Era una calurosa tarde de verano, varios años después, y, en la calle de la pensión, el ambiente era tan sofocante y agobiante como lo había sido en la época cuando vivían allí Cristi y el viejito Treffy. Había un montón de chicos jugando en la calle, gritando y peleándose tal como la habían hecho en aquel entonces. El aire estaba lleno de humo y polvo, y la calle parecía tan descuidada como en aquellos años. Era todavía un lugar muy deprimente y muy triste.
Tales fueron los pensamientos de Cristi al llegar aquella tarde calurosa. Le parecía estar tan lejos como siempre del “Hogar, dulce hogar”. No obstante, de todos los lugares que visitaba como lector de la Biblia, no había lugar que a Cristi le interesara más, porque no podía olvidar los días sombríos cuando siendo un huérfano desamparado, había llegado allí para pasar la noche. Y no podía olvidar el viejo ático, que había sido el primer lugar, después de la muerte de su madre, que había podido llamar su hogar. Era precisamente a ese ático que se dirigía esta tarde. Subió por las destartaladas escaleras, y, al hacerlo, recordó la noche cuando las subió por primera vez, y cómo se había arrodillado delante de la puerta del viejito Treffy, escuchando el organillo. Cristi nunca se había separado de ese organillo, el último regalo de su anciano patrón. Era raro que pasara una semana sin que le diera vuelta a la manija, y escuchara las viejas tonadas queridas. Y siempre terminaba con “Hogar, dulce hogar”, porque seguía siendo su favorita. Y cuando la niña Mabel lo visitaba, siempre quería tocar el organillo como recuerdo de su infancia. Ahora ya no era la niña Mabel, aunque Cristi a veces la llamaba así cuando conversaban de aquellos tiempos, y de Treffy y su organillo. Mabel ahora estaba casada con el predicador bajo el cual Cristi trabajaba, y se interesaba mucho en el joven lector de la Biblia. Siempre estaba dispuesta a ayudarle con su consejo y comprensión. Y le preguntaba a Cristi acerca de los pobres que visitaba, y él le decía cuáles necesitaban más la ayuda de ella. Y donde más la necesitaban allí estaba dispuesta a ir la joven señora.
Así fue que cuando Cristi tocó a la vieja puerta del ático, fue Mabel misma quien la abrió. Acababa de llegar a ver una pobre mujer enferma. No había visto a Cristi en ese ático desde los días cuando ambos eran niños. Mabel sonrió al pasar él, y le dijo:
—¿Te acuerdas la ocasión cuando nos vimos aquí siendo niños?
—Sí –contestó Cristi—, lo recuerdo bien. En aquella ocasión éramos aquí cuatro, señora Mabel, y dos de los cuatro se han ido a la ciudad luminosa de la cual hablamos ese día.
—Sí –dijo Mabel con lágrimas en los ojos—, nos están esperando en el “Hogar, dulce hogar”.
El ático estaba tan deprimente ese día como lo había estado cuando vivía allí el viejito Treffy. Casi todos los vidrios de la ventana estaban rotos, y cubiertos con pedazos de papel o trapos. El piso estaba más podrido que nunca, y las tablas parecían que iban a ceder cuando Cristi cruzó el cuarto para hablar con una señora que parecía muy triste, sentada en una silla junto al fuego que ardía lentamente. Era evidente que estaba muy enferma y muy desesperada. Cuatro niñitos jugaban todo alrededor, haciendo tanto ruido que Cristi apenas pudo oír lo que le dijo la madre cuando le dijo que “no estaba mejor, nada mejor, y no creía que jamás mejoraría”.
—¿Ha hecho usted lo que le pedí, señora? –preguntó Cristi.
—Sí, señor, lo he dicho una y otra vez, y más lo digo, más desgraciada me siento.
—¿A qué se refiere? –preguntó Mabel.
—A una pequeña oración. Le pedí que orara: “Dios, dame tu Espíritu Santo, para que me muestre lo que soy”.
—Y creo que me lo ha mostrado –dijo con tristeza la pobre mujer—. No había sabido que era pecadora, y cada día, sentada aquí junto a mi fueguito, vuelvo a recordarlo, y cada noche de insomnio vuelvo a recordarlo.
—Le he traído otra oración, señora –le dijo Cristi—. La he anotado en una tarjeta para que pueda aprenderla rápidamente: “Dios, dame tu Espíritu Santo, para que me muestre lo que es Jesús”. Dios ha escuchado y contestado su primera oración, así que puede estar segura que escuchará ésta también. Y si él le muestra qué es Jesús, estoy seguro que será usted feliz, porque Jesús perdonará sus pecados, y le quitará toda la pesada carga de ellos.
