Todo lo que quedaba de nuestro festín de unos días antes era un montón de huesos y un chico muy enfermo que, según yo creía, se había tomado muchas libertades con el asado. Después supe que él y otro muchacho que recién habían llegado del monte, habían escondido tres días debajo de la cama lo que ellos consideraban las mejores porciones. ¡Y no hay que olvidar que Tanganica está en los trópicos, apenas al sur del ecuador!
Cuando creyó que su trozo de carne estaba maduro, lo cocinó y lo comió en secreto, pero, para diversión de todos, su secreto duró menos de lo que él pensaba. Estaba echado en cama quejándose y con sus manos cubriendo su estomago.
— ¡Yoh! La paga de la gula es la gastritis —dijo Daudi—. Lo peor del caso, Bwana, es que no le gusta el aceite castor... de modo que le di sal inglesa, mucha sal inglesa.
El desdichado muchacho miró hacia arriba y se quejó.
— ¿Te parece que le ayudará un emplasto de mostaza? —preguntó Daudi con crueldad.
—Un poco de bondad, Daudi —le dije con cierta energía—, ya ha aprendido su lección.
Desde el rincón donde estaba echado el joven glotón se oyó un sonido volcánico que agregó fuerza a mi argumento.
Santiago se me acercó.
—Hay un hombre muy enfermo, cerca de donde mataste los antílopes el otro día. Bwana, dice que está muy quemado.
Daudi levantó las cejas.
— ¡Kah! Santiago, ¿crees que es nhonde?
Santiago asintió.
— ¡Por supuesto! Desde hace tiempo se sabe que la gente de esa aldea mezcla nhonde con su tabaco.
Yo había descubierto que “nhonde” es la palabra chigoga para la marihuana, un narcótico muy potente.
— ¿Lo traerán aquí, Daudi?
—Sí, Bwana, pero van esperar hasta la noche. Tienen mucho temor de los hechizos y piensan que trasladar a una persona de día es invitar a sus enemigos para que lo ataquen con hechizos hasta matarlo, y por eso esperarán hasta la noche.
—Pero, para esa hora, el hombre estará muerto.
Santiago se encogió de hombros.
—Bwana, eso no le importa mucho. Tienen más temor de los hechizos que de la muerte.
—Entonces vayamos y traigámoslo en el auto viejo —dije—. Quizá salvemos su vida y le podamos hablar de algo más satisfactorio que saborear esa basura que perturba la inteligencia y hace soñar cosas raras que no tienen sentido.
—Jeringas, morfina, ácido tánico (dos tubos de eso), y vendas esterilizadas, Daudi. Kefa, un colchón, algunas mantas y una almohada. Aquí están las llaves del auto, Sansón.
Cinco minutos después estábamos listos.
Seguimos por el camino todo el trayecto que pudimos, y luego nos lanzamos a pie cruzando las llanuras. Una y otra vez fue necesario apisonar los lados de lecho de algún río seco, pero antes del mediodía habíamos llegado a destino. Echado en la sombra, cubierto con una sucia tela, estaba el enfermo. Las moscas volaban a su alrededor y no había nadie a la vista. Daudi señaló con el mentón hacia la colina donde, una semana antes, habíamos visto la parcela de verde oscuro creciendo en el centro del maizal.
—Están escondidos allá, Bwana.
—Si, y naturalmente que si se esconden es porque sus mentes no están tranquilas —dijo Sansón.
Me abrí paso por entre el maizal hasta un lugar que ahora era suelo raso. Todo rastro de lo que había crecido allí, había desaparecido.
—Jiii, se puede arrancar la planta, pero no sus efectos —dijo Daudi—. Mira, realmente la planta es como el pecado. Puedes hacer todo lo que quieras para destruirlo. Pero no se pueden evitar sus efectos. Bien dice la Biblia que “el alma que pecare, esa morirá”.
—Sí, Daudi, y también dice bien que Jesús es el único remedio.
Desde la colina, se oyó una voz enojada y vi a Sansón llevando del brazo no muy amablemente a un viejo que reconocí como el principal de la aldea. Hubiera sido contrario a todas las reglas de aquella tribu si hubiéramos tocado al enfermo antes de que estuvieran presentes sus parientes. Me pareció que Sansón había hecho ya su obra sobre el viejo réprobo que había cultivado la marihuana, porque ahora estaba dispuesto a todo.
