Capítulo Dos

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Era el domingo por la tarde. La quietud del día santo se podía notar aun en las montañas donde los compañeros pequeños caminaban mano a mano Estaban bien lavados y vestidos de ropa del domingo, porque Bach Filina no permitía que nadie profanara el domingo. Todos los que podían, tenían que ir a la iglesia de la aldea más cercana, a pesar de que llevaba casi dos horas de camino. El mismo no muchas veces iba; pues no podía aguantar los paseos largos. Una vez un palo se cayó encima de su pie y desde aquel tiempo le daba dolor, pero puesto que no bajaba a la iglesia, leía en su Biblia grande y vieja. Hoy él había ido a la iglesia y los Milos fueron a encontrarlo. A ellos el hacía mucha falta. Él les ordenó que aprendieran de memoria la lectura del evangelio para ese día y cada uno tuvo que recitarla aparte.
De repente Pedrico se calló; condujo a su compañero a un lado y señaló con una cabezada silenciosa hacia un árbol cortado que estaba tirado en el bosque. Allí estaba sentado Bach Filina con la cabeza puesta en las palmas de las manos como que algo estuviera apretándolo para abajo al suelo negro.
-Vamos a subirnos a Bach—sugirió Pedrico—. El parece muy triste.
-Realmente muy triste—dijo Ondreco preocupado—. Tal vez la tristeza le va a dejar cuando lleguemos a él.
El crujido de ramas secas debajo de los pies descalzos de los Milos despertó a Bach. Miró por alrededor. Los niños se quedaron a una distancia corta. ¿Debían ir a él, o no?
dónde van?—el llamó a ellos. Llegaron corriendo.—Sólo para encontrarle, Bach.
—Bueno, ¿por qué vinieron a encontrarme?—Su voz que normalmente era áspera parecía diferente.
—Nos sentíamos solitos sin usted—contestó Ondreco con vacilación, y se sentaron sobre la alfombra de musgo a los pies de Bach.
¿por qué, Bach, estaba usted sentado aquí tan triste?—preguntó Ondreco, y Pedrico le miró de repente, extrañado de que se atreviera a preguntar. ¿No se iba a enojar Bach?
-¿Pensabas que yo estaba triste?—Bach acarició, el pelo rubio alrededor de la cara pálida del niño, que en la luz del sol se miraba como una aureola de un Santo.
—Y no estaba triste?—Los ojos azules del niño, como dos flores azules y bonitos, miraron fijamente a los ojos negros como águila del hombre.
—Bueno, niño, yo estaba triste, y ustedes han hecho bien en venir a encontrarme. Mientras que yo descanse un poco, reciten a mí el evangelio que ustedes han aprendido.
Los dos niños, el uno después del otro, recitaron la parábola del hombre rico y Lázaro.
—¿Puedo pedirle, Pastor, que me diga por qué el hombre rico no le ayudó a Lázaro?—Pedrico se atrevió a preguntar.
¿por qué? Porque su corazón era como una piedra. Los perros eran mejores que él. Recuerden eso, niños, y nunca hagan ningún daño a los Maros ni a los animales. Ahora vamos.
Bach tomó a Ondreco de la mano y después de dar su libro a Pedrico, caminaron por el bosque hacia la casa. Muy alto encima de ellos en el claro sonaban las campanas del rebaño, y de vez en cuando los ladridos impacientes de Blanco y Jugador, y en medio sonaba la trompeta del más joven entre los encargados de los rebaños, Esteban. Él tocaba con tanto ardor que parecía que las notas rebosaban:
Venid, venid, mansas ovejas
Guardaos de las aguas profundas
Pastoread en los prados verdes
Donde las grama crece dulce y limpia.
¡Cómo resonaba la trompeta como que alguien estuviera llorando en el bosque! Aun los ecos parecían contestar de la misma manera.
A los niños les gustaba la melodía bella. Conocían las palabras de este himno, pero Bach inclinó su orgullosa cabeza como si algún gran cargo le apretara desde encima.
Después de terminar su cena sencilla, se sentaron otra vez como costumbre en frente de la choza, Bach encima de un tronco cortado y los niños ante sus pies. Estos se miraban el uno al otro, preguntándose si podían atreverse a pedirle una historia. Él conocía tantas, y cuando estaba en buen humor sabía muy bien contarles buenas historias.
—Le ruego, Bach, ¿puede contarnos algo?—Ondreco preguntó por fin, y a la vez miro de tal manera a Bach, que únicamente un hombre muy duro pudiera rehusar.
Estorbado de su meditación, Bach miró por un rato a los bellos ojos inquisitivos, y luego con un respiro profundo empezó:
-Hace muchos años yo era un niño como ustedes dos. Yo les digo esto para que sepan cómo es lo que ustedes nunca deben llegar a ser, si no quieren que el Señor Dios se enoje mucho contra ustedes. Voy a decirles hoy algo acerca de mí mismo que todavía no he contado a nadie sobre la tierra—empezó el Señor Filina. Se detuvo por un momento y los niños deseosamente esperaban que siguiera.
