4: Enfoque Quirúgico

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Habíamos colocado un biombo ante la cama del pequeño Mbuli. Durante varios días, su temperatura había oscilado peligrosamente y yo temía una complicación con la neumonía del muchachito.
Lo estaba atendiendo con una vía quirúrgica que implicaba anestesia local, desagradable y largas agujas y grandes jeringas. Tenía que sentarme y esperar hasta que actuara la anestesia.
Del otro lado del biombo, se oyeron voces. Lo moví del tal modo que Mbuli y yo pudiéramos ver sin ser vistos. Daudi, armado con unos cortaalambres oxidados y unas podaderas viejas y feas, estaba removiendo el yeso de una pierna quebrada.
— ¡Yoh! Jiih, hazlo con cuidado —protestaba el paciente—. ¡Casi me cortas!
Daudi bufó.
— ¿Que casi te cortó? ¡Quisiera oírte si te cortara de veras, Mfupi!
— ¡Jiiiiihh! ¡Me has cortado! —gritó el paciente.
Daudi retiró las tijeras.
Juh, no hay señal de sangre.
Mfupi espió por el corte del yeso, que mostraba su negra piel por debajo.
—Quizás entonces no eran más que los pelos que me estabas arrancando.
—Sí, quizá era eso. Es molesto, pero es necesario.
Con renovado vigor se puso a trabajar.
— ¡Yoh! Jiii. Pole, pole (con cuidado, con cuidado) —jadeaba el paciente.
Daudi se detuvo dos veces para frotarse las muñecas.
— ¡Yoh! ¡Este es un trabajo muy pesado! ¡Kah! Bwana lo sabía cuando me lo encargó. ¡Yoh! Estoy cansado.
Kumbe, ¿y yo no lo estoy? —dijo Mfupi—. ¿No he andado con eso en mi pierna por seis semanas?
— ¡Yoh! ¿Y fui yo quien te pidió que te tiraras en un pozo y te quebraras la pierna?—contestó Daudi—. ¿Acaso no tuve que dejar un partido de fútbol para venir a ayudar al bwana a que te curara? ¿No me hiciste pasar una noche despierto con el ruido que hiciste cuando las hormigas se te metieron en el yeso, porque te fuiste afuera contra nuestras instrucciones?
Miré a Mbuli y sonreí. Aunque él estaba también enfermo, se divertía con el diálogo. El incidente de las hormigas había sido particularmente divertido. Nuestro paciente era hijo de un hechicero y tenía dieciséis años, pero aparentemente no creía en los artes de su padre. Nos lo habían traído, y su primera quincena en el hospital había estado llena de incidentes. Se negó a ser bañado. Se negó a que le sacaran el barro del cabello. Ponía objeciones a todo lo que podría ser objetado y a una buena cantidad de otras cosas. Para él, las órdenes eran dadas sólo para ser desobedecidas.
Una mañana, durante las oraciones del personal, se había deslizado de la cama, con la ayuda de un bastón, y se había ido para afuera, donde se sentó cómodamente al sol. Al volver de las oraciones, nos intrigó verle en un prolongado baile sobre una pierna, emitiendo a la vez varios y diversos sonidos y algunas quejumbrosas palabras. Deducimos que su confortable asiento había sido también el lugar de descanso de una colección de hormigas rojas, que los del lugar llaman siafu (bichos de picadura potente). Si se trata de sacarlas, dejan la cabeza clavada y picando.
Este cuadro volvió a mi mente mientras escuchaba. Con un suspiro, Daudi sacó el yeso, dejando a la vista una pierna débil y delgada. Ahora me tocaba a mí revisar la pierna. Pasé los dedos por los huesos. Había una buena unión. Doblé de un lado y otro la rodilla. Mi paciente gruñía.
—No camines sobre esta pierna por tres días —ordené—. Con toda seguridad que apenas lo hagas, tendrás problemas. Puede quebrarse de nuevo. Dile a Santiago que le dé masajes con linimento y que le mueva la pierna de arriba hacía abajo de esta manera.
