La Gracia, El Poder De La Unidad Y Del Juntar

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He tenido delante de mí el deseo de proponer algunas observaciones acerca de un punto que creo que tenga importancia en el momento presente; y al hacerlo tengo presente un tratado al que las circunstancias han llamado la atención, y lo reveo prácticamente. Y lo hago tanto más cuanto que pienso haber leído no hace mucho un artículo en el periódico “El Testimonio Presente,” que, si bien me acuerdo, colocó el tema sobre una base que no me pareció del todo justo: es decir, contempló sólo un lado del asunto, según mi parecer.
Lo que es importante comprender, creo, es que el poder activo que junta es siempre la gracia—el amor. Es posible que sea requerida la separación del mal. En ciertas condiciones de la iglesia, cuando el mal ha entrado, puede ser que la separación caracterice en grande manera la senda de los santos. Puede ser que, a medida que muchos se mueven bajo las mismas convicciones al mismo tiempo, esto forme un núcleo. Pero esto en sí nunca es un poder que junta. La santidad puede atraer cuando un alma está en movimiento de por sí. Pero el poder para juntar está en la gracia, en el amor obrando; o si así les agrada expresarlo: la fe obrando por amor. Miren toda la historia de la iglesia de Dios en todas las edades, y encontrarán que esto es verdad. El juntarse es el poder formativo de la unidad, donde no existe. Tomo por asentado aquí que Cristo es reconocido como el centro. Si existe el mal, el principio de la separación puede librar a personas de ese mal, pero el poder de juntar es el amor. El artículo al que deseo pasar revista es un tratado, que a causa de las circunstancias no es desconocido: “El apartarse de Iniquidad es el Principio de Unidad Según Dios.” Confío que tendré gracia para reconocer error donde pienso que lo haya, y estoy seguro que lo debo al Señor; pero mi objeto aquí es algo más amplio. Ese tratado considera la condición de la iglesia de Dios en general, y no algunos miembros de ella en particular; pero de la manera en que una parte de la verdad corrige un mal, así otra, por su operación en el alma, puede ensanchar la esfera del bien, y fortalecer su actividad. Hay dos grandes principios en la naturaleza de Dios, reconocidos por todos los santos—santidad y el amor. El uno, me atrevo a decir, es la exigencia de Su naturaleza, de incumbencia, en virtud de esa naturaleza, a todos los que a Él se allegan; el otro, es su energía. Uno caracteriza, el otro es Su naturaleza, y es la fuente de la actividad de ella. Dios es santo—no es amante, sino es amor. Él lo es en el manantial esencial de Su ser; Le hacemos un juez por el pecado, pues Él es santo y tiene autoridad; pero Él es amor, y eso ninguno se Le ha hecho. Si hay amor en cualquier otro lugar, es de Dios, porque Dios es amor. Este es la bendita energía activa de Su ser. En el ejercicio de ello Él reúne a Sí Mismo para la bendición eternal de aquellos que son reunidos, su demostración en Cristo, y Cristo Mismo siendo el grande poder y centro de ello. Sus consejos en esta relación son la gloria de Su gracia, Su aplicación de esos consejos a pecadores y los medios que para ella emplea, son las riquezas de Su gracia. Y en los siglos venideros Él mostrará cuán sobremanera grandes han sido éstas en Su bondad para con nosotros, en Cristo Jesús. Permítanme, de paso, antes de entrar en la consideración del punto que es ahora mi objeto inmediato, decir una palabra sobre el pasaje dulce a que he hecho referencia, porque desarrolla los pensamientos plenos de Dios al juntar en esa unidad de la cual habla esa epístola. Nosotros somos bendecidos en Cristo, y Dios Mismo es el centro de la bendición, y en dos aspectos, Su naturaleza y Su posición de relación; en ambos Él está relacionado a Cristo Mismo, visto como Hombre delante de Él, aunque el Hijo amado. Los versículos a que me refiero son Efesios 1:3-7. Él es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Como dijo el Señor, al ascender en lo alto: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20:1717Jesus saith unto her, Touch me not; for I am not yet ascended to my Father: but go to my brethren, and say unto them, I ascend unto my Father, and your Father; and to my God, and your God. (John 20:17)); pero en Efesios Él sigue hasta la consideración de la unidad de los santos en Cristo. Cristo habla de ellos como Sus hermanos. En este doble carácter pues, en que Dios está en relación a Cristo Mismo, Él nos ha bendecido con toda bendición espiritual, sin omitir ninguna, en lugares celestiales, la esfera de bendición mejor y más elevada, donde Él mora; no es que las bendiciones sean enviadas a la tierra, sino que nosotros mismos somos llevados allí a lo alto, y en la manera mejor y más elevada: en Cristo Jesús, salvo sólo Su título divino de sentarse en el trono del Padre. Porción maravillosa, gracia dulce y bendita, que se torna sencilla a nosotros en la medida en que nos acostumbramos a morar en la bondad perfecta de Dios, a quien es natural ser todo lo que Él es, quien no podía ser otra cosa.
