Capítulo Siete

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Siete días pasaron. ¡Qué poquito de tiempo! ¡Pero a veces que largos pueden parecer siete días! ¡Cuántas cosas uno puede sobrevivir, experimentar y sufrir! El tiempo pasa; uno se despierta, se enjuga los ojos, y se pregunta si es verdad que ya ha pasado.
Así de esa manera Ondreco de Gemer, paseando entre el bosque, se preguntaba si todo era verdad lo que había pasado en los últimos siete días, o si era nada más un sueño. Bueno, no era sueño, realmente. Vino la Señora enferma. Realmente, ella vivía en la casita de Palko y aunque Ondreco ya había llevado el suero de leche tres veces, no la había visto a ella. La Tía siempre decía que ella estaba durmiendo, y que tenía que dormir mucho. Pues, ¿por qué siempre estaba durmiendo ella cada vez que él llegaba? Ella ya había hablado con Pedrico, y le había dado a él una caja llena de dulces. Palko ya había leído a ella de su Libra, y le había dicho que ella era casi tan bonita como su madre en la casa; únicamente Ondreco no la había visto todavía.
Cuanto él había orado ya, especialmente esa mañana, de que ella no estuviera durmiendo otra vez cuando el llegara, para que él también le diera la bienvenida a aquellos bosques y montañas. Antes Ondreco no pensaba en eso, pero ahora sí, cuando los encargados de los rebaños, especialmente Esteban, una y otra vez le recordaban de que estos rediles eran de su padre, y por tanto de él también, y que él tenía un justo derecho a todo. Cuando le daba queso y mantequilla para la Señora, le daban bastante, diciendo:—Llévalo, es tuyo.
Este pensamiento le parecía bien, de que todo es de nosotros. Si Palko podía decir "nuestra casita" ¿por qué no podría decir Ondreco "nuestros rediles, nuestra tierra y nuestro bosque"? Pues, entonces ella vino "a nosotros" aunque vivía en la casita de Palko. Cuando ella llegue a ser más fuerte vendrá a nosotros para tomar suero de leche de "nuestras ovejas".
Absorto en su meditación, el niño no se dio cuenta de que él había llegado a la separación de los caminos, de los cuales uno se dirigía para arriba a la "Roca de la Bruja", y el otro, para abajo a la casita en el valle. El tiempo otra vez estaba tan bonito, que desde los claros verdes en el bosque se podía oír las campanas grandes de los cameros y las pequeñas de las ovejas.
—Allá suenan las campanas de nuestras ovejas—sonrió el contento Ondreco. Corrió rápidamente a la banca, pensando sentarse en ella y descansar, pero no lo hizo porque ya estaba ocupada por alguien como una de las hadas del bosque, de las cuales Esteban muchas veces le hablaba, que en la noche de San Juan salían de la "Roca de la Bruja" y danzaban en los prados. Ninguna de ellas podía ser más bonita que la Señora sentada en la banca, cuyo respaldo estaba cubierto de un manto de dibujos de flores; una almohada de apariencia semejante estaba en el brazo de la banca, y sobre la almohada descansaba el brazo blanco de la mujer. Apoyada en la palma pequeña y angosta descansaba una cabeza, y dos ojos bellos de gris oscuro miraban lejos arriba de las montañas.
El niño puso la tinaja sobre el suelo y cruzó los brazos. De esa manera miraba la cara blanca como lirio, y los labios que parecían como que el Señor Dios los había hecho justamente para cantar. Y otra vez su corazón sintió como que alguien lo llevara lejos, muy lejos a la tierra de las memorias.
Lástima que la Señora, cubierta de un tapado de cachemira, no le vea al niño ¿No es el también de buena apariencia? ¡Y que hermoso! El sábado el doctor le mandó un nuevo traje, casi el mismo tipo como el que tenía Palko, pero la camisa estaba bordada de flores, con mangas anchas, pantalones angostos, sandalias decoradas, un sombrero redondo con franjas, y una pequeña bolsa bordada. Pedrico también recibió un nuevo traje, el tipo que estaba acostumbrado a llevar antes. Ondreco se alegró mucho de que ahora sería completamente igual que sus compañeros. Cuando todos los tres estaban en la iglesia ayer, la gente miraba alrededor hacia ellos.
