún estaban esperando. Había tres o cuatro que evidentemente sufrían de paludismo agudo y me ocupé de que fueran debidamente atendidas. Había un muchachito con una úlcera enorme. Hice un bosquejo para Daudi con el tratamiento que debía recibir. Al final de la línea había un hombre que precisaba una operación. Arreglé para que se le hiciera.
Luego, tomando mi gorrito y una maleta que uno de los enfermeros africanos había preparado, me dispuse a ir para ver el caso de la pierna fracturada. Antes que nada, revisé el contenido de la maleta. Había algunos sándwiches que habían sido preparados rápidamente y un gran termo lleno de té. También había rollos de tela enyesada, instrumentos quirúrgicos y algunas viejas tijeras que usaba para cortar el yeso. Me dirigí al hombre que estaba esperando impaciente a mi lado.
—Dime, ¿dónde está la fractura? —dije señalando mi muslo.
Ngo, ngo, Bwana, no está allí. Está...
Señaló un lugar a mitad camino de la rodilla y el tobillo.
—Oh, ahora dime —proseguí— ¿el hueso ha atravesado la piel?
Hongo —dijo Daudi y me miró sonriente—, Bwana, ¿le estás preguntando si es una fractura simple o doble?
Kumbe —dijo el hombre— vaya, la piel está bien.
—Mejor así —dije—, bueno vamos bien, Daudi, con este equipo, pero mejor que me consigas un trozo de goma de modo que lo podamos usar para colocarlo dentro del yeso, así cuando lo sacamos no cortamos la carne.
Pronto apareció el trozo de goma.
Ya a punto de salir, Daudi me llevó a un lado y me murmuró:
Bwana, pienso que hay algo raro en esto. Creo que te encontrarás con algún problema.
Kah, está bien —dije—. Hay demasiadas cosas en el hospital para que tú vengas conmigo. Ahora voy con él. Todo estará bien.
Diciendo eso, salí para emprender la caminata de doce kilómetros por las colinas. Era más rápido ir caminando que por cualquier otro medio. Mi guía se movía a una velocidad que me resultaba difícil mantener. Pasamos por lechos de ríos que estaban llenos de arena húmeda y charcos de agua barrosa; había chicos jugando en aquellos charcos, salpicando a su alrededor y aprovechando gloriosamente el corto período del año en que había agua.
Mi guía era muy callado. Era curioso que casi no dijera una palabra. Esto me hacía sentir que había algo de extraño en todo el proceso. A mi izquierda, podía ver una serie de colinas, con bloques de granito que sobresalían de la manera más insólita. En la base de aquellas colinas había un lugar donde una y otra vez nos habían insistido que construyéramos un hospital anexo. Por una u otra razón, siempre ocurrió que el proyecto no nos atrajo: parecía representar un tremendo cúmulo de trabajo y una inversión de tiempo y material que no estaba a nuestra disposición.
Al fin vimos a lo lejos la aldea. No era sino un grupo de típicas chozas africanas de barro. Llegamos hasta una de aquellas kayas y fui conducido a una oscura entrada, donde había un fuego ardiendo debajo el almuerzo de alguien, el ugali (cereales nativos), cocidos en un pote de barro. A su parpadeante luz, vi a mi paciente, yaciendo en un cuero de vaca. Pues bien, estoy acostumbrado a vistas extrañas y olores peculiares, pero debo admitir que quedé completamente abrumado en aquella ocasión particular. Era evidente que la pierna estaba rota, pero no se trataba de un chiquillo, como había creído, ¡sino un ternero! Miré al hombre.
—¿Qué es esto?— le dije—. ¿Me has hecho venir hasta aquí, doce kilómetros de viaje en el calor, me has hecho dejar el hospital y decenas de enfermos para curar la pata quebrada de un ternero?
Jeh —dijo mi huésped— si no te hubiera dicho que era una pierna quebrada no hubieras venido. Si te hubiera dicho que era de un ternero, no hubieras venido.
—Por supuesto —dije—, ciertamente que no hubiera venido. ¿Acaso mi trabajo es cuidar del ganado?
Bwana, es la cría de una vaca muy valiosa.
Jah, ¿y qué de la gente enferma en el hospital?