Según el versículo 4 vemos como “El Dios de nuestro Señor Jesucristo,” conforme a la gloria de la divina naturaleza, introduce en Su propia presencia en Cristo aquello que ha de ser el reflejo de ella misma, conforme a Su propósito eterno. Porque la iglesia en los pensamientos de Dios (y, puedo agregar, en su vida según la Palabra), es antes del mundo en el cual ella es manifestada. Aquí, es Su naturaleza. Somos escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos, y sin mancha delante de Él, en amor. Dios es santo, Dios es amor, y en Sus caminos, cuando obra, es intachable.
Luego hay relación de parentesco en Cristo, y el Suyo es aquel de Hijo. Por lo tanto, en Él somos predestinados para la adopción (relación de hijos) a Dios Mismo, según Su beneplácito, el placer y la bondad de Su voluntad. Esto es la relación de parentesco. Él es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como también es Su Dios. Esto es la gloria de Su gracia; Sus propios pensamientos y propósitos, para alabanza de la cual somos nosotros. Él nos ha mostrado gracia en el Amado. Pero de hecho nos encuentra pecadores en este lugar. ¡Qué pensamiento! Aquí Su gracia resplandece en otra manera. En esta misma bendita persona, Cristo el Hijo, tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados, lo que necesitamos a fin de entrar en el lugar donde estaremos para la alabanza de la gloria de Su gracia; y esto es según las riquezas de Su gracia; porque Dios es manifestado en la gloria de Su gracia, y la necesidad es suplida por las riquezas de Su gracia.
Así estamos delante de Dios. Lo que sigue en el capítulo es la herencia que nos pertenece por esta misma gracia—lo que está a nuestra disposición. No me detengo en este asunto; solamente observo, como lo he hecho en otro lugar, que el Espíritu Santo es las arras de la herencia, pero no del amor de Dios. Este es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado. La consideración de estas dos relaciones, de Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, descubrirá mucha bendición. Son presentadas frecuentemente en las Escrituras.
