Había sido un día pesado y agobiador, y la noche estaba peor. A Cristi le costó conciliar el sueño, y cuando por fin se quedó medio dormido, lo despertó súbitamente el estruendo de un trueno que sacudió al viejo ático desde una punta a otra.
El viejito Treffy se sentó en la cama, y Cristi fue a su lado. Era una tormenta terrible. Los relámpagos llenaban de luz el ático por un instante, de modo que Cristi podía ver el rostro pálido y tembloroso del viejito Treffy. Luego volvió a reinar la oscuridad y se oyó nuevamente el terrible estruendo de los truenos, que parecía el ruido de casas que se desplomaban, lo cual hizo que el viejito Treffy temblara de pies a cabeza. Cristi no recordaba una tormenta igual, y tenía mucho miedo. Se arrodilló cerca de su anciano patrón, y le tomó la mano temblorosa.
—¿Tiene usted miedo, señor Treffy? –dijo finalmente, cuando un relámpago volvió a iluminar el cuarto.
—Sí, Cristi, muchacho –dijo el viejito Treffy—. No sé por qué, antes nunca le tenía miedo a las tormentas, pero esta noche sí.
El pobre Cristi no respondió, y entonces Treffy continuó:
—Los relámpagos parecen como que Dios me está mirando, Cristi, y los truenos parecen la voz de Dios, y le tengo miedo. No lo amo, Cristi, no lo amo.
Y nuevamente un relámpago iluminó todo y se oyó un trueno ensordecedor, y nuevamente el viejito Treffy temblaba de pies a cabeza.
—No quiero morir esta noche, Cristi. Y los relámpagos están tan cerca, muchacho, ¿sabes que es el pecado? –susurró.
—Sí, es hacer cosas malas, ¿no es cierto?
—Así es –respondió Treffy —, y yo he hecho muchas cosas malas, Cristi; y es tener malos pensamientos, y he tenido muchos de ellos, Cristi; y es decir malas palabras, y he dicho muchas de ellas, Cristi. Pero nunca me ha importado hasta esta noche.
—¿Por qué es que le importan esta noche? –Preguntó Cristi.
—He tenido un sueño, muchacho, y me ha hecho temblar.
—Cuéntemelo –rogó Cristi.
—Estaba pensando en lo que dijiste acerca de amar a Jesús, me quedé dormido, y me pareció estar de pie ante una puerta hermosa; estaba hecha de oro, Cristi, y sobre la puerta había letras brillantes. Las deletreé, y decía “Hogar, dulce hogar”. Y me dije “Lo he encontrado por fin, me gustaría que Cristi estuviese aquí.” Pero justo entonces alguien abrió la puerta y dijo: “¿Qué quieres, viejo?” “Quiero entrar”, dije. “Estoy muy cansado y quiero estar en mi hogar.” Pero cerró la puerta, y me dijo con mucha seriedad y tristeza: “Aquí no puede entrar ningún pecado, viejito Treffy, no puede entrar ningún pecado.” Y Cristi, me sentí que yo era puro pecado, así que di media vuelta y me fui, y todo se puso muy oscuro. En ese instante vino el trueno, y me desperté sobresaltado. No lo puedo olvidar, Cristi, no lo puedo olvidar –dijo el viejito Treffy.
Siguieron los relámpagos y siguieron los truenos, y el viejito Treffy seguía temblando.
Cristi no lo podía consolar, porque él mismo estaba dominado por el miedo, pero se acurrucó a su lado y no lo dejó hasta que había pasado la tormenta, y el único sonido era el de la lluvia en el techo del ático. Entonces se volvió a meter en su cama y se quedó dormido.
A la mañana siguiente, todo parecía haber sido un mal sueño. El sol brillaba con todo esplendor, y Cristi se levantó y abrió la ventana. Todo se veía fresco y limpio después de la lluvia. El aire ya no estaba pesado y agobiante, y los gorrioncitos cantaban el alero. Era el domingo a la mañana, y el domingo a la noche Cristi planeaba ir a escuchar al predicador en la misión. ¡Ojalá ya fueran las siete, para poder ir y averiguar lo que el viejito Treffy quería saber!