La pobre mujer leyó la oración en voz alta varias veces, y luego la señora Mabel tomó un libro de su bolsillo y comenzó a leer. Era un pequeño y muy gastado Nuevo Testamento. Alguna vez había sido azul, pero, por el uso constante, había perdido su color, y los cantos dorados habían perdido su brillantez. No era la primera vez que ese mismo Nuevo Testamento había estado en ese ático. Era el mismo del cual había leído la mamá al viejito Treffy quince años antes. ¡Cuánto amaba Mabel ese libro! Aquí y allá había marcas de lápiz que su mamá había puesto junto a algún versículo favorito, y Mabel los leía una y otra vez, hasta que llegaron a ser los favoritos suyos también. Fue uno de estos que le leyó a la pobre mujer aquel día: “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado.” Luego explicó cuán dispuesto está Jesús a salvar a cualquier alma que acude a él, y cómo su sangre es suficiente para quitar el pecado.
La enferma escuchó atentamente, y, con lágrimas en los ojos, Cristi le dijo:
—No hay versículo que yo ame más que ese, señora. El predicador basó su sermón en el salón de la misión la segunda vez que asistí, y me vinieron ganas de cantar de alegría cuando lo oí. Recuerdo cómo corrí por las escaleras a este ático, para contárselo a mi anciano patrón.
—¿Y has comprobado que es cierto, Cristi?
—Sí, señora, ya la creo, y Treffy también.
Luego Mabel y Cristi se retiraron, pero al ir bajando las escaleras, Cristi dijo:
—¿Tendría usted tiempo para visitar unos minutos a la dueña? Le encantaría verla, y no creo que le quede mucho tiempo de vida.
Mabel dijo que con mucho gusto la visitaría; entonces, Cristi tocó a la puerta al pie de las escaleras. Contestó una joven, y ellos pasaron al cuarto.
La dueña estaba acostada en una cama en el rincón del cuarto, y parecía dormir; pero enseguida abrió los ojos, y cuando vio a Cristi se le iluminó el rostro y extendió las manos en gesto de bienvenida. Ya estaba anciana, y había dejado de tomar pensionistas varios años antes.
—Ah, Cristi –dijo—, qué contenta estoy de verte, he estado contando las horas hasta que vinieras.
—Señora, hoy ha venido a visitarla la señora Mabel, mi amiga y hermana en la fe.
—¡Qué bueno! Cristi me había dicho que algún día vendría –dijo la pobre anciana dirigiéndose a Mabel.
—Hace mucho que conoce a Cristi, ¿no es así? –preguntó Mabel.
—Así es –dijo la anciana—. Al principio llegó aquí como un muchachito harapiento, temblando de frío. Me impresionó bien, señora, porque era mucho más calmado que algunos de los que venían, y solía darle a veces un trozo de pan, cuando parecía más hambriento que de costumbre.
—Sí, señora –dijo Cristi—, con frecuencia usted fue muy buena conmigo.
—¡Ay! No tanto como debí haber sido, Cristi. Sólo te di sobras de pan, algunas sobras de las comidas de los hombres, pero no tantas. Pero tú has venido a mí y me has traído el Pan de Vida, no sólo trocitos y sobras, pero más que suficiente, todo cuanto quiero, y más de lo que necesito.
Al oír esto, Mabel comentó:
—Cristi, me alegra saber esto. El Señor ha sido muy bueno contigo. Tu obra no ha sido en vano.
—¡En vano! –exclamó la anciana—. ¡Ya lo creo que no! Hay más que muchos, señora Mabel, que Dios bendecirá en el hogar celestial por lo que usted y su padre han hecho por este joven, y yo seré la primera. Me encontraba en la oscuridad como cualquier pagano, hasta que vino Cristi, y me leyó la Biblia, y me habló de Jesús, y me explicó todo con mucha claridad. Y ahora sé que mis pecados han sido perdonados, y que muy pronto el Señor me llevará a mi hogar, paciente esperaré...
Hasta ropaje blanco como la nieve
Con los redimidos yo he de vestir,
Sin falta y sin mancha,
Sin falta y sin mancha,
¡Seguro en aquel hogar feliz!
—Veo que la señora sabe tu himno, Cristi –dijo Mabel.
—Sí, se lo enseñé hace mucho tiempo, y a ella le gusta tanto como le gustaba a mi anciano patrón.
Después de conversar un ratito más, Mabel se despidió, y Cristi siguió haciendo las visitas que había programado. Toda aquella tarde larga y calurosa, siguió trabajando, subiendo oscuras escaleras, bajando a húmedos sótanos, visitando pensiones atestadas de gente. Y, dondequiera que iba, dejaba caer semillas de la Palabra de vida, dulces palabras de las Sagradas Escrituras, apropiadas para el corazón de la gente que encontraba.
Porque Cristi encontraba que en la Biblia había una palabra para cada necesidad, un mensaje para cada alma. Había paz para el cargado de pecado, consuelo para el desconsolado, descanso para el cansado, consejo para el desorientado y esperanza para el moribundo. Y Cristi siempre oraba antes de salir, pidiendo que el Espíritu Santo le diera la palabra apropiada para cada persona que visitaba. Y, cuando llamaba a la puerta de alguna casa, siempre elevaba una oración silenciosa, como esta:
“Señor, que conoces el corazón de todos los hombres, dame la oportunidad de decir algo para ti, y, por favor, a aprovecharla, y muéstrame cómo decir las palabras apropiadas.”