Sin embargo, interesante como es este tema, ahora vuelvo a aquel que tengo delante. He releído el tratado a que se ha hecho referencia. Confieso que me parece a mí que uno que negaría los principios abstractos de ese tratado no está sobre terreno cristiano en manera alguna. No puedo concebir algo más indiscutiblemente verdadero, en cuanto puede alcanzar una exposición humana de la verdad. No obstante se debe tomar en consideración algo más que la verdad, y eso es, el uso de la verdad. El hecho de que Dios no imputa pecado a la iglesia, por medio de la gracia y la redención, es siempre verdad, bendita y eternamente. Mas a una conciencia negligente, puede ser que tengo que dirigir otra verdad. Ahora, repito, que al leer ese tratado no comprendo cómo una persona que resiste los principios allí enunciados, esté en terreno cristiano en manera alguna. ¿No es la santidad el principio en que se funda la comunión cristiana? Y el tratado es real y sencillamente eso. Pero creo que es importante notar otros dos puntos además de ese—el uno en relación al hombre; el otro, al bendito Dios. El primero es este: todos reconocemos, y en medida conocemos que la naturaleza humana es cosa traicionera. Ahora el apartarse del mal, cuando es debido, que ahora tomo por asentado, todavía distingue a aquel que se aparta de aquel del cual lo hace. Esto tiende a hacer la posición de uno importante, y así lo es; pero con corazones como los nuestros, la posición de uno se confunde con uno mismo—no en forma grosera, sino en forma traicionera; es mi posición, y no sólo así, pero la mente siendo ocupada con lo que le ha sido importante (debidamente así en su lugar), tiende a hacer, en cierta medida, del apartarse de iniquidad un poder de juntar, además de un principio sobre el cual el juntar se efectúa. Esto no lo es, (salvo a medida que la santidad atrae las almas que son espirituales por un principio impulsor en ellas). Hay otro peligro: un cristiano se aparta del mal, siempre en el supuesto caso de que le es imprescindible hacerlo. Digamos que se aparta del sistema más corrupto que existe; en base a este principio, es el mal afectando la conciencia del hombre nuevo, y reconocido como ofensivo a Dios, que le impulsa a salir. Por lo tanto, está ocupado con el mal. Esta es una posición peligrosa. Él lo atribuye, quizás ansiosamente, a aquellos a quienes ha dejado, para demostrar claramente porque lo ha hecho. Ellos ocultan, encubren, disculpan, explican. Es siempre así donde el mal es sostenido. Aquel trata de probarlo, para poner en claro su posición; está ocupado con el mal, con probar el mal, y probar el mal contra otros. Esto es terreno resbaladizo para el corazón, sin mencionar el peligro para el amor. La mente llega a ocuparse en el mal, como un objeto delante de sí. Esto no es la santidad, ni la separación del mal, en poder práctico interior. Fatiga la mente, y no puede alimentar al alma. Algunos casi se encuentran en peligro de consentir en el mal a causa del cansancio del pensar en ello. En todo caso el poder no se halla aquí. Dios nos aparta ciertamente del mal, pero no es Él que llena la mente cuando continúa ocupándose con el mal, porque Él no está en el mal. Bien es verdad que la mente puede decir: Pensemos en el Señor y dejemos el asunto, y así recibe una medida de tranquilidad y consuelo; pero en este caso el nivel general y el vigor de vida espiritual será infaliblemente rebajado. De esto no tengo la menor duda. No se consentirá de hecho en el mal positivo; pero la mente pierde el sentir de la detestación que Dios tiene por él, y en igual proporción es perdida la medida de poder divino y de comunión, y la senda general demuestra esto. El testimonio falta y es rebajado. Esto es el mal más difundido—donde hay conflicto con el mal que no se mantiene en poder espiritual—y crea las más serias dificultades a la unidad extendida; pero Dios está sobre todo. La naturaleza nueva, cuando esté en ejercicio vivo, por ser santa y divina, se retira del mal cuando se encuentra con él. La conciencia, también, será entonces en ejercicio como responsable a Dios. Pero esto no es todo, aún en cuanto a la santidad. Hay otra cosa que en muchos casos (diría que es así en fondo en todos) distingue verdadera santidad de la conciencia natural, o el rechazamiento del mal por costumbre. La santidad no es meramente el apartarse del mal, sino separación a Dios del mal. La naturaleza nueva no tiene meramente una espontaneidad o carácter esencial por ser de Dios. Tiene un objeto, porque no puede vivir de sí mismo—un objeto positivo, y ese es Dios. Ahora esto cambia todo; porque se aparta del mal—que aborrece por lo tanto cuando lo ve—porque está lleno del bien. Esto no debilita su separación. Hace que el aborrecimiento del mal sea activo cuando tenga que ocuparse con él, pero da otro tono a aquello que le es aborrecible, ya que posee el bien suficiente para que, cuando tiene a la fuerza que pensar en el mal, pueda ponerlo enteramente fuera de la mente y de la vista. Por lo tanto, es santo, tranquilo, y tiene un carácter real, propio, aparte del mal, a más de ser contrario a él. Con nosotros esto sólo puede ser a medida que tenemos un objeto, porque somos y debemos ser dependientes, sólo a medida que somos positivamente llenados con Dios en Cristo. Somos ocupados con el bien, y por lo tanto santos, porque eso es la santidad; y, de consiguiente, fácil y juiciosamente contrarios al mal, sin ocuparnos con él. Es la propia naturaleza de Dios; Él es esencialmente bueno; Se deleita en el bien en Sí Mismo; y por tanto aborrece el mal, en virtud de Su bondad; Su naturaleza es el bien, y en consecuencia en Su misma naturaleza rechaza al mal. Lo hará con autoridad, sin duda, en juicio; pero hablamos ahora de naturaleza.
