Con satisfacción tomé mi segunda taza de té. Había sido una tarde de éxitos y podía descansar.
Levanté la taza pensativo, y casi di un salto cuando de tras de mí se oyó la voz de Daudi.
—Bwana, ¿puedes operar otra catarata?
— ¡Otra, Daudi! Ya hemos operado cinco y nos queda otra por operar en el hospital.
—No quedaba una hace un cuarto de hora, pero las cosas han cambiado.
— ¿Qué ha cambiado ahora?
—Ven y ve, Bwana.
En la sala de espera estaba sentada una mujer de aspecto triste que se puso de pie cuando me acerqué. Con ella estaba un chiquillo de unos ocho años que se quedó sentado.
Señalándome con la barbilla, dijo:
—Explícale que he venido para que auxilie a mi hijo.
Guiñando el ojo, Daudi me lo tradujo al inglés, con algunos comentarios que me hicieron sonreír. La voz de la mujer monótona y cansada explicó en chigogo, idioma que yo entendía, la típica historia de una vida sin ayuda médica. Esto es lo que Daudi me repitió:
—El chiquillo, Mwajuma (¿verdad que precisa un baño, Bwana?), estaba vivo y bien hasta que pasaron seis cosechas y entonces se encontró con que le iban apareciendo tinieblas.
Daudi escuchó por un momento, luego levantó la mano y dijo:
—Durante el último año, Bwana, ha estado ciego y el corazón de su madre ha estado muy triste. Ha visto a Eleazar el maestro. Lo tratamos hace seis meses. ¿Recuerdas, Bwana, que fue el día que encontré la víbora en el armario de las medicinas?
¡Bien que me acordaba!
—Bueno, Eleazar le dijo que si tú pudiste quitarle la catarata a él —prosiguió Daudi— a su juicio, también podrías quitar la del niño.
—Escucha, Daudi —interrumpí—, déjame hablarle en chigogo. Cree que no entiendo y quizá tendrá más confianza en nosotros si le hablo en su propio idioma.
Con mucha amabilidad la saludé y le pregunté por su casa y su familia. Entonces le dije:
—Mira, mi lengua todavía batalla para hablar chigogo, pero quiero ayudarte, así que cuéntame todo.
La mujer sonrió y se largó a contar su historia. Era una historia de dificultades vencidas. Había caminado sesenta kilómetros. Durante gran parte del trayecto había llevado sobre la espalda al chico de ocho años, que no era poco peso. Y había llevado su alimento en una canasta sobre la cabeza. Sólo cuando el camino era llano y amplio podía él caminar junto a ella. Cuando el sendero atravesaba los arbustos espinosos o cruzaba los lechos arenosos de los ríos, ella lo llevaba sobre la espalda. La primera tarde se detuvo en una aldea donde el maestro de la Sociedad Misionera le dio alimento y abrigo. Cuando el calor se hizo demasiado intenso descansó en la casa de otro maestro de la misión y luego salió otra vez, siempre atravesando las ardientes planicies de Tanganica. Y ahora al atardecer, había llegado.
—Bwana, me he escapado —dijo la madre, patéticamente—. El padre del chico se niega a dejar que lo traiga. La abuela dice que está ciego por culpa mía. Toda nuestra familia está en contra de mí. Seguramente vendrán aquí mañana y nos obligarán a regresar. Mi esposo me golpeará y el pequeño Mwajuma seguirá ciego.
Sechelela y Daudi estaban escuchando atentamente. Vi la mirada de Daudi y dije:
—Te ayudaremos y nos aseguraremos de que estés segura aquí. Sechelela te traerá comida.
—Mamá, tengo hambre —dijo el chiquillo.
Luego se echó a llorar.
Daudi me estaba hablando suavemente al oído.
—Conozco bien este asunto, Bwana. El esposo es un hombre duro y además subjefe. Por supuesto que llegará mañana y entonces habrá problemas. Se llevará a esta pobre mujer y su hijo y todos sus planes y esperanzas se habrán perdido.
—No tengas miedo, Daudi. Le hablaremos y le mostraremos cómo son las cosas.
—Bwana, no lo entiendes. Se lo llevará, sin importarle lo que puedas hacer. Hará un agujero en el cerco y los raptará de noche ¡y vaya si sufrirán!
— ¿Y qué podemos hacer, Daudi?