-Cuando yo tenía cinco años mi madre murió. Mi padre trajo a otra madre a la casa. Era una mujer joven y hermosa, una viuda. Con ella llegó un hijo de su primer matrimonio. Lo llamábamos Esteban, y cuando te miro a ti, Ondreco, siempre tengo en la mente a Esteban ante mi cuando entró en nuestra choza por primera vez. En la cabeza tenía un sombrero con una cinta larga, un manto echado sobre el hombro, una camisa bordado y pantalones angostos. Era como un cuadro de un santo, tan hermoso y tan bello.
-Yo era el hijo más pequeño de mi padre. Los hijos más grandes murieron, así que yo nunca tenía un hermano, y de repente él vino para ser mi hermano. Ustedes se aman, yo lo sé. Eso también me hace recordar mi niñez. Empezó a amarle a él más que hubiera podido amar a mi propio hermano. Teníamos la misma edad, pero yo era fuerte y él era débil; yo era violento y él era manso; yo era feo y él era hermoso. A pesar de esto nos amábamos, y nuestros padres estaban bien satisfechos. Ellos podían dejarlo a el bajo mi cuidado porque sabían que yo era capaz de defenderlo, y podían dejarme a mi bajo el cuidado de el porque cuando él estaba conmigo yo era mucho más manso.
Bach señaló la montaña al otro lado de ellos: ¿Ven aquella montana? –Los niños asintieron con la cabeza.
—Allí vivíamos al pie de la montaña. Miren al oeste, donde el sol se está acostando para dormir; allí en el valle Vivian los tejedores, a quienes llevábamos la lana desde todas nuestras casas para que fuera tejida. Dos veredas conducían a esas chozas; la una iba para arriba y para abajo sobre las rocas, y la otra por el valle, que era más fácil pero más peligrosa, porque había en una parte un pantano en la cual, si alguien caía, nunca podía salir por Sí mismo. Uno que conocía la vereda podía pasar brincando de una roca a otra o entre las matas de grama, pero parecía como si algún poder negro quería arrastrarle para abajo.
<"Pero Mama dijo que tenemos que ir solamente por encima de la cuesta", opuso Esteban, "y Papa llamó también desde la grama: 'No vayan por la vereda más baja'".
almente era agradable comer allí, como en alfombras, hasta que llegamos al pantano. "Ya tienes que brincar de una roca a otra" dije yo, y corrí adelante. Llegamos cerca del otro lado y solo faltaba hacer un salto más. Puesto que yo era más alto y mis pies más largos yo logre saltar al otro lado, pero sabía que Esteban no podía saltarlo. Había matas de grama y yo le aconseje que corriera encima de ellas. Me hizo caso y pasó por dos o tres matas, pero la tercera empezó a mover debajo de él y el saltó de vuelto sobre la roca.
<"Quédate allí" yo le grite. "No lejos de aquí vive el guardabosque; voy a comer por al y él te ayudará". Corrí tan rápido como pude, pero no hacia la casa del guardabosque.
<"Pedrico, no me dejes. Tengo miedo" llamó Esteban detrás de mí, e inmediatamente siguió un grito:
<"¡Madre mío!"
que, Bach? ¿Ay, que, Bach?—con gritos amargos ambos exclamaron. Las lágrimas ya estaban corriendo por cara pálida de Ondreco.
-Allí en la cama en los rayos del sol como un cuadro santo, descansaba nuestro Esteban, durmiendo. Mama estaba sentada al lado de la cama. Hubo un zumbido en mis oídos y oscuridad ante mis ojos, y si Papa no hubiera brincado para cogerme yo me habría caído. Pasó mucho tiempo antes que me volvieran a la conciencia.
—¿Entonces no se ahogó?—ambos niños estaban asombrados, regocijándose.
—¿No se cayó en aquel pantano?
-Se cayó en el pantano, niños. Ay, se cayó, y no había ningún hombre que lo hubiera podido salvar. Pero teníamos un perro grande, que se llamaba Blanco, que iba alrededor siempre con nosotros, como Fido va con ustedes. Cuando salimos de la casa lo dejamos atrás, pero él nos siguió, y el Señor Dios mismo lo mandó en ese momento cuando la piedra debajo de Esteban se aflojó, y el perdió su equilibrio y cayó. Blanco lo cogió del pelo y lo arrastró a la orilla, y gañó y ladró hasta que llegó el guardabosque.
Aunque los niños tenían muchas preguntas en sus corazones obedientemente le dijeron "feliz noche" y fueron. Por mucho tiempo, acostados sobre el heno, hablaron juntos acerca de Esteban, como brincaba sobre las matas de grama, cómo la roca se botó debajo de él, cómo se cayó, y cómo Blanco lo salvo.
—Estoy muy triste por Bach Filina—dijo Ondreco—. Nunca puedo olvidarlo. Debe de dolerle; ¿puede ser que Dios todavía este enojado con él?
—¿Pero dónde está este Esteban?—se preocupó Pedrico—. Tenían la misma edad, entonces debe de ser tan anciano ahora. Tal vez él nos contará acerca de él otra vez.—Fueron detenidos de seguir platicando por Fido. De alguna manera él había logrado subir a ellos y ellos se regocijaron. Le contaron otra vez acerca del héroe Blanquito y le ordenaron seguirlo. El movió la cola, lamió sus manos y caras, gañendo de gozo coma que estuviera prometiéndolo todo, y cuando los niños durmieron, el mantenía abierto un ojo porque tenía que vigilar sobre sus compañeros.