¡Si la Señora solamente mirara para acá! ¡Seguramente ella nunca vio a un eslovaco tan hermoso! Pero ella no miró. Por fin, el niño se volvió en sí. ¡Pues, seguramente, tiene que ser ella, ella misma! ¿Quién otra estaría sentada en su banca? Y ella tenía esa linda gata a su lado. Aquí estaba ella, ya levantada, y el hasta ahora le estaba trayendo su desayuno. ¡Él había llegado tarde! Ay, él sabía que el suero tenía que ser calentado. ¿Cuándo, entonces, podría ella desayunar?
Cobró ánimo y la saludó. La Señora se movió, abrió los grandes ojos, y con asombro miró al niño quien tímidamente se acercó a ella.
—Buenos días—la saludó Ondreco—. Yo le traje el suero, pero ciertamente demasiado tarde. De todos modos, yo me di bastante prisa, así que por favor no se enoje conmigo.
—¿Me trajiste mi desayuno?—la Señora atónita preguntó. Se paró y tomó la tinaja pesada de la mano del niño—. De plano es muy pesada para ti.
-No lo era—dijo Ondreco, más cómodamente, mientras se fijaba sus bonitos ojos en la cara de la Señora. Pues, que alegre estaba de que por fin él también pudiera verla, y que ella hablaba con él y hasta le tomó de la mano.
—¿Y cómo te llamas?
-Ondreco—contestó él.
—¿Y vives aquí en estos rediles?
—Sí—dijo él—, vivo con Bach Filina. Me gusta mucho.
La Señora caminó con el niño y él llevó el cántaro. Ella era pequeña de estatura, pero cada movimiento le hacía recordar a uno de una princesa.
—¿Por qué no trajo Pedrico o Palko este suero?—preguntó ella, para empezar una plática con Ondreco.
—Nosotros tomamos turnos—dijo él.
—¿Toman turnos? Pero nunca te he visto a ti antes.
-He traído el suero ya tres veces, pero usted siempre ha estado durmiendo—dijo Ondreco.
-¿Verdad que yo siempre he estado durmiendo durante tus visitas? Entonces no voy a dejarte luego hoy. Tienes que descansar con nosotros. Mira, la Tía ya está esperando.—La mujer se detuvo y casi gozosamente alcanzó el cántaro a la Tía Moravec.
-Mira quién nos trajo el suero para nosotros hoy, pero sin duda ustedes ya se conocen. Yo y él nos hemos visto por primera vez ahora! Por favor prepara un buen desayuno para mi visitante.—Las manos de la Tía temblaban un poco cuando recibió el cántaro, y se dio prisa para calentar el suero de una vez.
¿Quién podría haber dicho a Ondreco como el Señor Jesús iba a contestar su oración? Pedrico vio a la Señora Únicamente en la cocina, pero ella guio a Ondreco a su propio cuarto. ¡Qué lindamente tenía las cosas arregladas allí! Un sofá y un sillón lujosos, y muchas cosas semejantes, como las que tenían en el castillo de Gemer, estaban en el cuarto. Le permitió sentarse con ella en el sofá y mirar un gran libro de fotografías, todas de tierras y ciudades bellas. Ella las señaló y las nombró.
¿Y ha estado usted en todos estos lugares?—se atrevió a preguntar.
Una expresión triste nubló su cara.—Sí, he estado, Ondreco, pero ahora tengo solamente un deseo, de quedarme para siempre en estas montañas y nunca tener que mirar otra vez aquel mundo malvado y engañoso afuera.
Después de un rato la Tía trajo el desayuno. Ondreco tuvo que sentarse en la mesa cubierta de un mantel bonito. Él estaba acostumbrado a orar antes de comer en la choza, así que lo hizo ahora también, y en el gozo que rebosaba de su corazón, agregó:—Te doy gracias, querido Señor Jesús, que Tú me has contestado tan bondadosamente.
La Señora ya había subido la taza a los labios, pero lo colocó en la mesa otra vez, y como que estuviera avergonzada, inclinó la cabeza también. Una lagrima apareció en sus pestañas doradas. Cuando el niño hubo terminado de comer, ella le preguntó que había pedido a Jesucristo. El confesó cuanto había deseado verla, y que casi tenía envidia a sus compañeros.
Luego pidió permiso para mirar también otro libro que estaba sobre la mesa. Estaba lleno de fotografías de personas. Ondreco miró a la Señora con el rabillo del ojo, porque más o menos diez de ellas eran fotos de ella misma, pero estaba vestida en toda clase de trajes extrañas de disfraz. En una de las fotos tenía un vestido flojo y una corona en la cabeza. Debajo de la foto estaba escrito "Maria Slavkovsky como María Estuardo". El niño descansó su cabeza rizada sobre sus palmas pequeñas, y pensó.