—Operar, Bwana, hoy mismo. Y mañana, le mostraré los cristalinos con las cataratas. Será el único camino. Cuando el padre llegue, empezaremos por mostrarle lo que le hemos sacado al chico y luego el resultado. Eso quizá lo conmueva.
—Pero, Daudi, el chico está cansado, no hemos preparado sus ojos y no podemos operar dos ojos el mismo día. Tu plan es absurdo.
—Escúchame, Bwana, se trata de una emergencia. No puedes tener las cosas como te gastarían que fuesen. Si no operas, el niño quedará ciego para siempre y probablemente morirá. Si lo haces, aunque luego vengan los problemas, podrás ayudar y mucho.
—Pero no puedo, Daudi, no puedo dejar ciego a ese muchachito, sólo porque el padre es testarudo. La operación es demasiado arriesgada.
Daudi era muy paciente.
—Bwana, tú no eres africano y yo sí. Créeme que es mejor hacer las cosas como yo digo.
Encogí los hombros.
—Bueno. Le daremos una anestesia general porque es un trabajo bastante difícil.
Daudi corrió a hacer los preparativos mientras me colocaba de rodillas unos minutos, pidiendo la ayuda del Todopoderoso Dios, con quien todas las cosas son posibles.
Habían bañado a Mwajuma, lo habían vestido con un camisón blanco y estaba casi dormido. Era su primera experiencia de sábanas y mantas. En su propia casa, todo lo que tenía por cama era una piel de vaca en un rincón. La madre, a quien también habían bañado y vestido en ropa del hospital, le estaba hablando. Le hablaba con ternura y tranquilidad.
—No tengas miedo, querido mío. El bwana te ayudará. Los malos no te van a alcanzar.
—Pero, yo tengo mucha hambre.
—La comida vendrá después del sueño, querido—. El pequeño extendió el brazo hacia mí.
—Bwana, ¡tengo mucho hambre!
Sentí que alguien me tocaba y un pedacito de azúcar apareció en mi mano.
—Mwajuma, abre la boca bien grande —dije sonriendo.
Confiadamente lo hizo. Le metí un poquito del dulce. Cerró las mandíbulas y me sonrió. Los ojos sin vista mostraban con claridad casi impresionante la blancura de sus cataratas. Tenían la forma de un blanco de tiro sobre un fondo castaño oscuro.
En mi mano tenía un paquete de gasas y una pequeña botella. Dejé caer unas pocas gotas de su contenido.
—Yah, ¡qué olor! –dijo el muchachito.
Se estiro y enseguida se quedó dormido. Su madre insistió en llevarlo ella misma a la sala de operaciones. Allí se quedó mientras operábamos, con Sechelela a su lado susurrándole palabras de aliento. La operación fue tan exitosa como yo hubiera podido esperar. Mientras Daudi colocaba al chiquillo en la camilla, nos detuvimos y oramos pidiendo que el niño pudiera recuperarse totalmente, que no se enfermara a raíz de la anestesia y que el padre y los parientes no nos crearan dificultades.
Cuidadosamente puse los cristalinos con las cataratas en un sobre.
A la tarde siguiente nos detuvimos un poco en la galería mientras hacíamos la recorrida por el hospital. De repente, Daudi se enderezó. Señaló con el mentón hacia una docena de hombres que estaban subiendo la colina hacia la puerta principal.
—Bwana, lo hemos hecho justo a tiempo —murmuró—. Allí viene el padre.
Cuidadosamente arreglamos las cosas, de modo que yo estuviera en la sala de niños cuando ellos llegaran. La voz del padre era aguda y enojada y la larga fila de acompañantes tenía una mirada decididamente hostil.
—Hazlo reír, Bwana, entonces será fácil —murmuró Daudi.
—Bwana, ¿dónde está mi esposa? —dijo abruptamente el subjefe.
—Kah, ¿no se saluda a la gente en tu tierra? –le contesté.
Balbuceó confundido y dijo:
—Mbukwenyi (Buenos días).
—Mbukwa —respondí.
—Bwana, ¿dónde?...
— ¿Zo wugono? (¿Cómo has dormido? ). —pregunté sonriendo.
— ¿Ale zo wugono gwe gwe? (¿Cómo has dormido tú?) —contestó—. Pero, Bwana, ¿dónde?...
— ¿Mukuliaci? —pregunté, siguiendo el ritual de la tribu. ¿Qué comiste?
—Wugali du (Guiso solamente) —respondió—. Bwana, ¿dónde está?...
