Full Text of Mano Cicatrizado
Guillermo Dixon era un infiel. No creía en la existencia de Dios, y aun si Dios existiera, no le perdonaría por haberle quitado a su esposa a los dos años de casados, y su niñito también había muerto. Se sentía desamparado y lleno de amargura.
Diez años habían pasado después de la muerte de María Dixon cuando sucedió un incidente conmovedor en su aldea. La casucha de la anciana Margarita Winslow se encendió completamente. Sacaban a la pobre anciana con vida, aunque sofocada por el humo, cuando los presentes se horrorizaron al oír el grito lastimero de una criatura. Era el pequeño Ricardo Winslow, huérfano y nieto de Margarita. Las llamas lo despertaron llevándalo a la ventana del último piso.
Gran valentía
Las gentes estaban muy afligadas al ver lo que iba a pasar con la criatura, pero sentían que no había remedio, pues la escalera se había ya derrumbado. De repente, Guillermo Dixon corrió a la casa ardiendo, subió por una cañería de hierro y tomó al niño tembloroso en sus brazos. Bajó con el niño en su brazo derecho, y, sosteniéndose con la mano izquierda, pisó tierra entre los aplausos de los presentes, exactamente cuando caía la pared.
Ricardo no se lastimó, pero la mano con la que Dixon se sostuvo al descender por la cañería candente, sufrió una quemadura espantosa. Esta sanó pero dejó una cicatriz que le acompañaría hasta la sepultura.
La pobre anciana Margarita nunca se repuso del susto, y murió poco después. El problema era ahora: ¿que sería de Ricardo? El Sr. Jaime Lovatt, persona muy respetable, pidió que se dejaran adoptarlo, puesto que él y su esposa ansiaban un niño, ya que habían perdido el suyo. Para sorpresa de todos, Guillermo Dixon hizo una súplica similar. Era difícil decidir entre los dos. Así que se llamó una junta compuesta de un pastor, el molinero, y otros más.
La decisión
El Sr. Haywood, el molinero, dijo: — Es halagador que ustedes, Sr. Lovatt y Sr. Dixon, ofrezcan adoptar al huerfanito, pero estoy perplejo acerca de quién deberá tenerlo. El Sr. Dixon, que le salvó la vida, tiene más derecho, pero el Sr. Lovatt tiene esposa y es necesario que la criatura sea cuidada por una mujer.
El pastor, Sr. Lipton, dijo: — Un hombre de las ideas del Sr. Dixon no puede ser el más apropiado para cuidar al niño; mientras que el Sr. Lovatt y su esposa son ambos cristianos y lo educarán como debe ser.
— El Sr. Dixon salvó el cuerpo del niño, pero sería muy triste para su futuro y bienestar, que el mismo individuo que lo salvó del incendio, fuese el que lo guiara a la perdición eterna.
— Oiremos lo que los interesados tienen a su favor — dijo el Sr. Haywood — , después, lo pondremos a votación.
El Sr. Lovatt respondió: — Pues, caballeros, hace poco que mi esposa y yo perdimos un pequeñito, y sentíamos que este niño llenaría el lugar que ha quedado vacante. Haremos lo mejor para criarlo en el temor del Señor. Además, un niño así necesita el cuidado de una madre.
— Bien, Sr. Lovatt; ahora el Sr. Dixon.
— Tengo sólo un argumento, señor, y es éste, — contestó el Sr. Dixon con calma mientra quitaba la venda de su mano izquierda y alzaba el brazo herido y cicatrizado.
Reinó silencio por algunos momentos en el cuarto, nublándose los ojos de algunos. Había algo en aquella mano cicatrizada que apelaba al sentido de justicia. Tenía derecho sobre el muchacho porque había sufrido por él. Cuando vino la votación, la mayoría falló a favor de Guillermo Dixon.
Así que principió una nueva era para Dixon. Ricardo no echó de menos el cuidado de una madre, porque Guillermo era un padre y una madre para el huerfanito, y derramó sobre la criatura que había salvado toda la ternura encerrada en su fuerte naturaleza.
Ricardo era un muchacho diestro y pronto respondío a la preparación de su benefactor; lo adoraba con todo el fervor de su pequeño corazón. Recordaba cómo “papito” lo había rescatado del incendio y como lo reclamaba por causa de la mano tan terriblemente quemado por amor de él. Se conmovía hasta llorar y besaba la mano cicatrizada por su causa.
Otra mano
Cierto verano hubo una exposición de cuadros en el pueblo y Dixon llevó a Ricardo a verlos. El muchacho estaba muy interesado en los cuadros e historias que el “papito” le contaba acerca de ellos. La pintura que más le impresionó fue una en la que el Señor Jesús reprueba a Tomás; al pie de la cual había estas palabras:
“Pon aquí tu dedo, y mira mis manos” (Juan 20:27).
Ricardo leyó las palabras y dijo: — Por favor, papito, cuéntame la historia de este cuadro.
— No, ¡ésa no!
— ¿Por qué no?
— Porque es una historia que yo no creo.
— ¡Oh!, pero eso no importa — insistió Ricardo — tú no crees la historia de Jacobo y el Matagigantes y sin embargo, es una de mis favoritas. Cuéntame la historia del cuadro, por favor, papito.
Así, pues, Dixon le relató la historia y a él le gustó mucho.
— Es como tu y yo, papito — dijo el muchacho — . Cuando los Sres. Lovatt querían adoptarme, tú les enseñaste la mano. Quizás cuando Tomás vió las cicatrices en las manos del Buen Hombre, sintió que pertenecía a él.
— Probablemente — contestó Dixon.
— El Buen Hombre se veía tan triste — dijo Ricardo — ; creo que se entristeció porque Tomás no le creía. Qué malo fue; ¿verdad? Después de que el Buen Hombre había muerto por él.
Dixon no contestó y Ricardo continuó: — Hubiera sido yo muy malo si hubiera contradicho así, cuando me dijeron acerca de ti y del fuego y dijiera que no creía que lo hubieras hecho; ¿verdad, papito?
— Basta, no quiero pensar más en el, hijo.
— Pero, tal vez, Tomás amó al Buen Hombre después, así como yo te amo más y más. Cuando veo tu pobre mano, papito, te quiero más que nada en este mundo.
Ya cansado, Ricardo se durmió antes de terminar la medida de sus afecciones y gratitud, pero el descanso de Dixon fue turbado y no pudo dormir por estar pensando en el cuadro que había visto y en aquel semblante triste que lo miraba desde la pared de la exposición. Soñó acerca del Sr. Lovatt y él cuando se discutía sobre el niño; de como cuando enseñó la mano cicatrizada, el muchacho huía de él. Un sentido amargo de injusticia subía a su corazón.
No se dejó llevar por esta influencia en seguida, mas su amor por Ricardo había ablandado su corazón y la semilla había caído en buena tierra. Dixon era honrado, y no dejaba de ver que el argumento que había usado para ganar a Ricardo se levantaba en su contra al negar el derecho de aquellas manos heridas por él, y cuando consideró la gratitud ardiente que manifestaba aquella criatura por la salvación que su padre adoptivo le había deparado, Dixon se sintió pequeño al lado del muchacho.
Un corazón abierto
Con el tiempo, el corazón de Dixon se volvió como el del niño. Al leer la Biblia, encontró que así como Ricardo le pertenecía, él también era de aquel Salvador que había sido herido por sus transgresiones, y le entregó su espíritu, alma, y cuerpo al cuidado de aquellas benditas manos horadadas por su causa.
“Desde la cruz, amor y bien
Mesclados fueron con dolor;
¿Cuándo se ha dicho que estos tres
Formen corona de valor?”
“Despreciado … herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados” (Isaías 53:3,5).
“Llevó Él mismo nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero” (1ª Pedro 2:24).