—¿Por qué miras tanto esa foto?—dijo la Señora, acariciando sus rizos dorados.
—¿Realmente es usted en todas estas fotos? ¿Tal vez ha jugado usted en el teatro?—dijo Ondreco.
Ella quedó atónita. ¿Qué sabes tú de los teatros? ¿Ta1 vez has estado en uno de ellos?
-No—meneó la cabeza—. Eso no sería posible. No he estado.—La cara del niño se puso triste.
—¿Qué quieres decir, Ondreco?—dijo la Señora, acercándole a ella.
-Bueno, mi madre también está grabada en fotografías, pero nunca la verá otra vez.
—¿Tú madre?—dijo ella, maravillada—. ¿No es ella una mujer del campo?
—¡Pues, no!—Los ojos del niño brillaban—. Ella es una cantora famosa, pero nunca la verá otra vez, porque ella se ha olvidado de mi hace mucho tiempo, y por tanto no tengo a nadie para cuidarme, ninguna madre, ningún padre, aunque yo fue asignado a él. Antes yo estaba muy triste acerca de eso, pero después que Palko vino a nosotros, y yo creí en el Señor Jesucristo, y lo recibí en el corazón, ya no soy nada más un huérfano desamparado, porque Él me ama, y Él está conmigo.
—El niño dejó de hablar porque la Señora se puso muy pálida, y el brazo con el cual ella lo había acariciado, cayó para abajo y un suspiro profundo se escapó de sus labios.
-¡Tía!—gritó el niño asustado, y no en vano. La Tía Moravec corrió al cuarto. Lavó la cara de la Señora, 'Alicia como la muerte, con alguna clase de agua de buen olor. Colocó una almohada debajo de su cabeza, y puso sus pies en el sofá. Después de un rato, la Señora empezó a respirar mejor otra vez. La Tía tomó al niño de la mano y lo guio a la cocina. Contestó las preguntas ansiosas de este, diciéndole solamente que la Señora estaba muy débil todavía y tenía que descansar.
Ondreco repitió a ella lo que habían estado hablando juntos. Al oír esto, la Tía suspiró y lo acarició, y dijo:—Todo es en vano. Tenía que suceder y entre más pronto, mejor.—Ella no le impidió a Ondreco que fuera a la casa, pero no lo permitió que llevara el cántaro.
-Manda a Palko en la tarde. El prometió conducir a la Señora a ti. Desde mariana en adelante, ella tiene que llegar a tu redil para tomar el suero. El doctor ordenó eso.
-¿Pero no está enferma ella?—el niño dijo, mostrando algo de ansiedad.
-Ya no está enfermo, solamente débil, y esta debilidad la tiene que vencer por medio de caminar—respondió la Tía.
En este mundo no hay dulzura sin amargura. Si no hubiera sucedido nada extraño, ese niño se habría vuelto a la casa sintiéndose muy importante y alegre. Pero Bach Filina lo encontró no muy lejos, con la cara cubierta de lágrimas, y cuando lo recogió en sus fuertes brazos como a un corderito, el niño echó ambos brazos alrededor de su cuello y le dijo todo.
-Bach, yo ciertamente dije algo malo, aunque yo no sé qué fue, y ella se puso muy triste acerca de ello—lloró Ondreco.
—No llores—el hombre lo consoló—. Tú nada más dijo lo que el Señor Dios puso en la boca. De todos modos, cuando la Señora venga en la tarde, todo estará bien otra vez.
Con estas palabras, Bach llevó al niño a su choza de madera, lo acostó en la cama, y se sentó a su lado. Acarició su brazo y su frente, y dentro de poco tiempo había hecho dormir a su pequeño cargo. Luego lo miró una vez más, tristemente, y salió. Más o menos media hora después los encargados de los rebaños Lo encontraron vestido en su traje de domingo, caminando en dirección a la "Roca de la Bruja". Pensaron que iba a la aldea, y se preguntaron por qué, ya que él había estado allí ayer.
