Desde mi tierra me habían mandado anteojos en desuso. Los había con armazón de oro, con armazón de cuerno, sin armazón, bifocales, pincenez, en forma de media luna, en forma de luna entera y a la última moda neoyorquina, de mil y una formas, colores y grados de reparación y destrucción. Era una colección sorprendente, pero a la vez muy útil el que ahora formaba nuestro Departamento de Anteojos.
A cada estuche se le ponía una indicación del tipo de anteojos que tenía dentro y para descorazonar a los que querían anteojos sólo por el gusto de cambiar de aspecto, le colocábamos un precio de cuatro chelines por par de anteojos y cincuenta centavos adicionales por el estuche. Sobre la pared estaba la clásica cartilla. La línea superior tenía las letras X B de gran tamaño y debajo de ella estaban las H P E B. En letras más pequeñas estaban E L C Z T G y aún más chicas, L P B F D E Z y una larga fila de letritas muy chicas.
Había una serie de otras cartillas en su propio idioma de varias clases y tamaños, pero el orgullo de nuestro hospital era una gran caja de lentes, que había mandado como obsequio una dama que había recuperado la vista gracias a la ciencia médica. Sintió que debía expresar su gratitud de manera práctica y por cierto que no hubiera podido encontrar una manera mejor que la de ayudar a recuperar la vista a nuestros amigos africanos.
Aguardándome pacientemente había un grupo, tres de ellos maestros, que trabajaban en nuestras escuelas misioneras en el monte. Uno de ellos tenía una marca que indicaba una antigua operación de cataratas y estaba esperando los gruesos lentes que le permitirían leer de nuevo, luego de años de ceguera. Me apretó fuertemente la mano.
—Kah, Bwana, ¿hay alguna persona más afortunada que yo? ¡Puedo leer páginas impresas en sistema braille con la punta de mis dedos y ahora puedo también leer la página impresa con mis ojos! Mira, a la noche cuando no tenga aceite para mi lámpara, usaré mis dedos.
Miró a sus compañeros de espera.
— ¡Yoh! Hay algunas ventajas en quedarse ciego. ¡Cuando uno vuelve a ver aprecia mucho más sus ojos!
Se rió mientras le acomodaba los anteojos en su cara. Tomó un Nuevo Testamento, dio vuelta a las páginas y leyó: “Una cosa sé, que antes era ciego y ahora veo”. Se sacó el par de anteojos, sopló sobre ellos y los limpió con los faldones de su camisa, que usaba fuera de los pantalones. Volvió a colocárselos sobre la nariz, puso cuidadosamente la caja en una bolsita de cretona floreada, se cubrió con su arruinado sombrero de fieltro y salió proyectando total felicidad.
—Bwana, he traído una cabra para mostrar mi gratitud por lo que me has hecho
–dijo, dándose vuelta hacia mí—. ¿Cuándo desearías que la maten? Es una vieja costumbre que el donante participe en el asado de la cabra.
Llamé a un jovencito del personal e hice arreglos para una sikuku (festín) aquella tarde.
Mi próximo paciente se sentó y miró la cartilla con su extraña serie de letras. Se detuvo en la tercera línea. Le pusimos un armazón sobre la nariz y probamos varios lentes.
— ¿Van mejor o peor? — iba preguntando yo.
En poco rato encontramos los lentes adecuados. Fui al armario y descubrí que el único par que quedaba era un primoroso juego de pincenez con una cadena de oro. Traté de adaptárselo a su nariz grande, con el resultado más divertido. Se quedaban en su lugar por sólo apenas un ratito. Los apretaba en vano, mientras la pequeña cadena de oro cumplía admirablemente su función. Yo le dije:
—Ven más adelante, a ver si entonces tengo otro par para darte.
Pero él no estaba desilusionado de ninguna manera y repuso:
—Mira, Bwana, cuando tenga que leer me los voy a sostener con la mano—. Y se fue perfectamente feliz.
El tercer hombre no fue tan afortunado. No fue difícil diagnosticar su mal ni decirle el tipo que requería, pero sí fue difícil decirle que lamentablemente no teníamos más anteojos como para él, pero que esperaba tenerlos en seis meses. Movió tristemente la cabeza.
—Entonces, Bwana, tendré que seguir dependiendo de mi nieto, que ha asistido a la escuela de la misión. Él me va a leer. Pero es muy joven y se divierte mucho jugando al fútbol. Bwana, ¿me guardarás un par, verdad?
Se lo prometí.
Mi cuarto cliente no me era desconocido. Era nada menos que el abuelo de Mbuli. Me mostró cómo ya no tenía picazón, pero luego se lanzó a una larga explicación de cuánto necesitaba un par de anteojos. Preferiría de “esos con patas rayadas como leopardo y con las ventanas envueltas en piel amarilla”.
Miré a Daudi que hacía una mueca de diversión. Le respondí, pero sin captar lo que quería decirme. Cubriendo con cuidado uno de los ojos del paciente, le pedí que leyera la cartilla. La miró como lo haría un corto de vista, trató de sacar la mano con que le cubría el ojo izquierdo y dijo:
—No puedo leer nada.