El pobre anciano estuvo muy inquieto y desdichado todo el día. Cristi no lo dejó ni un minuto, sólo los domingos podía quedarse y cuidar a su querido y anciano patrón. Notó que el viejito Treffy no se había olvidado de su sueño, aunque no lo volvió a mencionar.
Por fin pasó el día que a Cristi le resultó larguísimo, y a las seis de la tarde, se lavó y preparó para partir.
—No te vayas a perder ni una palabra de lo que dice, Cristi –dijo muy serio el viejito Treffy.
El salón de la misión recién se abría cuando llegó el pequeño Cristi. Cristi echó una mirada hacia adentro con timidez. Una señora estaba encendiendo las lámparas de gas y preparando el lugar para la congregación, y, cuando lo vio, le mandó que se largara.
—¿No habrá predicación esta noche? –preguntó Cristi mostrando su desilusión.
—¡Ah!, ¿has venido al culto? Está bien, pasa, pero tienes que sentarte y quedarte quieto.
Ahora bien, como el pobre Cristi no tenía con quién hablar, la recomendación de la señora era innecesaria. Entró con mucha humildad, y se sentó en el primer banco.
Después empezó a llegar la congregación: ancianos y niños, mamás con bebés en sus brazos, ancianas con la cabeza cubierta con chales, esposos y esposas, algunos jóvenes, gente con toda clase de rostros y toda clase de personalidades, desde la callada y respetable esposa de un artesano hasta la pobre niñita mendiga que se sentó en el banco al lado de Cristi.
Y a las siete en punto, se abrió la puerta y entró el predicador. Cristi no le quitó los ojos de encima durante todo el culto. Y, ¡ah! cómo disfrutó del canto, ¡especialmente el último himno! Una señorita detrás de él lo estaba cantando con mucha claridad y él pudo entender todas las palabras. ¡Ah, si pudiera recordarlas para repetírselas al viejito Treffy! El himno decía así:
Hay una ciudad luminosa,
Cerradas están sus puertas al pecado,
Nada sucio
Nada sucio
Jamás entrará ni ha entrado.
Salvador, vengo a ti,
Cordero de Dios, escúchame,
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
Señor, haz que desde ahora
Tu hijo amante sea.
Guardado por tu poder,
Guardado por tu poder,
Para que ya tristeza no vea.
Hasta que ropaje blanco como la nieve
Con los redimidos yo he de vestir,
Sin falta y sin mancha,
Sin falta y sin mancha,
¡Seguro en aquel hogar feliz!
Y después del himno comenzó el sermón. El texto del predicador era Apocalipsis 21:27: “No entrará en ella ninguna cosa sucia”.
Habló de la Ciudad Celestial de la cual acababan de cantar, la luminosa y hermosa ciudad, con sus calles de oro y sus puertas de perlas. Habló del río de agua de la vida, y los árboles a cada orilla del río. Habló de los que viven en ese lugar feliz, de su ropaje blanco y sus coronas de oro, de los dulces cantos que siempre cantan y del gozo que brilla en todos sus rostros.
El predicador también les dijo que en esa ciudad luminosa nunca hay tristeza. No hay llanto, ni lágrimas, ni suspiros ni problemas. No hay pies cansados caminando en ese pavimento de oro, ningún hambriento, no hay sol caliente que quema, ni fría escarcha ni nieve. En la ciudad de oro no hay enfermedad, no hay muerte; no hay funerales en el cielo, ni tumbas. Allí reina el amor perfecto, no hay peleas ni discusiones, no hay tonos airados ni murmullos discordantes, no hay voces groseras que alteren la paz. Y todo esto eternamente y para siempre, nada de ansiedad porque vaya a llegar a un final, nada de temores deprimentes por el futuro, ni despedidas, ni adioses. Una vez allí, hay seguridad para siempre. Es estar en el hogar, descansando, con Dios.
—¿Les gustaría ir allí? –preguntó el predicador.
