El pequeño Cristi era el único doliente que siguió al viejito Treffy hasta su tumba. El suyo fue un entierro de pobre, a cargo del distrito. Su cuerpo fue puesto en un ataúd del distrito, y llevado a la tumba en un coche fúnebre del distrito. Pero, eso no importaba, porque Treffy estaba en su “Hogar, dulce hogar”. Todas sus penas y problemas habían pasado, su pobreza había llegado a su fin, y en “la casa de su Padre” lo estaban cuidando bien.
Pero el hombre que manejaba el coche fúnebre no quería perder tiempo en el camino, y Cristi tuvo que caminar tras él muy rápido, y a veces correr, para no quedar atrás. En el camino pasaron otro cortejo fúnebre muy distinto. Iba muy despacio. Había un coche fúnebre grande al frente, y le seguían seis carruajes llenos de gente. Cuando Cristi pasó cerca de ellos en el medio del camino, podía ver a los dolientes, muy tristes, y como si hubieran estado llorando mucho. Pero en uno de los carruajes vio algo que nunca olvidaría. Con su cabecita apoyada en el hombro de su papá y su carita pálida y triste, vio a su amiguita Mabel.
“¡Entonces murió su mamá!” pensó Cristi, “¡Y éste es su entierro! ¡Ay! ¡Qué mundo triste es éste!”
No sabía si Mabel lo había visto, pero el dolor de la niñita le tocó lo más profundo de su alma, y fue con más tristeza que antes que Cristi se apuró para alcanzar al coche fúnebre que llevaba el cuerpo de su anciano patrón a la tumba.
Así fue que las dos procesiones fúnebres, el del anciano pobre, y el de la bella y joven madre, continuaron hasta el cementerio, y sobre ambos cuerpos se pronunciaron las palabras: “El cuerpo vuelve al polvo de donde fue tomado, y el espíritu vuelve a Dios que lo dio”. Sus almas felices estaban en el “Hogar, dulce hogar”, lejos, lejos de estas escenas de dolor, porque pocos días antes, justamente a la misma hora, dos almas habían dejado este mundo de sufrimiento, y se habían encontrado ante las puertas de perlas, y, porque ambas estaban limpias y blancas, ambas lavadas en la sangre del Cordero, las puertas se habían abierto de par en par, y el viejito Treffy y la madre de la pequeña Mabel habían entrado juntos a la ciudad celestial. Ahora ambos habían visto a Jesús, el querido Señor a quien tanto amaban, y en su presencia disfrutaban plenitud de gozo.
Cristi tuvo que dejar el pequeño ático después de la muerte de Treffy, porque la dueña quería alquilarlo por más dinero. Pero le dio al muchacho permiso para dormir en el cuarto grande con los demás, y se apropió de los pocos muebles del viejito Treffy como pago por el alquiler que le debía.
Pero el organillo era propiedad de Cristi. El anciano se lo había regalado con toda solemnidad una semana antes de morir. Le había pedido a Cristi que se acercara, y le dijo que trajera el organillo. Luego lo encomendó al cuidado de Cristi.
—Tú lo cuidarás, Cristi –había dicho—. Nunca te separes de él, hazlo por mí. Y cuando toques “Hogar, dulce hogar”, piensa en mí y en tu madre, y cómo los dos llegamos allí.
Le resultó difícil a Cristi, el primer día después del entierro del viejito Treffy, salir con el organillo. No le importaba tocar las otras canciones, incluyendo “Pobre Ana María”, pero la primera vez que llegó a “Hogar, dulce hogar” lo embargó tanta emoción que se detuvo en medio y siguió caminando sin terminarlo. Los transeúntes se sorprendieron ante la pausa súbita en la tonada, y más todavía el ver las lágrimas que corrían por las mejillas de Cristi. No sabían que la última vez que había tocado esa tonada había sido en el cuarto de muerte, y que mientras la tocaba, su amigo más querido en el mundo había pasado al verdadero “Hogar, dulce hogar”. Pero Cristi sí lo sabía, y las notas del canto le hicieron recordar aquella medianoche. No se decidió a seguir tocando hasta que elevó su vista al cielo azul y pidió ayuda para poder regocijarse en el gozo del viejito Treffy. Y le vinieron muy dulcemente a mente las palabras del coro: “Hogar, dulce hogar, no hay sitio... más dulce que el hogar, más dulce que el hogar”.
“Y el viejito Treffy por fin está allí” pensó Cristi mientras terminaba de tocar.
Una semana después del entierro de Treffy, Cristi, fue al camino suburbano, con la esperanza de ver una vez más a la pequeña Mabel. No se había olvidado de su carita triste en la ventanilla del carruaje funerario. Y cuando estamos sufriendo dolor, nos hace bien ver e identificarnos con los que también están sufriendo. Cristi sentía que le sería de gran consuelo ver a la pequeña. Quería que le contara acerca de su mamá y de cuando se había ido al “Hogar, dulce hogar”.
