¡Qué distinto le parecía todo a Treffy después de librarse de sus dudas y temores! Aun el pequeño ático parecía lleno de sol, y el corazón del viejito Treffy estaba lleno de luz. Había sido perdonado, y lo sabía. Y, como hijo perdonado, podía levantar sus ojos y mirar con una sonrisa el rostro del Padre.
Un gran peso había sido quitado del corazón del pequeño Cristi. Su anciano patrón estaba ahora tan feliz y contento, nunca impaciente por sus largas ausencias cuando andaba afuera con el organillo, ni nervioso y ansioso por el sustento del día. El viejito Treffy había entregado a Jesús la carga del pecado, y no era difícil entregarle también la carga de su sustento. El Señor que había llevado la carga más pesada con toda seguridad llevaría también la más liviana. Treffy no hubiera podido expresar con palabras este sentido de confianza, pero lo llevaba a la práctica. Ya no se oían sus quejas ni sus malos presentimientos. Tenía siempre una gran sonrisa y una palabra alegre para Cristi cuando éste regresaba cansado a la noche. Y mientras Cristi andaba afuera, se quedaba acostado muy quieto y tranquilo, hablándose suavemente a sí mismo o agradeciendo al Señor el gran regalo que la había dado.
Y la confianza del viejito Treffy no fue defraudada. “No serán condenados cuantos en él confían”.
El regalo de la visita del predicador no fue el único que recibieron esa semana. Un día, Cristi llegó a casa al mediodía para ver cómo estaba el anciano, y se disponía a volver a salir a dar sus vueltas, cuando oyó el suave frufrú de una falda de seda en las escaleras, y un leve toque en la puerta. Cristi la abrió rápidamente, y allí estaban Mabel y su mamá. Habían traído muchos regalitos para el viejito Treffy, que a Mabel le encantó darle. Pero le trajeron también lo que el dinero no puede comprar: palabras dulces y bondadosas y radiantes sonrisas, que alegraron su corazón.
La señora se sentó al lado de Treffy, y conversaron acerca de Jesús. Al anciano ahora le encantaba hablar de Jesús, porque podía decir:
—Me ama, y dio su vida por mí.
La señora sacó un pequeño Nuevo Testamento del bolsillo, y le leyó un capítulo. Tenía una voz dulce y leía con tanta claridad que Treffy podía entender cada palabra.
La pequeña Mabel se quedó sentada muy quietita mientras su mamá leía. Luego, se puso de pie y corrió al otro extremo del ático:
—Aquí están mis campanillas –dijo, con una exclamación de alegría al verlas en la ventana—. ¿Le gustan, señor Treffy?
—¡Ah! Niña, claro que sí, y Cristi y yo siempre pensamos en tu pequeña oración cuando las miramos –contestó el anciano.
—Lávame, y seré más blanco que la nieve –recitó Mabel con reverencia—. ¿El Señor lo ha lavado a usted, señor Treffy?
—Sí, niña, creo que sí –fue la respuesta.
—Qué bien –dijo la pequeña—, entonces es seguro que irá al “Hogar, dulce hogar”, ¿no es así, mamá?
—Sí –respondió la mamá—, Treffy y Cristi han encontrado el único camino que lleva al hogar eterno. ¡Y qué día feliz será cuando todos nos volvamos a encontrar allí! ¿Le gustará ver a Jesús, Treffy? –preguntó.
—Sí –dijo el viejito Treffy –será maravilloso ver su bendito rostro. Me da ganas de cantar de gozo cuando lo pienso, y no tengo que esperar mucho tiempo.
—No –dijo la señora, con una mirada melancólica —. Casi quisiera estar en su lugar, Treffy; me gustaría estar tan cerca como usted del “Hogar, dulce hogar”. Pero eso sería egoísta de mi parte –agregó levantándose para partir.
Pero la pequeña Mabel había visto el viejo organillo, y no tenía ningún apuro por irse. Tenía que hacerle girar la manija, “un poquito”. En el pasado, el viejito Treffy se hubiera alterado y afligido ante la idea de que la manija de su querido organillo estuviera en manos de una niñita de seis años. Aun ahora sintió cierta inquietud cuando ella lo sugirió. Pero su temor desapareció cuando vio la manera cuidadosa con que Mabel lo hacía. El viejo organillo estaba en buenas manos. Y, para alegría de Mabel, la primera tonada fue “Hogar, dulce hogar”. Qué dulce sonaba a los oídos de Treffy. No estaba pensando en ningún hogar terrenal, sino en la “ciudad luminosa” donde esperaba estar pronto. Y la señora estaba pensando lo mismo.
Cuando terminó la canción se despidieron. Cristi miró por la ventana y las vio cruzar la sucia calle y subir al carruaje que las esperaba.
Había sido una semana muy feliz para Cristi y el viejito Treffy.
Llegó el domingo, y otro culto en el pequeño salón de la misión. Cristi estuvo allí muy a tiempo, y el predicador le sonrió cariñosamente cuando entró.
Esta noche el predicador hablaría sobre la tercera estrofa del himno. Cantaron el himno entero antes del sermón, y luego volvieron a cantar la tercera estrofa para que todos pudieran recordarla durante la predicación.
Señor, haz que desde ahora
Tu hijo amante sea.
Guardado por tu poder,
Guardado por tu poder,
Para que ya tristeza no vea.
Y el texto del sermón era Colosenses 1:12: “Aptos para participar de la suerte de los santos en luz”.
Lo repitió lentamente, y Cristi lo susurró suavemente, para poder enseñárselo al viejito Treffy.
—“Apto para participar de la suerte de los santos en luz”. ¿Cuál es esa suerte? –preguntó el predicador.
Mis queridos amigos, nuestra suerte es la herencia de esa ciudad luminosa de la cual hemos estado hablando tanto. El “Hogar, dulce hogar”, el hogar de nuestro Padre celestial. Todavía no estamos allí, pero para todos los que han sido limpiados por Cristo hay en las alturas un maravilloso hogar. Jesús lo está preparando para nosotros; es nuestra herencia. Me pregunto cuántos en este salón tienen allá un hogar. Pueden tener un hogar desdichado e incómodo en la tierra. ¿Es ese su único hogar? ¿No hay un hogar para ustedes en la ciudad luminosa, un hogar en el cielo?
Siguió diciendo el predicador:
—Todos pueden tener allí un hogar si vienen a la fuente, si pueden decir desde lo profundo de su corazón: “Señor, lávame, y seré más blanco que la nieve”.
Cristi sonrió cuando el predicador dijo su pequeña oración, porque se acordó de las campanillas. Y el predicador pensó en ellas también.
Luego pasó a decir que quería hablar esa noche a los que habían acudido a Jesús, a los que habían llevado sus pecados a él y que habían sido lavados en su sangre.
“Ese soy yo y el viejito Treffy” pensó Cristi para sus adentros.
—Mis queridos amigos –siguió el predicador—, todos ustedes tienen una herencia. Son hijos del Rey. Hay un lugar en el reino esperándolos. Jesús está preparando ese lugar para ustedes, y quiero mostrarles esta noche que tienen que estar listos para ir a él, tienen que ser aptos para recibir la herencia. Algún día, el príncipe de Gales será el rey de Inglaterra. Este reino es su herencia. En cuanto nació tenía derecho a él. Pero se ha educado y capacitado con mucho cuidado, a fin de ser apto para recibir la herencia, a fin de poder disfrutarla y ser capaz de aprovecharla. Si no tuviera educación, si se hubiera criado en unos de estas calles sombrías, aunque tuviera todo el derecho de ser rey, no podría disfrutarlo, se sentiría extraño, incómodo y fuera de lugar.