Se encogió de hombros. Las vacas son una riqueza en África, de modo que decidí que era mejor ayudarle y quizá así pudiera conseguir noticias de mi amigo perdido. Dije al dueño del ternero:
—Accederé a ayudarte, pero sólo si me das noticias de un chico ciego que estaba enfermo en el hospital y que ha desaparecido. Si no hay noticias, no hay medicinas para el hijo de la vaca.
Una mirada de terror chispeó en sus ojos y en el mismo momento vi detrás de él, saliendo de una choza, a un africano con un adorno muy peculiar en una sola oreja. Yo sabía dónde había visto al individuo del adorno: era en el hospital, la noche del incendio.
No podía evitar una sonrisa al verle cojear. Me intrigaba saber si habría sido la bicicleta, la soga de la ropa o el ungüento lo que le había causado daño. El dueño del ternero me miró furtivamente y me dijo:
Bwana, hay una aldea más allá de las colinas, en el camino hacia aquí, exactamente al borde del sendero. He oído que hay una gran enfermedad allí; quizá el chico esté allí.
—¿Me mostrarás el camino cuando termine aquí?
El africano asintió.
Así fue como, con la familia sentada forzadamente sobre el desdichado ternero, que estaba más bien ansioso de usar sus tres patas buenas de que yo le curara la cuarta, me ingenié para poner un su lugar la parte quebrada. Coloqué el yeso, para admiración de la gente que se había reunido para observar el procedimiento.
Me invitaron para participar de una comida de ugali y decidí hacerlo. Mis manos estaban siendo lavadas ceremoniosamente por el dueño de casa, derramando agua encima, cuando vi a Daudi que llegaba, con la impresión de tener mucho calor. Saludó al grupo en el lenguaje local y luego, llegando hasta mí, dijo en inglés:
Bwana, terminé mi trabajo en el hospital y sentí que quizá había peligro en el trabajo de hoy, de modo que vine a estar contigo.
—Gracias, amigo mío —contesté—, aquí hay problemas, y grandes, pero primero vamos a comer.
La gente estaba muy intrigada al ver que yo podía comer su comida de la misma manera que ellos. Miraron con admiración cuando, mientras yo tomaba un puñado de cereales nativos secos, los echaba en un pote de frijoles hervidos y los comía con ruidosa aprobación.
Yeh —decía mi huésped— vaya, ¿no es uno de los nuestros? ¿No come como nosotros?
Cuando terminé la comida y sentía una aguda sensación de pesadez en el estómago, llamé a un lado al dueño del ternero.
—Cuéntame lo que me prometiste.
Miró furtivamente de un lado a otro y entonces dijo:
Bwana, en el pantano, en medio del lago, hay tres viejas casas. Debes caminar a través de mucho barro para llegar a la isla en que están escondidas. Bwana, esas casas son lugares donde no debes ir, porque en esas islas está la muerte y nadie de los míos se acercará.
—Explícame en qué dirección está el pantano —le dije.
El hombre volvió a mirar furtivamente alrededor y entonces señaló apresuradamente con su mentón en dirección hacia el sur. Mientras lo hacía, vi al hombre con un adorno en la oreja, que venía cojeando alrededor de una mata de espinas y desaparecía en una de las casas. Pero lo que realmente observé era que sus piernas estaban cubiertas hasta las rodillas de barro espeso y negro. Revisé una vez más al ternero. Parecía que el yeso había quedado espléndidamente. El dueño de casa me dio un regalo de despedida, una canasta de huevos; debía haber dos o tres docenas, pero cuando más adelante Daudi los puso en agua caliente para probarlos, encontró que había sólo tres buenos. Despidiéndome de ellos, caminé en una dirección muy diferente a la del pantano. Cuando estuvimos fuera de la vista de la aldea, conté a Daudi lo que había sabido y fuimos rápidamente por un sendero lateral en dirección al pantano.
Kah —dijo Daudi—, Bwana, este es el tipo de lugar en que podrían esconder a Mubofu, sin que nadie supiera de él.
—Mira, yo creo que el hombre del adorno en la oreja es sin duda el que puso fuego al pasto en el hospital. Bueno, además tiene las piernas embarradas. ¿No será que tienen a Mubofu como prisionero allí?
—Me temo que está más que como prisionero. Quizá aún...
Daudi se detuvo en medio de la frase y sacudió la cabeza.