Por tanto encontraremos, que cuando está en poder el amor va delante y hace santo, ya sea mutual o el disfrute de ello en la revelación de Dios. “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros, para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts. 3:12-13). Así también en 1 Juan 1: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido. Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad.”
Aquí pues, el apartarse del mal, caminando en la luz, en el carácter de Dios revelado en Cristo, en el conocimiento práctico de Dios, como revelado en Cristo, en la verdad como está en Jesús, en quien la vida era la luz de los hombres, es enunciado plenamente con expresiones tan claras y fuertes como sólo el Espíritu Santo sabe hacerlas. Aquel que alega tener comunión, y no anda en el conocimiento de Dios, según ese conocimiento, es un mentiroso, y la verdad no está en él. ¿Qué hace la comunión? Esto la mantiene pura—pero ¿qué la hace? La revelación del objeto bendito, y el centro de ella, en Cristo. Juan estaba hablando de Uno que le había cautivado su propio corazón—quien era el poder para reunir a la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Él sabía por el Espíritu Santo, y se gozaba en lo que dijo el Salvador: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.” Este era amor, infinito, divino; y por medio del Espíritu Santo, él que fue testigo de ello tenía comunión con ello, y lo expresó, a fin de que otros tuviesen comunión con él; y en verdad esta misma fue su comunión. Otros se juntaron en ella. Ahora eso, entiendo yo, era el poder de juntar. El objeto al que se juntaron, necesariamente conduce a lo que sigue. Así, también, cierra la epístola. “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna. Hijitos, guardaos de los ídolos.” Esto es, el poder de bien para juntar antecede a la amonestación. Esto es tanto más notable en esta epístola, por cuanto, en cierto sentido, trata del mal, está escrito tocante a aquellos que les engañaban.
La santidad, pues, si es verdadera, es separación a Dios, tanto como del mal; porque sólo así estamos en la luz, pues Dios es luz. Esto es verdad, en cuanto a nuestra santificación inicial—somos llevado a conocer a Dios, llevados a Dios. Cuando uno vuelve en sí es: “Me levantaré e iré a mi Padre.” Si es restauración es: “Si te volvieres,  .  .  .  vuélvete a mí” (Jer. 4:11If thou wilt return, O Israel, saith the Lord, return unto me: and if thou wilt put away thine abominations out of my sight, then shalt thou not remove. (Jeremiah 4:1)). En verdad un alma nunca es restaurada hasta que así hace; porque no está en la luz a fin de purgar la carne, aun si los frutos de la carne hayan sido confesados; ni es visto el pecado como es a la vista de Dios. Por lo tanto entra el amor en toda verdadera conversión y restauración, aunque sea visto indistintamente, o al través de tantos movimientos oscuros de la conciencia. Es menester que nos volvamos a Dios; hay perdón con Él, para que sea reverenciado; de otra manera es desesperación que nos lleva aún más lejos. Ciertamente, ¿qué sería la restauración, qué podría ser, si no fuese a Dios? Pero, en el sentido pleno de juntarse, es decir, a una participación común, es evidentemente el bendito objeto que revela aquello en que hemos de participar, él que así junta. Hemos de tener comunión en algo, esto es, con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Esto, pues, tiene que atraer los corazones a Sí Mismo, para que en su deleite común en ello subsista su comunión. El principio del mencionado tratado es esto, que al hacer esto uno tiene que apartarse del mal. Es la parte de la exposición de la verdad a que Juan se refiere en: “Este es el mensaje  .  .  .  ” Así Cristo dice: “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.” Ahora aquí hubo amor perfecto, entera separación de todo pecado y condenación del mismo. “En cuanto murió, al pecado murió una vez,” separación del mundo, y liberación de todo el poder del enemigo y del territorio de ello. Es amor perfecto atrayendo de todo a sí mismo; demostrando que todo era malo, absorbiendo el alma en lo que era bueno, en tal manera que le salva del mal. Pero cuando Le seguimos a Él entrando en la vida, ya ha pasado todo aquel del cual Él se apartó. “En cuanto vive, para Dios vive”; eso es todo Su ser, por así decir. Ahora Él, en esta vida, es hecho más sublime que los cielos—de la divina gloria no hablo aquí, sino de la vida. Es un lugar celestial que Él toma, y nuestro juntarnos por medio de la cruz es a Él allí, en el bien donde el mal no puede entrar. Allí está nuestra comunión—entrando en la casa del Padre en espíritu. Y esto, entiendo, es el carácter verdadero de la asamblea, de la iglesia, para la adoración en su sentido amplio. Se acuerda de la cruz, adora, el mundo es dejado afuera, y todos son conocidos en el cielo delante de Dios. Él se dio a Sí Mismo para poder reunir en uno. Pero aquí anticipo un poco, porque estoy tratando aún del objeto, no del poder activo. Entiendo que lo que separa al santo del mal, lo que le hace santo, es la revelación de un objeto (quiero decir, por supuesto, por medio del obrar del Espíritu Santo), que atrae su alma a ese objeto como el bien, y con eso le revela el mal, y le hace juzgarlo en espíritu y alma: su conocimiento del bien y del mal es, por lo tanto, no tan sólo una conciencia inquieta, sino la santificación; eso es, la santificación descansa, por el esclarecimiento del Espíritu Santo, sobre un objeto, que, por su naturaleza, purifica las afecciones por ser su objeto—las crea por el poder de la gracia. Aun bajo la ley tenía esta forma: “Sed santos, porque yo soy santo”; aunque, admito, allí participó necesariamente del carácter de la dispensación. En la cruz tenemos estos dos grandes principios presentados perfectamente. El amor es claramente demostrado, el objeto bendito que atrae el corazón; con todo, el más solemne juicio contra y separación de todo mal; tal es la perfección de Dios—lo insensato y lo débil de Dios. Divina atracción en el amor, el mal en todo su horror y todas sus formas, perfectamente aborrecido por él que es atraído y se junta con aquél. El alma va con su pecado, como pecado, al Amor; va porque el amor así expuesto le ha mostrado que su pecado es pecado, en que Cristo fue hecho pecado por nosotros. Esto es el poder objetivamente que separa del mal y termina toda unión con él; porque entonces muero a toda la naturaleza a que vivía. El mal deja de ser, por la fe, pues que vivo de aquí en adelante en bendita actividad en amor. Pero, quizás me he esparcido suficiente en aquello que junta objetivamente y da comunión; y ciertamente, nuestra comunión, participación, está en aquello que es bueno—y también celestial por no existir allí ningún mal. Sin duda es alcanzada imperfectamente aquí, pero aparte de esto, la comunión se extingue, porque la carne no tiene ninguna. Por lo tanto dice: “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros.” Pero no podemos andar afuera de tinieblas sino por andar en luz, esto es, con Dios: y Dios es amor, y si no lo fuese, no podríamos andar allí.
Mas tenemos otros privilegios; el amor de Dios en Cristo no es solamente un objeto que junta—es una actividad que reúne. El amor es relativo; obra y se manifiesta. Por lo tanto Dios ha obrado. Enteramente distinto es el concepto de Dios que ha elaborado el pagan­ismo—las profundidades silenciosas de auto-conocimiento, como mero intelecto, aunque erróneamente suponiendo que la materia fuese igualmente eternal, recibiendo de Dios nada más que forma; aunque entonces vino a ser activo en producir pensamientos, y, encantado con ellos objetivamente, vino a ser activo en creación para producirlos según verdad. En esta idea con razón hicieron la obscuridad primitiva la madre de todas las cosas. Pero tal no es nuestro Dios. Estos, salvo en beneficios conocidos perceptiblemente en la creación, no conocieron el amor en Dios. Jesús Le ha revelado, y así sabemos que Él es amor, y luz, también. ¡Bendito conocimiento! Tal como nos es presentado en la palabra, es vida eterna; y esta vida se ocupa con ello, como hemos visto, con el Padre y el Hijo. Pero igualmente podemos decir que conocemos esta dulce y bendita verdad: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo.” Es la actividad del amor que es el poder de reunir. Él se entregó a Sí Mismo para que pudiera juntar en uno a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Aun en Israel: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” Aquí tenemos no solamente el objeto atractivo, santificador que introduce en la comunión, sino la actividad del amor, que obra, se entrega, a fin de juntar; en esta somos permitidos tener una parte. Es esta que, al mismo tiempo que santifica y manteniendo Su santidad, revela a Dios y junta a las almas cansadas.
Ahora esto solo es el verdadero principio y poder de juntar. No digo el principio sobre el cual las almas son juntadas; pues esta es claramente la santidad—la separación del mal, en la cual solamente se mantiene la comunión; de otra manera las tinieblas tendrían comunión con la luz. Pero el amor junta; y esto es tan evidente al cristiano como es el hecho de que el mismo junta a la santidad, y sobre ese principio. Pues ¿cuándo se apartaría la mente del hombre y dejaría el mal en que vive, que es su naturaleza desgraciadamente, en cuanto a sus deseos actuales, y la esfera en que vive? ¡Jamás! ¡Ay! su voluntad y sus deseos están allí—es enemistad contra Dios. Esto es lo que la presentación de la gracia en Jesús ha demostrado tan solamente. La ley nunca fue dada para juntar; era el gobierno de un pueblo ya con Dios—o un medio de traer convicción de pecado. El pecado no junta a Dios, ni tampoco la ley; y el uno o el otro es todo el estado del hombre salvo que obre la gracia. Además, solo la gracia revela a Dios plenamente; y por lo tanto sin la gracia aquello a que hemos de ser juntados no es manifestado. Solo la gracia alcanza el corazón a fin de traerlo—todo lo que falta de esto es meramente responsabilidad, y fracaso. Es Cristo que junta, y por esto conocemos el amor, en que Él puso Su vida por nosotros. Ciertamente, la verdad misma nunca es conocida hasta que viene la gracia. La ley por Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. La ley le dijo al hombre lo que debía ser. No le dijo lo que era. Le habló de la vida si obedeciese, de una maldición si desobedeciese; pero no le dijo que Dios era amor; habló de la responsabilidad; dijo: Haced esto y vivirás. Todo esto era perfecto en su lugar, pero no dijo ni lo que era el hombre ni lo que era Dios; esto permaneció encubierto; pero esa es la verdad. La verdad no es lo que debe ser, sino lo que es—la realidad de toda posición de relación, tal como es, y la revelación de Aquel quien, en cada una de tales posiciones, tiene que ser su centro. Ahora eso no pudo ser comunicado sin la gracia, porque el hombre era un pecador perdido, y Dios es amor. Y, además ¿cómo podía comunicarse que toda relación se habla perdido—pues el juicio no es una posición de relación, sino la consecuencia de la violación de una—que se había perdido en cuanto a la verdad de que existiese alguna, sino en la revelación de aquella gracia que formó una relación de esta misma condición por medio del poder divino? Por lo tanto leemos: “de su voluntad, nos engendró por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Stg. 1: 18—JND); aquella simiente incorruptible de la palabra. Por lo tanto Cristo