—Za henyu (¿Qué se dice por tus tierras?) —pregunté sonriendo ampliamente.
Su expresión cambió y aparecieron sonrisas en los rostros de todo el grupo.
—Mira, conoce nuestras costumbres y nuestro idioma —dijo uno.
—Tu esposa y tu hijo están aquí, jefe, y mira.
Saqué un poco de algodón de mi bolsillo. Tomándolo en la mano hice un pase por el aire y usando una vieja treta escolar lo hice desaparecer. Quedaron boquiabiertos y yo me reí mientras sacaba del bolsillo el sobre con los cristalinos del niño.
—Bwana, repite eso del algodón —dijo el subjefe.
Lo complací y mientras aún se reían le puse los cristalinos enfermos en la mano.
Miró mudo de confusión.
— ¡Se la has sacado!
—Sí. Ven conmigo para ver a tu hijo.
Lo llevé a la sala. La mujer retrocedió con la cabeza semidescubierta. Todo era silencio y tensión.
—Aquí está. Si no se le molesta mientras este quieto, le quitaré los vendajes y el podrá ver.
Hubo una dramática pausa mientras lo hacía. Le quité los algodones de los ojos. El muchachito, apoyádo en el brazo de su madre, miró alrededor y luego sonrió lentamente.
—Yoh, puedo ver —dijo.
Todo el mundo empezó a hablar con excitación, a la manera africana y entonces el padre se me acercó.
—Bwana, assante (gracias), pero has que tu medicina actúe rápidamente. ¿Quién me hará la comida mientras mi esposa está fuera de casa?
Me sonreí, prometiéndole:
—Vuelve mañana y hablaremos del tiempo que tu hijo necesita aquí en el hospital.
Tomó su nudoso bastón y su lanza y salió bajo el rocío.
Para la cena comí un pollo áspero que mi cocinero compró barato. (¡No fue una ganga!) Luego escribí una pila de cartas y antes de retirarme, miré por la ventana. La luna llena brillaba sobre la llanura de una manera fantasmal. Miré la silueta de los árboles de chirimoya y de los grandes baobabs. A través de la tela metálica a prueba de mosquitos, me quedé mirando un claro cerca de mi casa. Había echado algunos huesos de pollo allí y quería ver si alguna hiena se atrevía a tomarlos. La noche africana estaba llena de sonidos: los grillos, el rumor de los tambores, el rebuzno distante de los asnos. Un largo sendero se extendía frente a mi casa. Mientras observaba, vi dos figuras que caminaban por una angosta vereda a través del campo de mijo. Su silueta se recortaba en el cielo nocturno. Vagamente me pregunté quiénes serían los que viajaban, a esa hora de la noche, por una parte del país notoriamente infestada de leones.
Mi mente repasaba los últimos casos. Al pequeño muchachito de las cataratas le iría bien. Era un caso bastante satisfactorio. También estaba el pequeño Mbuli, un caso quizá no tan dramático, pero se trataba también de una afección ocular más lenta. Pero se curaría; sólo era cuestión de seguir con el tratamiento. Era un niño bastante atractivo. A la mañana, fui a la sala, pero su camilla estaba vacía. Los buscamos, pero ni Mbuli ni su madre aparecían por ninguna parte.
—Kah, me lo imaginaba—dijo Sechelela—. La madre estaba asustada por las palabras de su pariente, el vendedor de esteras y se escapó durante la noche.
Entonces me acordé de aquellas dos siluetas que había visto a la luz de la luna. Sentí que una ola de ira me subía.
— ¿Qué pasa, Bwana? El rostro se te ha puesto rojo –dijo Sechelela.
—Sí, estoy muy enojado —dije.
—Pero, Bwana, no te enojes con la madre. Fue por causa del temor.
—Mi enojo no es con la madre ni con nadie en particular, sino porque han dado la espalda al único camino que posiblemente hubiera salvado la vista del chico.
Di un golpe sobre la mesa, que hizo dar un salto a la anciana enfermera africana.
—Ahora, escúchame, Sech: No voy a dejar que ese chico pierda la vista. Lo voy a alcanzar y lo voy a ayudar, aunque tenga que viajar por todo Tanganica. No puedo permitir que el chico sufra y quede ciego para toda la vida, sabiendo que unos días de curación lo pueden salvar.
Encogió los hombros. En ese momento, los tambores comenzaron a golpear y encontré a todo el personal, sentados quietos, listos para comenzar el día. Les conté la historia del pequeño Mbuli.
—Yah, irán a un hechicero y él quedará ciego —dijo Daudi.
Recordé un versículo escrito hace más de dos mil quinientos años, que se aplicaba marcadamente a la situación.
—Escuchen lo que Dios dice sobre esto —dije— y no sigan ustedes el mismo camino erróneo que la madre de Mbuli tomó. Son las palabras de Dios, escuchen: “Me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua”. Y si a mí me da tristeza y me molesta porque esta gente nos ha dejado a nosotros para seguir por sus caminos, ¿qué sentirá Dios cuando hacemos lo mismo con él?
—Bwana, ¿acaso Dios no va detrás de nosotros y nos regresa al camino? —preguntó Daudi.
—Eso, Daudi, es exactamente lo que propongo en este caso.
Tenían a más de cien personas para revisar y tratar aquel día y no fue hasta que brillaba el resplandeciente calor del mediodía africano que Daudi, Sansón y yo salimos en busca del chico y su madre. El padre del otro paciente de los ojos iba con nosotros en el coche. Al principio dudó un poco, pero conforme avanzábamos lentamente por la llanura, comenzó a conversar más y más.
—Bwana, este hombre dice que su esposa oyó que el vendedor de esteras amenazó a la madre de Mbuli —dijo Daudi.
Entonces entendí por qué, con ciego terror la mujer se había escapado, llevándose al chico.
El auto lanzó un remolino de polvo frente a un edificio cuadrado grande. Una nube de moscas se levantó del boma (cuadra para el ganado) del centro, que estaba rodeado por el edificio. Las mujeres estaban preparando maíz para la comida de mediodía, otras sacudían los rastrojos en canastas redondas y otras molían harina que pronto sería cocida en grande vasijas de barro sobre fuegos al aire libre. Los hombres estaban sentados alrededor esperando y charlando.
Cuando bajé del auto, algunos de ellos se levantaron y se me acercaron. Otros se quedaron sentados donde estaban. Había un aire general de hostilidad. Les di los buenos días en su idioma y estaba a punto de preguntar por los fugitivos, cuando un viejo salió por la puerta de una de las casas chatas, parpadeando al pasar de la humeante oscuridad del interior a la brillante luz solar. Cuando me vio, sonrió con toda su cara arrugada, levantó su taparrabos, un harapo despreciable, y se me acercó, saludándome calurosamente con la mano.
—Yah, el bwana —exclamó—. Es un verdadero gozo verlo.
Y dando la vuelta para unirse al grupo de curiosos hombres, agregó:
—Nunca ha habido ningún hombre como el bwana para tratar las inflamaciones. Jiiih, me ha curado muy bien las que yo he tenido.
Siguió con una cuidadosa descripción de la cantidad, tamaño y, lo que era peor, la ubicación de sus forúnculos (abscesos).
—Vean, yo usaba un encantamiento alrededor del cuello y lo había pagado con una cabra, pero me seguían saliendo los granos detrás del cuello —decía mientras torcía su cabeza de una forma peligrosa para mostrar el cuello—, y debajo del brazo—, añadió, al tiempo que movía el sucio paño tejido que tenía sobre su hombro, mostrando una larga línea de cicatrices.
Daudi vio que no me estaba gustando y se rió a carcajadas.
—Pero, kumbe —dijo el viejo— éste era el padre de todas las inflamaciones.
Se levantó la tela de los riñones, la hizo a un lado y torció la cabeza en un esfuerzo por mirarse la columna vertebral.
—Cuidado, abuelo —dijo Sansón—, necesitarías el cuello de una jirafa para hacerlo bien.
Por primera vez, vi una sombra de sonrisa en el rostro de los presentes.
—YAH, aquí está —dijo del viejo, señalando una cicatriz del tamaño de una moneda grande—. Todo el mundo me daba sus ideas. El muganga (hechicero) me dijo que había sido provocada por un hechizo. Yo no me podía sentar bien. Mira, me sentaba en el borde de un banquito y si me movía aun así de poco, iiihhh, ¡me mordía! Cuando me paraba, mi piel estaba tirante de nuevo y volvía a morderme. Yah, y si caminaba, ya-ya-ya-ya-ya, y cuando alguno me golpeaba, ¡ooooeeeiii!
Me puso una mano en el hombro.