Entonces probé con el otro ojo y él volvió a mirar de la misma forma.
—Yoh, no puedo leer nada —dijo disgustado, sacudiendo la cabeza.
—La línea de arriba —le insistí—. Bueno, eso es fácil, está por el fin del alfabeto.
—Ujuh, no la pudo leer —fue otra vez su respuesta.
Entonces se me ocurrió que estaba pasando algo anormal. Daudi se retorcía de la risa. Había tres moscas caminando por el marco de la ventana y entonces hice que mi paciente mirara hacia allá. Pues bien, esas moscas estaban mucho más lejos y eran más difíciles de ver que las pequeñas letras impresas, pero cuando yo le pregunté qué era lo que se trepaba por la ventana, él contestó “tres moscas” sin dudar para nada, y agregó:
—Yo sé cómo son las moscas, pero esas cositas raras en el papel...
Sacudió la cabeza. Daudi estalló de risa y dijo:
—Bwana, claro que no puede leer las letras, ¡porque nunca aprendió a leer!
El abuelo quedó de lo más satisfecho cuando le regalé un armazón sin lentes, totalmente inútil, todo pegoteado con pedazos viejos de tela adhesiva.
—Bwana, voy a la aldea del padre de Mbuli —dijo— ¿Lo dejarías venir conmigo?
Yo no veía razón por la que el muchacho no pudiera ir. Ahora estaba perfectamente bien, sus ojos estaban curados y una cicatriz abajo del omóplato era cuanto quedaba de su neumonía.
Mbuli me apretó y sacudió la mano con las suyas con efusividad.
—Assante (gracias), Bwana —me dijo y con los ojos que le bailaban se alejó con el viejo Mukombi.
Sin mucho entusiasmo, volví a examinar ojos. Me había encariñado con el muchachito. Aguardándome con impaciencia había un anciano de aspecto poco común, vestido con un raído saco color kaki y una larga túnica blanca, que parecía un camisón, que llaman khanzu. Me trajo un par de anteojos a los que según él, les faltaba fuerza.
—Mira, Bwana, se les ha gastado la fuerza en los dos últimos años y quiero un par más joven.
Lo senté enfrente de la cartilla y le puse uno “más fuerte”.
— ¿Qué letras ves arriba de todo?
—X B, Bwana.
— ¿Y en la línea siguiente?
—P Z T, Bwana.
— ¿Y qué palabra hay debajo de todo?
Movió inquieto la cabeza, después de estudiarla un poco.
— ¿Qué? ¿No puedes verlas? —le pregunté.
La observó detenidamente por un rato más y entonces dijo lenta y deliberadamente:
—Bwana, sí puedo verla.
—Bueno, ¿entonces por qué no la dices?
—No es verla lo que me resulta difícil. Es una palabra muy difícil de pronunciar, porque debe ser una palabra inglesa. Por lo menos, seguro que no es en chigogo, nuestro idioma.
Daudi estalló de risa, porque la línea decía “L P B F D E Z”.
Cinco minutos después, plenamente satisfecho con sus anteojos “más jóvenes”, el anciano se retiró.
Acababa de guardar todo, cuando apareció otro hombre. Le expliqué que tenía que irme a hacer otro trabajo, pero me preguntó:
— ¿Te irás, Bwana, aunque yo he caminado muchos kilómetros hoy y necesito mucho tu ayuda?
Realmente la necesitaba. Parecía que de cerca veía bien, pero a la distancia todo era borroso. Una vez más, extraje todos mis lentes y encontré los adecuados.
Daudi estaba muy impresionado con ese caso. Pude verlo poniendo sus dedos en varias porciones del Nuevo Testamento.
— ¿Qué estás haciendo, Daudi?
—Bwana, estoy pensando en mi plática de esta tarde para los hombres y mujeres internados. Aquí hay un hombre en gran peligro. Puede ver bien las cosas a la altura de su nariz y por debajo de ella. Si tiene un bicho, lo va a descubrir antes de que le pique.
“¡Es un pensamiento consolador!”, me dije.
—Pero cuando camina por la selva, su vida está en peligro—continuó Daudi—. Puede haber un león a cien metros en el sendero, pero él seguirá caminando tranquilamente y, piensa, ¿qué le ocurrirá? —Los gestos de Daudi expresaron claramente lo que era de imaginar que ocurriría—. Piensa que todo anda bien, pero sus ojos son pobres. ¿No es como el hombre que piensa sólo en el estómago y deja a Dios fuera de sus cálculos? No piensa en el futuro. Se siente bien y está ciego a los peligros y dificultades que le rodean...
Estaba en la sala, haciendo un vendaje aquella tarde cuando Daudi fue a dar su plática. Y por cierto que fue una presentación vital y poderosa. Cuando dejó la sala de mujeres, para hablar en la de los hombres, oí a dos mujeres que hablaban de lo qué había dicho el enfermero:
—Kah, nunca me preocupé de pensar en Dios hasta que llegué hasta aquí.