es la verdad. Tanto el pecado como la gracia, Dios Mismo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, todos son manifestados cuales son; lo que es el hombre en perfección, en su posición de relación con Dios; lo que es el alejamiento del hombre de Dios; lo que es la obediencia, y la desobediencia, lo que es la santidad, y el pecado, lo que es Dios, lo que es el hombre, lo que es el cielo, y la tierra; no hay nada que no se encuentra colocado donde está con referencia a Dios, y con todo, la revelación más completa de Sí Mismo, mientras que aún Sus consejos son manifestados, el centro de los cuales es Cristo. Así pues la gracia es el poder que obra en la verdad, y sólo la gracia es capaz de revelarla; ya que la venida de Cristo aquí es gracia: Su obrar es la gracia eficaz. Ahora, la misma existencia de semejante objeto y semejante poder resultaría en un poder de juntar, juntando a la unidad, pues, siendo divino, tiene que juntar a sí mismo; sin embargo, no somos dejados a conclusiones abstractas, por conocidas que sean prácticamente por toda alma renovada, que sabe como tiene que saber, que todos los tales son atraídos juntos a Cristo. La Palabra de Dios es clara: Él se entregó a Sí Mismo para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Hablo de estas cosas como caracterizando el poder que junta. Cristo, aunque la verdad misma, sin embargo, cuando estuvo aquí, era la verdad solitaria: ninguna nueva relación fue establecida sobre una base divina para otros hombres. Por lo tanto gracia presentada fue gracia rechazada; el grano de trigo permaneció solo; pero, al morir, fue efectuada la redención y hecha la expiación. Él ya no fue más “estrechado”; la gracia y la verdad, encerradas, por así decir, en Su propio corazón, podían ahora emanar libremente. Fue manifestado el amor más alto; y el pecado en el hombre, en vez de impedir su aplicación y obstruir las relaciones, fue su objeto, por lo menos fue el campo de su manifestación; y así, por lo tanto, Él junta. La justicia divina suplanta aquella que, en verdad, nunca existía, aunque fue exigida—la justicia humana; la vida divina reemplaza la mera vida humana; y Dios halla Su gloria en la salvación. La gracia reina por la justicia. Ahora, es esta que, al unir almas en el poder del Espíritu Santo a Jesús, junta por la cruz, desde donde la verdad nos es anunciada a nosotros como somos aquí, a Cristo en el cielo, quien anuncia a la fe, nuestro verdadero lugar allí—siempre reservando por cierto Su personal título divino. Ahora, esto según entiendo, es lo que muestra Efesios, solamente que como empieza con la gloria divina, el origen verdadero de todo, esa epístola empieza con el propósito de amor en cuanto a nosotros en el cielo en gloria; e introduce la propia redención como algo secundario, necesario para traernos allí. Pero esto claramente no cambia el amor que hay, y que obra para introducirnos en esta unidad bendita y celestial, el cual también es así celestial, y, en relación con la gloria de Dios, es santo según la santidad de Su presencia. La senda de Cristo sobre la tierra es su dechado abajo—en su medida plena en la cruz. Por lo tanto el cielo y la cruz son correlativos. Cuando la sangre fue llevada adentro del santísimo el cuerpo fue quemado fuera del campamento—afuera; sí, negando toda relación de Dios con el hombre como era. Luego empezó el juntar en uno. Él mató las enemistades—como entre el judío y el gentil—y reconcilió con Dios a ambos en un solo cuerpo; y así los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. Las ordenanzas siempre dividen según la santidad humana; la gracia une según la divina. Creo que he dicho lo suficiente para hacer claro lo que tengo en mi mente; y más quiero enunciarlo que insistir en ello. En el pleno sentido divino, sin la gracia, no hay ni verdad ni santidad (aparte de Dios, por supuesto, salvo cuanto la santidad pueda aplicarse a los ángeles electos), ni puede haber; porque es imposible que un pecador pueda estar con Dios sino sobre la base y por el poder y la actividad de la gracia. El poder de la unidad es la gracia; y, desde que el hombre es un pecador y alejado de Dios, el poder de juntar es la gracia—gracia manifestada en Jesús sobre la cruz, y trayéndonos a Dios en el cielo, y trayéndonos en Aquel quien ha ido allí. Esta es la santidad: ciertamente la cruz no era consentimiento en el mal.