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Un predicador bien conocido, se estaba preparando para ir a reposar cierta noche cuando escuchó que alguien tocaba su puerta. Al abrirla se dio cuenta de que era una niña mojada a causa de la lluvia. Mientras parado contemplaba a la niña de cara delgada ella habló preguntando: “¿Es usted el predicador?”
“Así es,” le contestó él.
“Pues, ¿no podría ayudar a mi madre para que pueda entrar?” preguntó la niña.
Aquel predicador contestó, “Querida, no se vería bien si yo le dejara entrar. Si ella está embriagada, deberías buscar mejor a un policía.”
“Oh, señor,” contestó rápidamente, “¡usted no entiende! Mi mamá no está embriagada; ella está muriendo en casa, y tiene temor a morir. Desea ir al cielo, pero no sabe cómo hacerlo. Le dije que yo buscaría a un predicador para que le ayudara a entrar. Venga rápido, señor, ¡va a morir!”
El predicador no pudiendo resistir la petición de aquella niña, le prometió que iría en cuanto se cambiara de ropa.
La niña lo dirigió a una casa vieja de un barrio pobre, subiendo unas escaleras, y atravesando un pasillo oscuro, y finalmente al cuarto sombrío. Allí se encontraba acostada la mujer moribunda.
“Mami, he traído al predicador. No estaba listo al principio, pero ya ha llegado. Dile lo que quieres, y haz lo que te diga, ¡y él te ayudará a entrar!”
Muy cansada para incorporarse, la pobre mujer levantó la voz y preguntó, “¿Puede usted hacer algo por mí? He vivido mi vida en pecado, y ahora que estoy a punto de morir, siento que voy derecho al infierno, pero yo no quiero ir allá; yo quiero ir al cielo. ¿Qué puedo hacer?”
Mirando su rostro que reflejaba preocupación, el predicador pensó: ¿Qué le puedo decir? He estado predicando que la salvación se obtiene por medio de la reformación, pero esta pobre alma ha llegado tan lejos para poder reformarse. He estado predicando salvación por carácter, pero ella carece de esto. No sé qué hacer. Le diré lo que mi madre me decía cuando era niño. Ella está muriendo y sea que se sienta mejor o no, no le causará daño.
Inclinándose junto a ella el predicador comenzó: “Mi estimada señora, Dios es muy lleno de gracia y de bondad, y en su Palabra, la Biblia dice: ‘De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna’ (Juan 3:16).”
“¡Oh!,” exclamó la mujer moribunda, “¿dice eso la Biblia? Eso de seguro me dejará entrar. Pero, señor, mis pecados, ¡mis pecados!”
El predicador estaba asombrado en la manera en que los versículos volvían a su mente. “Mi querida mujer,” continuó, “la Biblia dice que ‘la sangre de Jesucristo Su Hijo nos limpia de todo pecado’ (1 Juan 1:7).”
“¿Dijo usted, todo pecado?” preguntó con ansias. “¿Realmente dice que TODO pecado? Eso de seguro me dejará entrar.”
“Sí,” le contestó, junto a ella de rodillas. “Dice todo pecado. El libro de Dios también dice: ‘Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero’ (1 Timoteo 1:15).”
“Pues,” dijo ella, “si él pudo entrar, entonces yo también. ¡Ore por mí, señor!”
“Y en el proceso,” agregó el predicador, “mientras ella entraba, yo también entré. Los dos pecadores, el predicador y la mujer, entramos juntos por la puerta de salvación aquella noche.”
El Señor Jesús dice: “Yo soy la puerta: el que por Mí entrare, será salvo” (Juan 10:9). Nuevamente: “Al que a Mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).
El Señor Jesús es la puerta. Él no dice que es una puerta, porque no hay otra puerta. La iglesia no es la puerta; los Diez Mandamientos tampoco, ni el reformarse o por hacer buenas obras; la bendita María, madre de Jesús, no es la puerta. Jesús es la única puerta, y para entrar al cielo, un pecador deberá venir a través de Él, para que sus pecados sean perdonados y limpiados.
El buen vivir del predicador no le dio la entrada, ni el proceder malo de la mujer le privó de entrar. Ambos eran pecadores, “por cuanto todos pecaron” (Romanos 3:23), y como tal entraron por la misma puerta a la vida y paz, por medio de la fe en el Señor Jesucristo.
“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).