Seguimos adelante en silencio y de repente surgió delante de nosotros un pantano, rodeado de malezas, casi imposible de descubrir si no se caminaba por un sendero que iba haciendo curvas a través de un denso macizo de espinos. Pronto estuvimos al borde de un pantano de barro. Daudi probaba cautelosamente con su bastón antes de entrar. Lo hizo con cada paso. Me saqué medias y zapatos y lo seguí. Chapaleamos quizá por unos cien metros y entonces repentinamente el bastón de Daudi desapareció. Seguimos adelante con cuidado, evitando los pozos de barro más profundos, hasta que llegamos a un punto donde el fondo era consistente. Seguimos por allí hasta la ribera de una isla, que estaba escondida por altas cañas. Trepando por la barranca, nos abrimos paso por entre el cañaveral y el agua estancada. De repente, Daudi saltó hacia atrás alarmado. A su lado, conservadas por el barro había innumerables pisadas de hiena. Cerca se veía el desagradable cuadro del cuerpo de un buitre en putrefacción. Otras aves de presa revoloteaban encima.
¡Kah! ¡Este es un lugar maligno! —dijo Daudi—. Mira esas aves: están esperando más muertes.
En ese momento, vi la casa. Era del estilo nativo común, pero se la había dejado caer en ruinas. Las paredes de barro estaban rotas y se habían caído a pedazos. El techo se hundía amenazador. Poniéndome de pie en la puerta, pude ver una figura echada en un cuero vacuno.
—¿Hodi? (¿Se puede?) —pregunté.
De un rincón vino una voz áspera y ronca.
¡Bwana!
—¡Mubofu! —exclamé—. ¡Tú!
—No te me acerques, Bwana —dijo el muchacho, tratando de sentarse—. Tengo una grave enfermedad. ¡Quédate lejos!
Mis ojos se estaban acostumbrando a la luz pálida y vi a Mubofu, echado allí, macilento, con una fragilidad que acentuaba la tragedia de su rostro. Pero lo que había provocado una exclamación de Daudi era que Mubofu parecía cubierto de pies a cabeza por pequeñas ampollas. Encendí un fósforo y en un momento, todo fue claro. Tenía viruela.
Me incliné rápidamente y le tomé el pulso.
Bwana —dijo el africanito—, no me toques: tengo una enfermedad que se difunde como fuego.
—No tengo miedo, Mubofu, nada de miedo. ¿No recuerdas las cicatrices en mis brazos y que te conté del ternero que sufría de esa enfermedad?
Débilmente el muchachito asintió con la cabeza.
—¿De modo que eso es lo que tengo, Bwana? Bwana, había aquí otro hombre que tenía esa enfermedad. Y bueno, cuando descubrieron que él estaba aquí, me trajeron a mí. Se fue hace dos días, Bwana, gritando cosas extrañas y no lo he visto desde entonces.
Mi mente voló al esqueleto humano que vimos en el cañaveral.
Mubofu estaba terriblemente débil. Reposó en mi brazo y con una voz poco más fuerte que un suspiro dijo:
Bwana, tú me dijiste que en el cielo veré su rostro.
—Sí, Mubofu, ¿recuerdas que dice en el Libro de Dios: “Verán su rostro y su nombre estará sobre sus frentes”?
Bwana, ¿él querrá mirarme cubierto con todo esto?
Pasó sus dedos sobre las marcas de la enfermedad.
—Todo eso cambiará, mi amigo —le dije— cuando pases los portales del cielo. Mira, no hay enfermedades en el cielo y las únicas cicatrices que hay allí, Mubofu, son las cicatrices de las manos y de los pies y del costado de Jesús.
Kah, Bwana, si yo hubiese tenido las cicatrices en mis brazos como las tienes tú, ahora no tendría la enfermedad. Pero, Bwana, las cicatrices que me importan de veras son las de Jesús.
—Mubofu, eso es cierto. Dice en el Libro de Dios que “el castigo de nuestro pecado fue sobre él y que por sus cicatrices fuimos curados”.
Jii —dijo Mubofu, tratando de levantarse, apoyado sobre un codo— Bwana, oh Bwana.
Puso su mano en la mía y luego se hundió en la manchada piel.
A través de una grieta en la pared de barro un rayo de luz solar iluminó el rostro del muchachito. La terrible obra de la enfermedad y del médico brujo había quedado atrás. Había en aquella faz una calma y una paz que contaban su propia historia. Lentamente me puse de pie. Daudi se adelantó, puso su mano en mi hombro y con voz apagada, dijo: