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Tuve en mi regimiento un joven corneta, Guillermo Holt. Muchas veces había notado que era delicado para la vida que llevaba, pero nació en el regimiento y era nuestra obligación hacer lo mejor por él.
Su padre había muerto en acción y su madre murió seis meses después.
En vista de que varios actos de insubordinación llamaron mi atención, decidí dar un castigo ejemplar al culpable de la siguiente falta.
Una mañana me informaron que la noche anterior, alguien tiró al suelo los blancos estropeándolos. Al hacer la investigación, resultó que el culpable o culpables eran precisamente los de la tienda donde Guillermo se hospedaba. Todos fueron arrestados en seguida a fin de juzgarles en consejo de guerra. En vano se les pidió que presentaran al culpable, y por fin, hablé, «Si alguno de los que durmieron en la tienda número 4 la noche anterior se adelanta y recibe su castigo como hombre, los demás quedarán en libertad, pero si no, no habrá más remedio que castigar a todos. Cada uno por turno, recibirá diez latigazos.»
Durante dos minutos hubo un silencio sepulcral; entonces de entre los prisioneros que casi escondían su pequeño cuerpo, se adelantó Guillermo Holt.
Adelantóse como a unos dos pasos de donde estaba sentado; su rostro pálido; una fija intensidad de propósito se reflejaba en su cara.
«Coronel,» dijo, «Ud. ha dado su palabra de que si alguno de los que durmieron en la tienda número 4 anoche, se adelanta y toma su castigo, los demás quedarán en libertad. Estoy dispuesto, señor, y le ruego que se haga ahora mismo.»
Quedé mudo por un momento; ¡estaba tan sorprendido! Entonces en un arranque de ira y disgusto me dirigí a los prisioneros, «¿Es que no hay entre vosotros alguno con valor? ¿Sois tan cobardes que dejáis a este muchacho sufrir por vuestra culpa? Vosotros sabéis tan bien como yo, que no es el culpable.» Mas ellos permanecieron callados e impasibles sin decir palabra.
Nunca en mi vida me había encontrado en situación tan difícil. Sabía que tenía que cumplir mi palabra, y el muchacho también lo sabía. Con el corazón quebrantado, di la orden y fue conducido al castigo.
Valientemente se sostuvo, con la espalda desnuda, mientras se oían, uno, dos, tres latigazos. Al cuarto, escapó un lamento de sus pálidos labios, y antes del quinto se oyó un grito de los otros prisioneros quienes habían sido forzados a presenciar la escena, y de un salto, Jaime Sykes, el peor del regimiento, arrebató el látigo, mientras entre sollozos balbucía, «Pare, coronel, pare y áteme en su lugar. El no es culpable; yo lo hice,» y con el rostro convulsivo y angustioso abrazó al muchacho.
Desmayándose y casi sin poder hablar, Guillermo alzó la vista para mirar al hombre y ¡qué mirada! «No Jaime,» murmuró, «estás a salvo; la palabra del coronel es firme.» Su cabeza cayó hacia adelante. Se había desmayado.
Al día siguiente yendo hacia la tienda del hospital donde el muchacho estaba, encontré al doctor.
«¿Cómo está el chico?» le pregunté.
«Está agonizando, coronel,» dijo quietamente.
«¡Cómo!» No pude explicarme.
«Sí, el choque de ayer fue demasiado para su débil fuerza.»
El moribundo estaba sostenido por unas almohadas y a su lado, inclinado y medio hincado, estaba Jaime Sykes. El cambio en el rostro del muchacho me alarmó; estaba tan pálido, pero sus ojos brillaban con una luz admirable y atractiva. Hablaba sinceramente, pero ninguno de ellos me vio.
En ese momento vi que el hombre arrodillado levantó su cabeza y limpiándose el sudor murmuró incoherentemente, «¿Por qué lo hiciste, muchacho? ¿Por qué?»
«Porque quise sufrir en lugar tuyo, Jaime,» contestó con ternura la débil voz de Guillermo. «Pensé que así entenderías algo del porqué Jesús murió por ti.»
«Cristo no tiene nada que ver conmigo. Soy muy malo.»
«Pero Él murió para salvar a los malos, sí a ellos. Él dice, “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mateo 9:13). “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18). Querido Jaime,» suplicaba con voz sincera, «¿habrá muerto en vano el Señor? Ha derramado Su preciosa sangre. Él llama a la puerta de tu corazón; ¿le dejarás entrar?»
La voz del muchacho se debilitaba, pero colocando su mano sobre la cabeza del que estaba arrodillado, cantaba:
¡Tal como soy, de pecador,
Sin más confianza que Tu amor,
Ya que me llamas, acudí;
Cordero de Dios, heme aquí!
Tal como soy, Tu compasión
Vencido ha toda oposición;
Ya pertenesco solo a Ti;
Cordero de Dios, heme aquí.
conmoviendo el corazón de los que le escuchaban. Después, lentamente fueron cayendo los brazos débiles, la luz se esfumaba de sus antes brillantes ojos y el valiente espíritu del querido muchacho había volado hacia Dios.
Coronel H.
“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1ª Pedro 3:18). “Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados...y por Su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:5‑6).
El “Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).