— ¡Kumbe! Bwana, así es como fui contigo. Me diste unas pequeñas píldoras que hicieron desaparecer el dolor. Me dijiste que me fuera a la cama pero yo me negué. Dije que no podía quedarme en cama, pero entonces sacaste uno de esos tubos de goma de la rueda de tu auto y entonces, yah, me pude acostar cómodamente y entonces, Bwana —se pasó la mano por el cabello enrulado y sucio—, iihh, el frasco.
Daudi se sacudía de risa.
—Jeh, ¿qué hizo el Bwana con el frasco? —preguntó alguien del auditorio.
—Jongo, ¿qué hizo el Bwana con el frasco? —dijo el viejo—. ¡Vaya lo que hizo!
—Bueno, ¡vamos a ver! ¿Qué hizo? —repuso el otro.
— Era un frasco extraño, con un cuello largo. El Bwana puso medicina sobre mi ipu por varios días y después miró y dijo: “Está lista la cosecha” y entonces vino con su frasco.
El mupembamoto (subjefe) se había unido al grupo y escuchaba con todo interés.
—Pues, ¿qué te hizo el Bwana con el frasco? —preguntó.
—Yah, lo llenó con agua caliente —dijo el viejo, disfrutando de la historia— y mientras me estaba preguntando qué iba a hacer con ella, vació el agua caliente y puso la boca del frasco sobre mi ipu.
Daudi con una sonrisa de oreja a oreja, dijo:
—Ahora les contaré el resto de la historia. Por un momento, usted se quedó allí y sonrío y luego intento levantarse y cuando empezó, dijo iiihh y entonces siguió diciendo ah-aha-yah y al final ak-k-k.
—Iiihh, ¿acaso mi memoria no me dice todas esas cosas? —dijo el viejo—. Pero, entonces, pssss, todo estaba listo.
— ¿Qué pasó? —preguntó el subjefe.
—Pues ¿qué pasó? —dijo el viejo, levantando la voz—. Mira, este ipu ya no estaba más allí: el frasco me había sacado el problema. ¡El bwana sí que es un hombre sabio!
—Pero ¿por qué? —insistió el jefe—. ¿Por qué no arrancar el ipu?
—Jeh —dijo Daudi— si tú...
—Un momento —ordené, y dirigiéndome al subjefe le dije: — ¿Puedes traerme un poco de agua?
Saqué del auto un poco de algodón. Lo metí en el agua y lo mantuve en alto. Algunas gotas comenzaron a caer.
—Aquí hay agua —dije—. Pero sólo sale en gotas.
De repente lo apreté. Toda una catarata cayó al suelo y los que se habían amontonado alrededor para no perderse nada, dieron un salto atrás, cuando les salpicó en la cara.
—Ya ven lo que pasa—dije—. Un ipu está lleno de vidudu (gérmenes). Si lo aprietan, los gérmenes se esparzan por todos lados. Vean— y levanté el brazo del viejo—. Él los apretó y mira lo que pasó.
—Ya ven ustedes —agregó Daudi— que el bwana sabe muy bien cómo tratar los ipus. También sabe una manera mejor para tratar los ojos y ésa es la razón por la que ha venido aquí hoy. Ayer llegó al hospital un chico con un mal en un ojo, pero resulta que durante la noche su madre desapareció con él.
—Yah, está aquí ella... —dijo el viejo que se daba cuenta que ya no era el centro de la conversación.
Entonces miró alrededor y se detuvo.
—Amigos míos, ¿qué hay más valioso que un ojo? —pregunté.
Se sentía de nuevo un aire de hostilidad. Vi que un hombre se acercaba.
—Bwana, soy el padre del chico —dijo.
—Bueno, ¿ qué provecho hay en tener un hijo ciego? —pregunté tranquilamente—. ¿Puede ayudarte a cuidar el ganado o cavar el jardín? ¿Puede ser el líder de tu clan si está ciego?
—Bwana, está hechizado y se va morir.
— ¿Estarías de acuerdo en dejarlo venir al hospital con nosotros para que hagamos todo lo posible para quebrar el poder del hechizo?
—Nema (me niego).
— ¿Té niegas? —dijo Daudi—. Bwana, se niega porque teme que tenga que pagar por el tratamiento del chico.
— ¿Es así? —pregunté al padre.
—Magu (no lo sé) —dijo hoscamente.
