“Hogar, dulce hogar, no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar”, tocaban las notas poco musicales de un organillo en el último piso de la casa de pensión en una calle sombría y solitaria. Por cierto que las palabras no parecían aplicarse a esa lúgubre casa; no había allí muchos que supieran de la dulzura del hogar.
Era un lugar muy oscuro e incómodo. Mientras los pensionistas del cuarto común en la planta baja trataban de acomodarse lo mejor posible en sus pésimas camas —muchas de las cuales no eran más que bancos de madera— quizá alguno de ellos suspiraba al pensar en lo lejos que estaba de su “hogar, dulce hogar”.
Pero el organillo seguía tocando, aunque ya era tarde de noche, ya habían extinguido la vela, y el fuego en la chimenea se iba apagando. Si hubiéramos subido por la torcida escalera de madera, hubiéramos visto a un viejito sentado solo en su ático, sonriéndole a su organillo mientras giraba la manija con su mano temblorosa.
El viejito Treffy amaba su organillo, era el único consuelo de su vida. El anciano era pobre, estaba desamparado, y no tenía ni un amigo en el mundo. Todos sus seres queridos habían muerto. No tenía con quien hablar ni a quién contarle sus tristezas. Y por eso había juntado todos los pedacitos y fragmentos de amor que restaban en su viejo corazón, aunque débiles y marchitos, y se los había dado a su viejo organillo, el cual era tan viejo como él. Ahora se estaba poniendo muy anticuado y pasado de moda. La seda roja en el frente estaba muy sucia y gastada, y no podía tocar ninguna de las tonadas nuevas que tanto les gustaban a los niños. A veces pensaba el viejito Treffy que él y su organillo se parecían mucho: se estaban poniendo decrépitos, la gente los miraba con desprecio y los hacían a un lado al pasar apurados por la calle. Y aunque el viejito Treffy tenía mucha paciencia, no podía dejar de sentir ese desprecio.
Lo había sentido mucho el día del cual estoy escribiendo. El día estaba frío y oscuro. Un viento tajante soplaba del este, y más en las esquinas de las calles, que había helado al viejito hasta los huesos. Su saco harapiento no lo protegía nada. ¿Cómo iba a hacerlo si lo había usado tantos años que ya ni los podía contar? Sus manos flacas y temblorosas estaban tan entumecidas por el frío que apenas podía manejar el organillo, y, en consecuencia, las tonadas salían con sacudoncitos y temblores, que ciertamente no habrían estado dentro de la intención del fabricante del viejo organillo.
No había mucha variedad en las tonadas que podía tocar el viejito Treffy. Había tres anticuadas: “Centésimo viejo”, “Pobre Ana María” y “Reine Britania”; y la cuarta restante era “Hogar, dulce hogar”, su favorita. Siempre la tocaba con mucha lentitud, para hacerla durar más, y en este día frío los sacudoncitos y temblores que emitía la hacía sonar más melancólica. Pero nadie le había prestado atención al viejito Treffy y su organillo. Un grupito de niños lo había rodeado y pedido que tocara muchas tonadas nuevas que él desconocía. No pareció gustarles “Hogar, dulce hogar”, ni las otras tonadas por lo que pronto se apartaron. Luego un caballero anciano sacó la cabeza por la ventana, y malhumorado le dijo que se fuera, y que no molestara al tranquilo vecindario con su ruido. El viejito Treffy obedeció humildemente, y luchando contra el implacable viento del este, probó otra calle más bulliciosa, pero un policía le advirtió que se fuera porque estaba obstruyendo la calle.
El pobre viejito Treffy ya desmayaba, pero no podía darse por vencido porque no tenía ni un centavo en el bolsillo, y había salido sin desayunar. Después de mucho rato, la esposa de un granjero que pasaba con una canasta en el brazo, tuvo lástima del anciano que temblaba de frío. Sacó una moneda de su enorme bolsillo y se la dio.
Siguió Treffy tocando su organillo todo el día. Una y otra vez se repetían las cuatro tonadas, pero aquel centavo fue lo único que recibió ese frío día.
Por fin, al caer la noche, se dirigió a la pensión. Camino a casa, se separó de su único centavo al comprar un panecillo. Lentamente y cansado se arrastró escaleras arriba a su solitario ático.