—Sí, Bwana, llévalo al hospital y trátalo. Mira, sufre de ndege dege (lo que literalmente significa “ondulaciones”).
Daudi levantó la tela. No dijimos ni una palabra por la impresión de ver el cuerpo inerte del tío de Mbuli, con una tosca clavija de madera en la nariz. Daudi comentó:
—El nhonde no tiene piedad. Arruina la vida y crea un hábito que lleva a la muerte.
Yo me había inclinado sobre el hombre. Estaba tan profundamente bajo los efectos de la droga, que una extensa quemadura de su espalda no parecía causarle dolor alguno.
—Tráeme la tintura roja y el ácido tánico —ordené.
Daudi obedeció prontamente y a los pocos minutos la herida estaba vendada. Para esa hora, había llegado una serie de gentes asustadas. Daudi aprovechó la oportunidad para contarles la antigua historia del Hijo de Dios que fue crucificado para librarnos del castigo de nuestros pecados y que volvió a la vida al tercer día para ser un Dios viviente y un Amigo para aquellos que le siguen.
—Pero ¿qué es el pecado? —preguntó un hombre más atrevido que los otros.
Con un gesto expresivo, Daudi señaló la parcela del huerto donde había crecido el nhonde y luego señaló al hombre que había hecho la pregunta.
—El pecado es hacer lo que ustedes saben que está mal. No se puede pecar y evitar las consecuencias.
Daudi señaló la figura inerte envuelta en mantas sobre el colchoncillo que habíamos traído.
—Miren, él ha pecado por su propia voluntad y ¿qué ha pasado? Se cayó al fuego, su vida está en peligro y sufrirá mucho cuando recobre el conocimiento.
Dejándolos para que pensaran en todo esto, pusimos al enfermo en el auto y estábamos a punto de salir cuando el jefe dijo:
— ¿Y van a dejar al niño?
— ¿Qué niño? —pregunté.
Por toda respuesta, me señaló con el mentón al extremo más alejado de la choza de barro, iluminado sólo en los lugares en que el barro había caído de la pared y la luz se filtraba. Abriéndome camino a través de calabazas, cacharros, una gallina y una cantidad de cajas de mimbre para granos, llegué a un punto oscuro y maloliente. Encendí un fósforo. La escena era indescriptible por la suciedad y el desorden. Sobre el piso barroso, con insectos caminándole encima, vi el cuerpo de Mbuli.
El fósforo se apagó. A tientas, llegué a su lado y le tomé el pulso. En su muñeca no se sentía nada, pero una débil palpitación en la región del corazón mostraba que estaba apenas, realmente apenas vivo.
De alguna parte, Daudi consiguió un farol. En un minuto, envolvimos en una manta al muchachito y lo llevamos cuidadosamente a la luz. Entonces comenzamos un viaje de pesadilla. Me senté en la parte trasera entre mis pacientes. El viejo coche saltaba salvajemente mientras recorríamos caminos aún por cubrir y lechos de ríos secos.
Estábamos a la vista del hospital cuando me di cuenta que habíamos llegado demasiado tarde. El tío de Mbuli estaba muerto. No era momento de sentirme derrotado porque estaba dispuesto a luchar hasta el fin por la vida del chico. En cuanto pudimos, lo pusimos en su antigua cama y yo mandé buscar a sus familiares. Sólo una transfusión de sangre podría salvarlo. Mientras que esperaba con impaciencia que aparecieran, escuché la historia de lo sucedido.
Parece que nuestro pequeño paciente había ido muy feliz con Mukombi, su abuelo. Pero se habían detenido a celebrar en casa de su tío. Habían hecho parte de los festejos con un trozo del antílope que yo había matado y “envuelto cuidadosamente”, como el que fue escondido en el hospital. Comer de esa carne había producido una aguda intoxicación y a Mbuli, que “de alguna manera estaba hechizado”, simplemente dejaron para que muriese. El abuelo, embriagado de cerveza, había creído que el muchachito se había ido por sus medios a su casa y el tío se divirtió con la marihuana. Tres días de disentería aguda habían llevado a Mbuli hasta el umbral de la muerte otra vez.