—Yo alimentaré al niño en el hospital —dije—. Le daré las medicinas y cama y cuidaré de él y no habrá necesidad de pagar nada.
—Pero tú no eres pariente del chico —dijo el padre atónito.
Saqué de mi bolsillo un librito de tapas de cuero y lo palpé.
—Realmente, no lo soy, pero tengo órdenes de mi jefe. Aquí están sus palabras. Él dice: “Dejad a los niños venir a mí y no se los impidáis”. Dice que es para ellos y para los que son como ellos que él está preparando un Reino. Y acaso ¿no es más poderoso que los hechizos y el diablo? ¿Acaso no dijo: “No temas porque yo estoy contigo, no desmayes, porque yo soy tu Dios?” ¿Acaso quebrará su palabra un jefe?
—Pero yo sé que el niño se va a morir —dijo el padre.
—Bueno, si el niño se queda en casa morirá —intervino Daudi—. No tendrás ninguna alegría en eso, pero el bwana ve la oportunidad de que el chico viva si va al hospital. ¿No sería un camino sabio probarlo?
El viejo de los forúnculos intervino.
—Hazlo, hazlo. El bwana te ayudará.
—Jeh, me niego —dijo el padre, girando sobre los talones.
Algunos se estaban abriendo camino entre la gente detrás de mí. Vi que era mi pasajero, el padre del otro chico de cuyos ojos yo había quitado las cataratas. Le repitieron toda la historia para su beneficio y entonces dijo en voz alta:
—Escuchen, hace una semana mi hijo estaba ciego. Pero el bwana puso medicina en sus ojos y con su pedacito de hierro hizo que el chico vea de nuevo.
—Alu, deja que pruebe el bwana —dijo todo el grupo.
De muy mala gana, el padre consintió.
—Pero mi esposa se quedará conmigo —dijo—, la necesito para que me cultive el huerto.
Consentí de inmediato. Cinco minutos después aparecieron el niño y su madre. Habían estado escondidos detrás de un cesto de grano en una de las casas. La mujer estaba aterrorizada, pero le hablé amablemente.
—No tengas miedo. Vamos a cuidar del pequeño Mbuli como si lo estuvieras cuidando tú, y con la ayuda de Dios, sus ojos se recuperarán.
—Pero, Bwana, tú no entiendes —me dijo—. No puede vivir.
—Escucha y te diré por qué creo que vivirá. Una vez había tres hombres. El rey de su país tenía el corazón lleno de orgullo. Se hizo una estatua de sí mismo, toda de oro y ordenó que todo el mundo se inclinara delante de ella, pero los tres hombres que servían al mismo jefe, al mismo Dios que yo, se negaron. Dijeron que sólo adorarían a un Dios. “Muy bien”, dijo el rey, “los tiraremos en un horno”. “Bueno”, dijeron los tres, “nuestro Dios es poderoso para librarnos y él lo hará”. Y aunque el rey hizo encender el horno para que fuera siete veces más caliente, no murieron quemados, sino que salieron bien del horno de fuego. El mismo Dios al que ellos servían es el Dios que yo sirvo. Y yo oraré a él para que los ojos de Mbuli se pongan mejor y se salve su vida.
La mujer movió la cabeza asintiendo y me pregunté cuanto había comprendido. Sentamos al niño entre Daudi y Sansón dentro del auto. Dije adiós a los de la aldea, especialmente a mi viejo amigo de los forúnculos y regresamos al hospital.
Enseguida atendimos los ojos de Mbuli, que en sí era un proceso complicado. Sobre la córnea, la parte clara del ojo, se veía una úlcera blanca en la forma de una luna en creciente. Lo que requería eran unas gotas de anestesia para aliviar el dolor, y después un palito afilado, una gota de ácido fénico, y la experiencia suficiente para no dejar sin tratar ningún punto de la ulcera, y a la vez, sin ir demasiado profundo. Un milímetro de diferencia podía significar recuperar la vista o quedar ciego.
Mbuli era propenso a llorar y cerrar los ojos, de modo que puse unas gotas de cloroformo en una máscara y cuando estuvo inconsciente, me ocupé de la úlcera que, sin haber sido tratada, con seguridad le hubiera dejado ciego.
Me fui a casa contento. Con unos pocos centavos, su vista había sido salvada y yo había vencido el complot de los hechiceros. Pero al día siguiente, para mi gran sorpresa y profunda consternación, el muchachito tenía todos los síntomas de neumonía.