Con razón Dios lo bendecía. Con razón que a dondequiera que iba Cristi no sólo encontraba oportunidades para hacer el bien, sino que podía aprovechar al máximo esas oportunidades. Con razón cuando alguien estaba enfermo siempre mandaba a buscar al joven lector de la Biblia para que la leyera y orara por ellos. Con razón los niñitos lo amaban y a las pobres madres cansadas les gustaba sentarse unos minutos para oírlo leer palabras de consuelo del Libro de la Vida. Con razón todo el día Cristi encontraba trabajo que hacer para el Maestro, y almas esperando recibir el mensaje del Señor. Por lo general estaba muy cansado cuando se iba a casa de noche, pero no le importaba, pues nunca olvidó el dolor de Treffy, pocos días antes de morir, porque le quedaba sólo una semana para mostrarle su amor a su Salvador. Y Cristi daba gracias a Dios todos los días porque le había dado el honor y privilegio de trabajar para él.
Cristi vivía en una calle tranquila no lejos de la pensión de su niñez. Antes vivía más lejos, porque le gustaba caminar después de acabar su trabajo, pero vio que los pobres muchas veces lo querían para distintas cosas en las noches y en otros momentos, así que volvió a mudarse más cerca de ellos y más cerca de su trabajo. Muchas veces acudían a él con sus problemas, se sentaban en su pequeño departamento y le contaban sus penas. Especialmente a los jóvenes les encantaba llegar al departamento de Cristi para conversar con él, y una vez por semana Cristi tenía allí una pequeña reunión de oración, a la cual asistían muchos de ellos. Encontraban en esas ocasiones una gran ayuda en su camino al cielo.
Cuando Cristi abrió la puerta de la pensión cierto día, oyó el sonido que lo tomó de sorpresa. Era el sonido de su viejo organillo, y estaba tocando las notas de “Hogar, dulce hogar”. No se podía imaginar quién lo estaría tocando, porque le tenía prohibido a los hijos de la propietaria que lo tocaran, excepto cuando él estaba presente para vigilar que no lo dañaran. A veces sonreía para sus adentros al pensar cómo cuidaba al viejo organillo. Le recordaba aquellos días cuando había empezado a tocarlo, con el viejito Treffy a su lado, observándolo y diciendo ansiosamente: “Tócalo suavemente, Cristi, tócalo suavemente”.
Ahora él mismo era tan cuidadoso como lo había sido Treffy, y por nada del mundo se arriesgaba a que lo dañaran. Por eso, se apuró para subir las escaleras para ver quién podía ser que lo estaba tocando esta mañana. En el camino se encontró con la dueña, quien le dijo que un caballero lo estaba esperando en su salita, que parecía ansioso de verlo, y lo había estado esperando un largo rato. Y, cuando Cristi abrió la puerta, ¡quién tocaba el organillo sino su viejo amigo, el Sr. Wilton, el predicador de su niñez!
Hacía años que no se veían, porque el predicador se había ido a vivir a otra parte, donde predicaba las mismas verdades que otrora predicar en el pequeño salón de la misión. Había llegado para pasar un domingo donde antes había trabajado, y estaba ansioso por saber cómo le iba a su amigo Cristi, y si todavía estaba trabajando para el Salvador, y todavía esperando con expectativa ir al “Hogar, dulce hogar”.
Fue un encuentro muy afectuoso el del predicador y su joven amigo. Tenían mucho que contarse, porque hacía tanto que no se veían.
—Así que todavía tienes el viejo organillo, Cristi –dijo el predicador mirando la seda desteñida, que estaba aún más descolorida que en la época de Treffy.
—Sí, señor –contestó Cristi—, Jamás me separaría de él. Le prometí a mi anciano patrón que nunca lo haría, y fue el regalo que me dio en su lecho de muerte. Y ahora cuando escucho las notas de “Hogar, dulce hogar” pienso en el viejito Treffy, y pienso lo feliz que habrá estado estos quince años en la “ciudad luminosa”.
—¿Recuerdas cuánto anhelabas ir allí, Cristi?
—Sí, señor, y no lo anhelo menos ahora, pero me gustaría esperar algunos años más si es la voluntad de Dios. Hay mucho que hacer en el mundo, ¿no es cierto? Y lo que yo hago apenas me parece una gota en el océano cuando veo a los cientos que hay en estas calles atestadas de gente. A veces casi lloro cuando siento qué poco los puedo alcanzar.
—Sí, Cristi, hay mucho que hacer, y no podemos hacer ni la décima parte, ni la milésima parte, de lo que hay que hacer. Lo que tenemos que anhelar es que nuestro querido Señor pueda decir de cada uno de nosotros: “Hizo todo lo que pudo” –dijo el predicador.
Luego el predicador y Cristi se pusieron de rodillas y oraron pidiendo a Dios que bendijera la obra de Cristi, que lo capacitara para poder llevar a muchos, en las calles de ese desdichado barrio, a Jesús, a fin de que pudieran encontrar un hogar en aquella ciudad a donde ya había ido Treffy.