—Saca la lengua —ordené.
El muchachito africano exhibió tímidamente la rosada punta de la lengua.
—Vamos, muéstrame la otra punta —le dije.
—Yah, Bwana —dijo—, la tengo pegada.
—Muéstrame dónde —le respondí.
Una sonrisa hizo suavizar su rostro renegrido. Abrió la boca y la mostró en toda su extensión.
—Ah, ya sé exactamente qué medicina precisas.
El muchachito se llenó de alegría y salió sujetando un cartoncito que le daba derecho a tomar, tres veces por día, una cucharadita de una poción que con seguridad aquietaría lo que él llamaba “la intranquila serpiente de su interior”.
—Yunji yaze (¡El próximo!) —llamé.
Entró una mujer africana vestida con una tela blanca, ajustada bajo las axilas.
—Bwana, he venido por medicina —dijo— y te he traído un regalo.
Mostró una calabaza en la que llevaba medio litro de semilla de mijo. Daudi echó un poco en la palma de su mano y lo sopló.
—Yah, mira los dudus (bichos) —dijo.
— ¡Jeh! —expresó la mujer moviendo la cabeza.
—Jeya (sí) —dijo Daudi— ya lo sé. Tu marido te ha dicho. “No lleves del grano bueno. Lleva algo del año pasado. El bwana es un europeo y no notará la diferencia”.
La mujer parecía apurada por cambiar de tema.
—Bwana, he caminado desde Makasuku—dijo.
— ¡Jeh! Un viaje de tres días—dijo Daudi.
—Bwana, quiero tu ayuda. Hay un gran problema en mi casa.
—Yah, pero ¿por qué vienes aquí? —le preguntó Daudi —. ¿No hay doctores cerca de tu casa?
La mujer miró para todos lados.
—Por supuesto, están nuestros waganga (hechiceros), pero les tengo miedo. ¿Sabes? Se trata de mi único hijo. Con los otros dos falló la medicina de los ojos y murieron.
Daudi hizo un gesto con la cabeza.
—Y por eso viniste con nosotros.
El tono de voz de mi enfermero africano había cambiado.
—Alu, oí que el bwana tiene medicinas que curan los ojos y por eso traje a mi hijo.
— ¿Dónde está? —pregunté.
La mujer caminó por el corredor y dobló la esquina. La seguimos. Sentado a la sombra de un pozo estaba un muchachito.
—Mbukwa (Buenos días) —le dije.
El chico tenía la mano sobre los ojos.
—Mbukwa—contestó, sin levantar los ojos.
— ¿Itagwa yako gwe gwe nani? (¿Cómo te llamas?) —le pregunté en chigogo, el idioma del centro de Tanganica. Sin moverse, respondió:
—Malalangambuli.
Miré a Sechelela que me guiñaba los ojos.
—Te llamaré Mbuli para abreviar. Cuando crezcas y seas alto, te pondré la otra parte.
La madre sonrió. El chico retiró la mano y la movió hacia ella pero, por alguna razón, se encontró con la mía y entonces vi sus ojos, hinchados de tanto llorar e increíblemente inflamados.
— ¿Te duele? —le pregunté.
Retorció la boca y afirmó con la cabeza.
— ¿Tienes hambre?
Sacudió la cabeza y agregó:
—Bwana, el dolor es enemigo del hambre.
Ahora estábamos a la sombra. El que no hubiera resplandor le alentó para abrir los ojos.
—Mbuli, ¿te gustaría que te ayude? —le pregunté.
Sus impresionantes ojos se volvieron hacia mí.
—Bwana, no me gusta el dolor —dijo.
Fuimos a la sala. Le puse gotas en los ojos. Parpadeó y sé sentó.
— ¿Eso es todo? —preguntó.
—Es solo la primera parte—respondí.
Mirando a Daudi le mostré la causa del mal, una úlcera en el mismo ojo. Trajeron un plato con loción, algodón, ungüento amarillo, gotas negras y un rollo de la tela adhesiva. Una enfermera africana le lavó los ojos, les puso gotas, esparció el ungüento por los párpados y luego cortó dos trozos de tela adhesiva, colocando uno sobre cada ceja.
—Mbuli, esto te evitará tener que andar poniéndote la mano sobre los ojos —le expliqué—. Si quieres ver algo puedes levantar la tela, pero si quieres evitar la luz te bastará dejarla caída.
—Bwana, voy a seguir tus instrucciones —dijo.
Era un chiquillo muy simpático. Yo había esperado una lucha llena de alaridos y salir lleno de gotas y loción desde la cabeza a los pies, ya que a menudo necesitábamos de dos o tres enfermeras para dominar a algún paciente, pero Mbuli no se había resistido. Al contrario, me tomó solemnemente la mano y dijo:
—Gracias, Bwana. ¿Mis ojos estarán bien pronto?
—Tardará unas tres semanas, Mbuli, y cada día tengo que hacer lo que he hecho hoy. Puedes quedarte en nuestro hospital. También podemos dar de comer a tu madre.
— ¡Kah! Pero yo debo... —dijo la madre y se quedó callada.
Me di cuenta que Sechelela, nuestra jefa de enfermeras, la miraba extrañamente, pero no pensé más en ello y salieron rumbo a la sala.
—Yunji yaze —llamé.
No pasó nada. Me puso en punta de pie, mientras miraba hacia el armario de las drogas, por sobre el cual se veía el recubierto de la puerta. Más arriba se veían trozos de barro coloreado en una pared blanqueada y, como resultado de una tormenta, un techo resquebrajado y ladrillos asoleados.
Se abrió la puerta de la sala y la enfermera africana asomó la cabeza.
—Informe, Bwana: diecisiete úlceras, doce ojos, cuatro oídos con inyecciones y el muchachito con la mordedura de hiena.
—Una linda colección —comenté—. No parece haber alguien más, y ya era tiempo. He examinado a ochenta y un personas esta mañana.
Al darme vuelta, vi dos grandes ojos asomándose por la ventana detrás de mí. Todo lo que podía ver era el extremo útil de una lanza que había aparecido en el lugar sin ruido alguno.
— ¿Bwana, jodi? (¿Se puede?) —dijo una voz profunda.
—Karibu (Entra) —respondí.
Entró un africano que evidentemente había caminado una larga distancia. Su cabello estaba arreglado de acuerdo con la última moda, con barro rojo trabajado sobre su apretujado cabello motoso. Parecía acomodarse sobre sus orejas como un cráneo ajustado. Pasó al interior, puso su lanza y palo nudoso apoyándolos suavemente en un rincón y se sentó en cuclillas, después de descargar una estera de palmas en el centro del piso. Daudi la levantó y la examinó. Mi interés no estaba sólo en la estera, sino también en un animalejo del tamaño de la uña de mi pulgar, de color verdoso, que movía lentamente sus siniestras patas por el piso en dirección a donde yo estaba. Levanté un trozo de papel secante, lo ahuequé y con él eché al animal afuera.
Sobre mi hombro llamé en inglés.
—Compra todas las esteras que ha traído, Daudí, a treinta centavos cada una.
Daudi asintió.
—Bwana, es el tío del niño del ojo enfermo. Se ha sorprendido de verle aquí.
—Mmm..., pon las esteras en el depósito, Daudi.
Vi a cuatro enfermeros que habían terminado la tarea matutina de dar las medicinas y llenar los frascos para la guardia. Les presente el insecto para que ellos lo observaran. Miraron e hicieron una mueca.
—Ikutapa — dijeron a coro.
— ¿Qué es eso en inglés? —pregunté.
—Una garrapata, señor —me respondió uno de los muchachos de la mejor manera—. Pica muy feo, con mucho dolor, fiebre y todo lo demás.
—Bueno, bueno —repuse.
Mirando al primer muchacho, le dije:
—En el polvo allí, hazme un dibujo de lo que verías en el microscopio si te picara.
El muchacho alisó un poco la tierra, hizo una gran circunferencia con su pie y comenzó a dibujar.
Al segundo le dije:
—Tú me harás un cuadro de la temperatura tal como sería si le hubiera picado.
Al tercero le dije:
—Ahora prepárate para decirme qué tratamiento le darías.
Todos estuvieron ocupados por un momento.