Al mismo tiempo, sonaba un llanto amargo en la casita de Palko, el cual la Tía Moravec no podía callar en ninguna manera. Allí la Señora decía llorando:—Estaba aquí; él, mi hermoso hijo de cabeza dorada, y no lo conocí. El cántaro pesado el mismo me lo trajo. Quería verme, pero no me reconoció, ¿Cómo hubiera podido reconocerme, cuando yo misma no lo conocí a él? El que su propia madre se olvidó de al hace mucho tiempo no es cierto. Toda la gloria del mundo no podría tomar el Lugar de mi tesoro perdido. ¡Ay, mi padre, mi padre! ¡Si tan solamente usted supiera que ha sido de su hija! Usted la ensenó a doblar las manos en oración, pero ella se olvide de todo, hasta de eso, ¡Desafortunada yo, una esposa traicionada, una madre cobarde! ¡Si tan solamente supiera cómo sus advertencias se han cumplido literalmente!
La Señora lloraba amargamente. No había consuelo para ella. Usualmente no lo hay para el hijo o la hija que ha pisado debajo de los pies el buen consejo de sus padres, y después de eso ha tenido que sufrir todo lo que se le había dicho.
Por fin la Tía salió. Oyó pasos en la entrada. Después de un rato regresó para pedir que, si Bach Filina podía entrar, pues quería hablar de algo importante con la Señora.
En un momento Bach estaba en el cuarto.—He venido, Señora Slavkovsky, para hablar con usted—empezó seriamente—. Es tiempo de poner fin al pecado, el cual por muchos arios usted ha cometido concerniente al niño en mi cargo. El doctor me dijo que usted es su madre, y que mi Señor es su padre. ¿Ahora ha de crecer este niño tierno y sensible como alguien ha dicho: "Sea padre o madre, sea hermana o hermano, ninguno viene a darme la bienvenida"?—El hombre habló sinceramente.
La Señora alcanzó las manos hacia el de modo suplicante.—¿Qué puedo hacer yo? Me lo quitaron a mí y lo asignaron a De Gemer. Mi abogado hizo todo lo que podía, pero era en vano, lo amaría usted, y le gustaría cuidarlo como conviene a una madre decente, si mi Señor lo regresara a usted?
—¡Cómo no! Yo merezco que usted me pregunte eso. Si me cree o no, Bach Filina, yo daría todo si tan solamente pudiera conseguirlo para mi otra vez. Yo veo que él me ama, por indigna que soy.
—Sí, él la ama como únicamente los hijos desamparados saben amar. Por eso vine a usted, Señora, pues hoy o nunca Dios le da una oportunidad de conseguir su tesoro para sí otra vez. Su esposo anterior cayó4 profundamente en la deuda. Su administrador recibió la orden de vender la finca de la familia De Gemer. Si usted tiene suficiente dinero, y el doctor me dijo que lo tiene, cómprela de las primeras manos antes que los ricos judíos pongan mano a ella.
—¡Qué bueno, Bach Filina!—La Señora tomó la dura mano derecha del hombre en las pequeñas de ella—. ¿Cómo le puedo agradecer suficientemente por este consejo bueno y lindo? No sé si mi dinero disponible bastará, pero tengo joyas bonitas, y cuando venda esas, tendremos alga con que empezar por lo menos. Yo no carezco tanto de conocimiento de dirigir una finca como usted podría pensar; soy hija de un agricultor. ¿Pero quién me comprará esto? Mi abogado no está aquí.
-Deje a Ondreco con el doctor. Viaje a la oficina del administrador y compre la finca usted misma. Él tiene la orden de verderla. No empiece a hacer trato acerca del niño antes que la finca sea de usted. Por lo menos, eso es lo que pienso yo. Pero hoy deje saber a Ondreco que usted es su madre, para que el niño no tenga que sufrir más. Venga a nosotros en la tarde. Voy a mandar a Palko para traerla.
Filina se levantó.—Yo no habría venido a usted mientras este débil todavía, pero tenemos que apresurarnos con las compras, y Ondreco se preocupaba tanto, que temblaba todo el cuerpo, pensando que seguramente él había dicho alga mal a usted lo cual la hizo desmayar. El niño es muy tierno. Necesita no solamente fortalecimiento conmigo, pues eso es solo para el cuerpo, sino que su corazón necesita una madre. El Dios en los cielos ha llegado a ser su Padre. Adiós, entonces.
-Bach Filina—la Señora detuvo al hombre—. ¿Sabe usted por qué me separé con De Gemer? ¿O piensa usted que, puesto que yo soy una cantora, lo he dejado como una esposa infiel?
-El doctor me dijo que mi Señor la había tratado injustamente. No pregunto más. Cada uno de nosotros tiene suficientes pecados propios. Dios nos ye y nos conoce. No juzguemos para que no seamos juzgados.—La grave voz de Filina sonaba casi tierna. Él le dio un apretón de la mano y salió.