Entonces, ¿qué propósito me lleva a escribir estas páginas? ¿El de que los cristianos no hagan nada? ¡De ninguna manera! He escrito con el deseo de que haya menos presunción y más modestia en lo que emprendamos; y que lleguemos a ser tanto más conscientes de la situación de ruina a la que hemos reducido a la Iglesia.
Si me dices: “Me he separado del mal que mi conciencia rechaza, que se enfrenta con la Palabra”, muy bien. Si insistes en que la Palabra de Dios demanda que los santos sean uno y unidos; que nos dice que donde hay dos o tres reunidos, Jesús está en medio de ellos, y que por ello os “reunís”, de nuevo digo que muy bien. Pero si seguís diciendo que habéis organizado una iglesia, o que os habéis combinado con otros para ello; que habéis escogido a un presidente o pastor, y que habiendo hecho esto, ahora sois una iglesia, o la Iglesia de Dios en el lugar donde estáis —os pregunto—: Amigos míos, ¿quién os ha comisionado para ello? Incluso en base de vuestro principio de la imitación (aunque imitar poder es algo absurdo: y el reino de Dios es “con poder”), ¿dónde encuentras todo esto en la Palabra? En ella no veo ni rastro de que las iglesias eligiesen presidentes o pastores. Me dirás que ha de ser así para mantener el orden. Mi respuesta es que no puedo abandonar el terreno de la Palabra —“El que conmigo no recoge, desparrama”—. Decir que se actúa así por necesidad es razonar de forma meramente humana. Tu orden, constituido por la voluntad humana, pronto será visto como desorden a la vista de Dios. Si hay tan solo dos o tres que se reúnen al nombre de Jesús, Él estará allí. Si Dios suscita pastores entre vosotros, u os los envía, muy bien, es una bendición. Pero desde el día en que el Espíritu Santo constituyó la iglesia, no tenemos registro alguno en la Palabra de que la iglesia los haya escogido.
Entonces surge la pregunta: ¿Qué debemos hacer? Pues debemos hacer lo que siempre hace la fe —reconocer nuestra debilidad y tomar el puesto de dependencia de Dios—. En todas las edades, Dios es suficiente para Su iglesia. Es de la mayor importancia que nuestra fe se aferre a la verdad, que sea cual sea la ruina de la iglesia en la tierra, encontramos siempre en Cristo toda la gracia, fidelidad y poder necesarios para las circunstancias en las que la iglesia se encuentre. Él nunca falla. Si sois tan sólo “dos o tres” que tenéis fe para ello, reuníos. Descubriréis que Cristo está con vosotros. Invocadle. Él puede suscitar todo lo necesario para la bendición de los santos, y no dudéis que lo hará. No nos aseguraremos la bendición por medio de una pretensión nuestra de ser algo cuando nada somos. ¿En cuántos lugares no se ha estorbado la bendición de los santos por esta elección de presidentes y pastores? ¿En cuántos lugares no se habrían podido reunir los santos con gozo en la fuerza de esta promesa hecha por Cristo a los “dos o tres”, si no se hubiesen sentido atemorizados por esta pretendida necesidad de organización y por acusaciones de desorden (como si el hombre fuese más sabio que Dios), y si sus temores al desorden no les hubiesen persuadido a continuar un estado de cosas que ellos mismos confiesan que está mal? Tampoco sirve la constitución de estos cuerpos organizados para refrenar el dominio por parte de una sola persona ni la lucha entre varias. Más bien tiende a producir ambas cosas.
Lo que la iglesia necesita de manera especial es un profundo sentir de su ruina y necesidad, un sentir que se vuelva a Dios para refugiarse en Él —con confesión, y que se separe de todo mal conocido— que reconozca la autoridad de Cristo como Aquel que gobierna como Hijo sobre Su casa, y al Espíritu de Dios como el único poder en la iglesia; y que con ello recibe a cada uno a quien Él envía, según el don que el tal haya recibido, y ello con acción de gracias a Aquel que por este don constituye a tal hermano como siervo de todos bajo la autoridad de la gran Cabeza, del gran Pastor de las ovejas. Tanto la pretensión de que el mundo sea la iglesia como la de restaurarla son dos cosas igualmente condenadas y no autorizadas por la Palabra.
Si me preguntas, ¿qué hemos de hacer entonces?, te responderé: ¿Por qué estás siempre pensando en hacer algo? La posición, humilde, cierto, pero bendecida plenamente por Dios, es confesar el pecado que nos ha traído a donde estamos, humillarnos bajo el Señor, y separarnos de toda iniquidad conocida, descansando en Aquel que es poderoso para hacer todo lo necesario para nuestra bendición, sin arrogarnos el hacer más, por nosotros mismos, que lo que la Palabra nos autoriza.
Un punto de la máxima importancia, y que aquellos que desean organizar iglesias parecen haber perdido totalmente de vista, es que existe el poder, y que sólo el Espíritu Santo tiene poder para reunir y edificar la iglesia. Ellos parecen creer que tan pronto tienen unos ciertos pasajes de la Escritura, no tienen más que hacer que actuar en base de ellos; pero por debajo de la cubierta de la fidelidad se agazapa en esto un error capital: que se deja a un lado la presencia y el poder del Espíritu Santo. Sólo podemos actuar en base de la Palabra de Dios por el poder de Dios. Pero la constitución de la iglesia fue un efecto directo del poder del Espíritu Santo. Nos engañamos a nosotros mismos de una manera muy extraña si dejamos a un lado este poder, y mantenemos con toda la pretensión de imitar a la iglesia primitiva en lo que emanaba de aquel poder. Debo precisar que allá donde se trata de un acto directo de obediencia, el cristiano no debe esperar a tener poder: la gracia constante de Cristo es su poder para obedecer a la Palabra. En lo que precede me he estado refiriendo al poder para llevar a cabo una obra divina en la iglesia.
Sé que aquellos que consideran que estas pequeñas organizaciones son iglesias de Dios no ven más que meras reuniones humanas en toda otra reunión de hijos de Dios. Hay una respuesta muy sencilla en lo que a esto atañe. Estos hermanos no tienen promesa alguna que les autorice a establecer de nuevo las iglesias de Dios cuando las tales han caído, mientras que sí hay una promesa positiva de que allí donde hay dos o tres congregados al nombre de Jesús, Él está en medio de ellos. De modo que no hay promesa alguna en favor del sistema por el que los hombres organizan iglesias, mientras que sí hay una promesa para este “reunirse congregados” que tantos hijos de Dios menosprecian.
¿Y qué consecuencia vemos de las pretensiones de estos cuerpos? Aquellos que comparan la pretensión con la realidad quedan desazonados y se sienten repelidos; por otra parte se constituyen una multitud de ellos separados entre sí; y de esta manera queda estorbado el objetivo deseado, que es la unión de los hijos de Dios. Aquí y allí los dones de uno u otro pastor pueden producir mucho efecto; o puede que todos los cristianos puedan vivir en unidad y haber mucho gozo; pero el resultado habría sido el mismo aunque no se hubiese dado la pretensión de ser la iglesia de Dios.