De una pequeña cabaña de techo de paja, salió el tom tom de un gran tambor. Era lo que los lugareños llamaban sa tano, la quinta hora del día, que cuenta desde el amanecer. Desde las varias salas del hospital, salieron enfermeras y enfermeros africanos. Todos se acercaron a darme sus informes. El primer muchacho tenía una jeringa en su mano y un frasco con tapa de goma.
—Fíjate, Bwana—dijo, poniendo exactamente cinco gotas en la jeringa.
— ¿Para qué? —pregunté.
—Es del hombre con la pierna rota, Bwana, cuyo nombre es Mwalimu.
—Muy bien —dije.
Detrás de mí estaba un muchacho de mirada solemne, vestido con camisa y pantalones cortos, con un delantal blanco que indicaban que era el encargado de los análisis de enfermedades infecciosas. Trabajaba todo el día con microscopios, tubos de ensayo y cosas parecidas.
—Bwana, aquí están los análisis de la lepra —dijo.
Con letra muy nítida, me mostró una lista de nombres. Junto a cuatro de ellos había una línea.
—Bueno, Kalebi ha logrado tres pruebas negativas, lo podemos considerar como libre de síntomas —expliqué—. ¿Qué se dice de ese chiquillo que vino por otra cosa y al que le descubrimos lepra?
—Bwana, tiene mucha infección pero está aumentando de peso —dijo el enfermero—. Creo que andará bien.
—Espléndido, sigamos con el tratamiento.
—Bwana, ¡qué día y qué noche! —dijo la enfermera que estaba detrás de mí—: Nueve bebés, nada fuera de lo común. Ya terminé todo sola y ahora me voy a dormir. Los bañé a todos, les puse aceite, les puse gotas en los ojos, todos están en sus camas, sus madres están bien y todo está tranquilo en la sala, y me imagino que seguirá tranquilo hasta que vuelva esta noche.
Meneó la cabeza, sonrió y se fue hacia su casa, con su propio bebé en la espalda y llevando de la mano a otro de tres años, que había pasado la noche en el hospital mientras su madre, una competente enfermera africana, había estado sumamente ocupada.
—Perdóneme, señor —dijo una voz serena. Entonces vi a otra muchacha africana, maestra de nuestra escuela de enfermeras. —¿Recuerda que usted debe dar una clase a las enfermeras a las once y media?
—Bueno, allí estaré, Yuditi.
Los tres muchachos que habían estado sumamente ocupados dibujando en el suelo dijeron:
—Ven y ve, Bwana.
El primero me mostró un dibujo de grandes círculos, de tamaño de la mano, con una serie de dibujos en el espiral central.
—Explícamelo —le dije.
—Bwana, las cosas redondas son células sanguíneas y las otras los dudus que traen la fiebre de la garrapata.
El segundo muchacho dibujó una figura que no significaba nada a quien no estuviera en el tema. Una línea vaga e imprecisa cruzaba por entre unas siete u ocho pisadas. Se notaba que lo había medido con el pie desnudo. Más allá, aparecía una línea y se presentaba como una serie de picos montañosos. Esto seguía por unas cuatro o cinco pisadas y luego volvía a bajar.
—Bwana, la temperatura sube por un tiempo, luego baja por un poco rato y después vuelve a subir y vuelve a bajar y luego sube y baja de nuevo.
—Eso es lo que llamamos una fiebre oscilante.
Mirando al tercer muchacho, le dije:
— ¿Qué pasaría si no hubiera tratamiento?
No había estado inactivo mientras sus compañeros dibujaban, porque de súbito hizo aparecer una pala y con una expresión de luto en la cara, comenzó a cavar una fosa. Todos se rieron.
—Y todo ese problema —comenté— por una pequeña garrapata del tamaño de la uña del pulgar, una garrapata que no hace ruido, que pica cuando uno duerme, una garrapata tan fácil de matar cuando se sabe donde está.
Aplasté con el talón al bicho acusado.
—Bwana, estamos listas para la clase —se oyó una voz.
—Bueno, ya voy —contesté.
—Ah, Bwana —llamó Daudi—, hay cuatro operaciones de cataratas a las saa nane (dos de la tarde).