El pobre viejito Treffy se sentía deprimido esa noche. Sentía más que nunca que él y su organillo eran anticuados, eran cosas del pasado. Se estaban poniendo viejos juntos. Podía recordar el día cuando era nuevo. ¡Qué orgulloso había estado de él! ¡Cuánto lo había admirado! La seda roja brillaba mucho, y las tonadas eran las de moda. No había tantos organillos en aquel entonces, y la gente se detenía para escuchar, no sólo los niños, sino también hombres y mujeres. En aquel tiempo, Treffy se sentía como un hombre digno. Pero desde entonces había pasado una generación y ahora Treffy sentía que era un viejo pobre y solitario, que había quedado atrás y que su organillo era demasiado anticuado para la época. Por eso, se sentía muy deprimido y triste, al rastrillar los restos de carbón y tratar de prender una llamita de fuego.
Pero cuando terminó de comer su pan y tomar un poco de té lo cual lo calentó un poquito, el viejito Treffy se sintió algo mejor, y como siempre, se volvió a su viejo organillo para levantarse el ánimo. Porque el viejito Treffy no sabía nada de un Consolador mejor.
Al principio, la dueña de la casa había objetado al organillo del viejito Treffy. Decía que molestaba a los pensionistas, pero cuando Treffy ofreció pagarle un poquito más por semana por su pequeño ático a condición de poder tocarlo cuando quisiera, no volvió a oponerse.
Así fue que, hasta muy entrada la noche, siguió dando vuelta a la manija, y su rostro se veía más contento y su corazón más tranquilo mientras escuchaba sus cuatro tonadas. Era tan buena compañía, decía, y el ático era muy solitario de noche. Y allí no había nadie para encontrarle defectos al organillo, ni para decir que era anticuado. Treffy lo admiraba con todo su corazón, y sentía que por lo menos en las noches recibía el respeto que merecía.
Pero había alguien escuchando el viejo organillo, y admirándolo tanto como el viejito Treffy, aunque éste no lo sabía. Afuera de su puerta, agachado con su oreja pegada contra una enorme rajadura en la puerta, se encontraba un chiquito harapiento. Había llegado a la pensión para dormir, y se había acostado en uno de los duros bancos, cuando el viejito Treffy comenzó a tocar el organillo. Al principio no había prestado atención, pero cuando sonaron las primeras notas de “Hogar, dulce hogar”, el pequeño Cristi había levantado la cabeza, y se había puesto a escuchar atentamente. Fue casi demasiado para él. Le recordaba el pasado. Pocos meses antes, el pequeño Cristi tenía una mamá, y esa fue la última tonada que había cantado. Volvió a recordar vívidamente el cuarto vacío, desolado, el cuerpo desgastado en la cama, la querida mano cariñosa que le acariciaba el rostro con tanta ternura y la dulce voz que le había cantado esa tonada. Le parecía escuchar a su madre ahora.
“Hogar, dulce hogar, no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar”.
¡Con cuánta dulzura lo había cantado! Él lo recordaba muy bien. Y recordaba lo que le había dicho después:
“Me voy a mi hogar, Cristi, a mi hogar, dulce hogar. Me voy a mi hogar, Cristi”.
Y esas fueron las últimas palabras que le dijo.
Desde entonces, la vida había sido muy triste para el pequeño Cristi. La vida sin su mamá, no era vida para él. No había tenido un momento de felicidad desde que ella falleciera. Él había trabajado muy duro, pobrecito, para ganarse el pan, porque ella le había dicho que lo hiciera. Pero con frecuencia había deseado irse con su mamá al “Hogar, dulce hogar”. Y lo deseaba más que nunca aquella noche, al escuchar la tonada de su madre. La esperó con mucha paciencia, mientras el viejito Treffy tocaba las otras tres, pero al rato alguien cerró la puerta, y el ruido dentro del cuarto de la pensión era tanto que no podía distinguir las notas de la tonaba que anhelaba oír.
Entonces Cristi salió sigilosamente en la oscuridad, cerrando la puerta silenciosamente para que nadie lo oyera, y subió con cuidado las escaleras. Se agachó junto a la puerta y se puso a escuchar. Hacía mucho frío, el viento soplaba con fuerza por las escaleras haciéndolo tiritar de frío. Pero el pequeño siguió agachado junto a la puerta.
Al rato el organillo dejó de tocar. Escuchó que el viejito lo acomodaba contra la pared, y unos minutos después todo quedó en silencio.
Entonces Cristi volvió a bajar las escaleras sigilosamente, y se acostó en su duro banco. Se quedó dormido y soñó con su mamá en una tierra lejana. Le parecía oírla cantar.
“‘Hogar, dulce hogar’. Estoy ahora en mi hogar, Cristi. Estoy ahora en mi hogar, y no hay sitio más dulce que el hogar”.