Un murmullo muy suave llenó el salón, un suspiro de nostalgia, una expresión de asentimiento. Y el pequeño Cristi susurró para sus adentros:
—¿Si me gustaría ir allí? ¡Ya lo creo, yo y el viejito Treffy y todos!
—No entrará allí ninguna cosa sucia –dijo el predicador—. Cerradas están sus puertas al pecado. Mis amigos, si hay un pecado en su alma, las puertas del cielo, de la Ciudad Celestial, están cerradas para usted. “No entrará en ella ninguna cosa sucia, no entrará en ella ninguna cosa sucia”. Si en toda mi vida nunca hubiera pecado, si en toda mi vida nunca hubiera realizado una mala acción, o dicho una mala palabra, o pensado un mal pensamiento, si toda mi vida hubiera hecho todo lo que debía hacer, siendo totalmente sin pecado y santo, pero esta noche cometiera un pecado, ese pecado, por más pequeño que fuera a los ojos del hombre, ese pecado sería suficiente para impedir que entrara al cielo. Las puertas estarían cerradas por ese único pecado. Ninguna alma sobre la cual hay una manchita de pecado puede entrar en esa ciudad luminosa.
—¿Hay alguno en este salón –preguntó el predicador—, que pueda decir que ha pecado sólo una vez? ¿Hay alguno aquí que pueda decir que hay un solo pecado en su alma?
Nuevamente hubo un apagado murmullo en el salón, y nuevamente los suspiros profundos, pero esta vez eran suspiros de sus conciencias que los acusaban.
—No, ninguno de nosotros puede afirmar eso. Cada uno de nosotros ha pecado una y otra y otra vez. Y cada pecado es como una mancha oscura, una mancha profunda de tinta en el alma –agregó el predicador.
“Ay, ¿qué vamos a hacer el señor Treffy y yo?” pensó Cristi.
Y pensó en el ático solitario y el rostro triste y agotado del viejito Treffy.
“Entonces era cierto. Las palabras de la niña Mabel y las del sueño del señor Treffy; todas muy ciertas, todas muy ciertas” siguió pensando.
Si Cristi hubiera estado prestando atención, hubiera oído que el predicador explicaba la manera de librarse del pecado, pero su mente infantil estaba llena de la idea central del sermón, y cuando volvió a escuchar al predicador le estaba diciendo a la congregación que esperaba que volvieran el próximo domingo a la noche, pues pensaba predicar sobre la segunda estrofa del himno y explicarles, en más detalle que esta noche, cuál era la única manera de entrar por las puertas del cielo.
Cristi caminó de regreso a la pensión muy triste y desconsolado; no tenía ningún apuro por ver los ojos ansiosos e inquisitivos del viejito Treffy. Cuando llegó al oscuro ático se sentó junto a Treffy y, fijando su vista en el fuego, dijo con pesar:
—Su sueño era verdad, señor Treffy. He vuelto a oír lo mismo esta noche. El sermón era sobre eso, y cantamos sobre eso, así que ya no queda ninguna duda.
—Cuéntame todo, muchacho –dijo Treffy lastimeramente.
—Es un lugar hermoso, señor Treffy –dijo Cristi—. Estaría usted allí muy feliz y cómodo si pudiera entrar. Pero no se permite ningún pecado dentro de sus puertas. Eso fue lo que dijo el predicador, y lo que dice también el himno:
“Hay una ciudad luminosa,
Cerradas están sus puertas al pecado.”
—Entonces no hay esperanza para mí, Cristi, no hay esperanza para mí –dijo el anciano.
Y horas después, cuando Cristi creía que Treffy estaba bien dormido en su cama en el rincón, oyó su pobre, vieja y temblorosa voz murmurando una y otra vez:
—Cerradas están sus puertas al pecado, cerradas están sus puertas al pecado.
Y hubo otro oído escuchando la voz del viejito Treffy. El hombre a las puertas de la Ciudad Celestial, de quien escribe Bunyan, había escuchado el triste lamento del anciano, y lo sintió en lo más profundo del alma. Conocía íntimamente al viejito Treffy, y pronto le diría, con tono cariñoso, abriendo las puertas del descanso:
“Quiero, de todo corazón, dejarte entrar.”