Cuando Cristi llegó a la casa se quedó sorprendido. El lindo jardín estaba como siempre. Pero la casa parecía muy desierta y extraña. Las persianas de las habitaciones en la planta baja estaban cerradas, las ventanas de los cuartos de arriba no tenían persianas, pero parecían vacías y abandonadas. En la ventana del cuarto de los niños, en lugar de los rostros alegres de la pequeña Mabel y de Carlitos, había una anciana de rostro agriado, con la cabeza agachada, tejiendo.
¿Qué estaría pasando? ¿Dónde estaban los niños? ¿Sería posible que hubiera otro muerto en la casa? Cristi no se podía retirar sin averiguar, tenía que preguntarle a la anciana qué pasaba. Así que se paró frente al portoncito del jardín, y empezó a tocar el organillo con la esperanza de que mirara para afuera y le dijera algo. Pero, ella apenas le dio una mirada, no dio señales de haberlo oído, y siguió tejiendo.
Al rato, Cristi no aguantaba más, así que deteniéndose súbitamente a la mitad de “Pobra Ana María” caminó por el caminito de grava y tocó el timbre. La anciana sacó la cabeza por la ventana, y le preguntó qué quería. Cristi no sabía qué decir, así que dijo lo que lo estaba atormentando:
—Por favor, señora, dígame, ¿ha muerto alguien?
—¿Muerto? ¡No! –dijo la anciana inmediatamente—, ¿por qué lo preguntas?
—Por favor, ¿podría hablar con la niña Mabel? –preguntó Cristi con timidez.
—Me temo que no –respondió la anciana –a menos que quieras cruzar el océano. Ahora ya debe haber llegado a Europa.
—¡Europa! –repitió Cristi, sorprendido.
—Sí –dijo la anciana—todos se han ido para todo el verano.
Con esto, cerró la ventana abruptamente, como para decir: “Y eso es todo lo que te voy a contar”.
Cristi se quedó un momentito parado en el lindo jardín antes de retirarse. Se sentía muy decepcionado, había tenido la esperanza de ver a sus amiguitos, y ahora se habían ido. Estaban muy lejos en Europa. De seguro que Europa quedaba lejos, y quizá no volvería a verlos nunca más.
Se fue caminando lentamente por el camino polvoriento. Se sentía muy solo esta tarde, muy solo y abandonado. ¡Su mamá se había ido, el viejito Treffy se había ido! La mamá de Mabel se había ido y ahora ¡se habían ido también los niños! Ya no tenía a nadie que le levantara el ánimo o que lo consolara, así que con cansancio arrastró el viejo organillo por las calles calurosas. No tenía ánimo para tocar, estaba muy cansado y agotado, pero no sabía a dónde ir para descansar. Ni siquiera tenía el viejo ático. Pero el pavimento le quemaba los pies, y el sol estaba tan fuerte, que Cristi decidió volver a la deprimente pensión, y tratar de encontrar un rincón tranquilo en el cuarto común. Pero cuando abrió la puerta se encontró con una nube de polvo, y la dueña le gritó que se largara, no podía limpiar el cuarto con él haraganeando a esa hora del día. Entonces Cristi volvió a salir, muy afligido y desconsolado. Se fue a una calle tranquila donde se cobijó junto a la sombra de un alto muro.
Cristi tenía demasiado calor y estaba demasiado cansado como para sentirse desgraciado, pero a ratos sentía escalofríos y se iba al sol para volver a calentarse. Sentía un dolor extraño y fuerte en la cabeza, lo que lo tenía muy confundido e incómodo. No sabía qué le pasaba, y a veces se levantaba y trataba de tocar un ratito, pero estaba tan enfermo y mareado que tenía que parar y acostarse sin moverse junto al muro, con el organillo a su lado. Cuando comenzó a ponerse el sol, se arrastró cargando su organillo al cuarto común de la pensión. La dueña había terminado de limpiar, y estaba preparando la cena para los pensionistas. Le tiró a Cristi un trozo de pan cuando entró, pero él no pudo comerlo. Se arrastró a un banco en el último rincón del cuarto, y apoyando su viejo organillo a su lado contra la pared, se quedó dormido.
Cuando despertó, el cuarto se había llenado de hombres. Estaban comiendo su cena, hablando y riendo ruidosamente. No notaron a Cristi, tan quieto en el rincón. Por el ruido, no pudo volver a dormirse, de vez en cuando temblaba al oír las malas palabras y bromas groseras.
A Cristi le dolía terriblemente la cabeza, y se sentía muy, pero muy enfermo; nunca en su vida había estado tan enfermo. ¡Hubiera dado cualquier cosa por tener un rinconcito quieto donde acostarse, donde no tenía que oír las maldiciones y la maldad de los hombres en ese cuarto! Luego sus pensamientos se volvieron al viejito Treffy en su “Hogar, dulce hogar”. ¡Qué distinto era el lugar donde se encontraba su anciano querido!
“No hay sitio... más dulce que el hogar, no hay sitio... más dulce que el hogar” pensaba Cristi. “¡Qué lejos estoy de mi ‘Hogar, dulce hogar’!”