—Lo mismo sucede con nuestra herencia –siguió diciendo. En cuanto nacemos de nuevo tenemos derecho a ella, pasamos a ser hijos e hijas del Rey de reyes. Pero necesitamos estar preparados y ser hechos aptos para recibir la herencia. Tenemos que llegar a ser santos en nuestro interior. Tenemos que capacitarnos y aprender a aborrecer al pecado y amar todo lo que es puro y santo. Y ésta es la obra del Espíritu Santo de Dios.
—Queridos amigos, ¿están dispuestos a pedir el don del Espíritu Santo para ser aptos? No sucederá en un solo día. Ustedes acudieron a Jesús para ser limpiados de la mancha del pecado. Lo hizo al instante, les dio inmediatamente el derecho a la herencia. Pero no llegarán a ser santos al instante. Poco a poco, hora tras hora, día tras día, el Espíritu Santo les irá haciendo más y más aptos para la herencia. Irán siendo más y más como Jesús. Aborrecerán más al pecado, amarán más a Jesús, llegarán a ser más santos. Pero, ¡ah! no se crea nadie que ser bueno le da el derecho a la herencia. Si yo fuera el que ha recibido la mejor educación, si me hubieran enseñado cien veces mejor que al príncipe de Gales, todo eso no me daría el derecho a ser el rey de Inglaterra. No, mis amigos, el único camino al “Hogar, dulce hogar”, la única manera de obtener el derecho a la herencia, es por medio de la sangre de Jesús. No hay otro camino, no hay otro derecho.
—Pero después que el Señor nos ha dado el derecho al reino, siempre nos prepara para él. El alma perdonada siempre vivirá una vida santa. El alma que ha sido emblanquecida querrá siempre mantenerse limpia de pecado. ¿No sucede así con ustedes? Piensen en lo que Jesús ha hecho por ustedes. Los ha lavado con su sangre, les ha quitado el pecado que le costó la vida. ¿Volverán a hacer ustedes las cosas que lo entristecen? ¿Serán tan desagradecidos como para hacer semejante cosa?
—¡Seguramente que no! Seguramente dirán, con las palabras de la tercera estrofa de nuestro himno:
Señor, haz que desde ahora
Tu hijo amante sea.
Guardado por tu poder,
Guardado por tu poder,
Para que ya tristeza no vea.
Y seguramente le pedirán, muy, pero muy sinceramente, que les dé aquel Espíritu Santo, él único que puede hacerlos santos. Y cuando la obra haya acabado, cuando ya hayan sido hechos aptos para recibir la herencia, el Señor los llevará a ella. No los hará esperar. Algunos son hechos aptos con mucha rapidez. Otros tienen que esperar largos y cansadores años de disciplina. Pero todos los hijos del Rey estarán finalmente listos, todos serán llevados al hogar, y recibirán la herencia. ¿Estarán ustedes entre ellos?
Con esa pregunta terminó el predicador su sermón, y la pequeña congregación se fue retirando en silencio, todos se fueron a sus casas pensativos.
Cristi se quedó cerca de la puerta hasta que salió el predicador. Éste preguntó bondadosamente por el anciano, y luego le hizo a Cristi varias preguntas acerca del sermón, porque mientras predicaba temía que no estaba presentando las cosas con suficiente claridad como para que las comprendiera un niño. Pero se alegró al descubrir que la verdad principal del sermón había quedado impresa en la mente del pequeño Cristi, y que iba a poder llevarle al viejito Treffy al menos algo de lo que había escuchado.
Porque Cristi había sido enseñado por Dios, y en los corazones enseñados por el Espíritu Santo, la semilla echa raíces. El Señor los prepara para recibir la palabra, y prepara la palabra para ellos, y el sembrador no tiene más que poner su mano en su canasta y desparramar la semilla sobre la tierra blanda. Se hundirá, brotará y dará fruto.
El predicador sintió esta verdad al caminar hacia su casa. Y recordó que está escrito que dijo el Señor: “Mi palabra... hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié”.
“Ese es un mensaje para mí, al igual que para mis oyentes” pensó. “Señor, prepárame siempre antes de que yo predique tu palabra.”