Esto lo dije haciendo una demostración, a la que Daudi hizo un gesto de asentamiento. Entonces me volví a la cama de Mbuli.
Pues bien, Daudi aprovechaba cualquier oportunidad para hablar de Dios a la gente de manera sencilla, usando como ejemplo cosas de la vida diaria. Comenzó a hablar.
—Tú haces lo que el bwana te ha dicho y no habrá problemas. Tu pierna estará fuerte de nuevo y caminarás cómodamente, sin dolores, y con tu hueso fuerte. Desobedece —levantó las manos— y ¡crack! El hueso vuelve a romperse. Iiiih, ¡qué agonía! Y quizá te quedes cojo para toda la vida.
Mfupi comenzó a temblar ante semejante posibilidad.
—Obedece al bwana y todo andará bien.
Mfupi asintió.
—Lo mismo pasa delante de Dios. El ha puesto diez leyes.
Una nueva voz intervino en la conversación.
—Las conozco. No las creo.
Era la voz de mi cocinero, cuyo nombre era Chidogowe, lo que quería decir “burrito”.
— ¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Daudi.
—Estoy visitando a Mfupi. ¿No sabes que es pariente mío? Te diré lo que pienso de esas diez leyes. No las creo para nada. No son sino diez cargas que los europeos han inventado para hacer duras las cosas.
Daudi bufó de nuevo.
— ¡Con razón te llaman “Burrito” y tus pensamientos están de acuerdo con tu nombre! Quiebra esas diez leyes, sea una, sean todas, y entonces tendrás que pagar la consecuencia.
— ¡Kah! Hablas como una vieja —dijo Chidogowe—. Mira, durante muchos meses me he estado comiendo buen parte de la comida del bwana. Él no lo sabe. No me he visto en ningún problema, aunque una de esas leyes dice: “No hurtarás”. No es más que una historia para asustarte, como cuando eras chico tu madre te decía que las hienas te robarían si te escapabas mientras ella cocinaba.
La conversación fue interrumpida por una tos seca de Mbuli. Le di una medicina, acomodé sus almohadas y sonreí. Se estaba divirtiendo en grande, fisgoneando conmigo.
Jmmm, ¿de modo qué has estado tomando de la comida del bwana, eh? —dijo Daudi—. Por su puesto que él no lo sabe, ¿no? ¿Y Timoteo, el cocinero, tampoco lo sabe?
—No, yo soy muy vivo —se rió Chidogowe.
Daudi sacudió la cabeza.
—No te preocupes. No puedes quebrar los mandamientos, ninguno de ellos, sin pagar en buena forma. ¿Acaso no dice la palabra de Dios: “Si siembras vientos, recogerás remolinos?”
Yoh, no lo creo —dijo el aprendiz de cocina.
El muchacho de la pierna quebrada escuchaba con mucho interés.
Jiih, yo desobedecí al bwana y por eso me picaron muchas hormigas. ¿Sabes? yo voy a obedecer al bwana ahora y creo que el Dios de bwana merece que se le obedezca también. ¿Notaste un cambio en la vida de Kefa? Dice que es porque ama a Dios y que, por lo tanto, le obedece.
Kah, ¡es un tonto! —dijo Chidogowe.
Una semana después, Chidogowe estaba sobre la camilla en mi consultorio.
Iiih, iiih, ¡qué dolor, Bwana! —decía—. ¡Qué dolor de estómago! Oooo, es como si me estuvieran clavando muchos palos—. Encogió las rodillas e hizo los sonidos característicos de un africano adolorido— Ooooo, kukukukukuku.
Hablando en inglés, miré a Daudi y dije:
—Dice que su dolor comenzó en el centro y debajo de las costillas, pero que se le ha movido hacia abajo.
Apreté suavemente sobre el lado derecho.
—No, Bwana, no lo hagas. Me duele, me duele.
—Es el apéndice. Es el primer caso que he visto en Tanganica y, fíjate, ha estado comiendo comida europea. Durante semanas, he notado que faltaba algo de aquí y de allá. Ayer se fueron dos salchichas y la semana pasada, seguro que se comió una lata de sardinas y la broma fue que lata estaba agujereada y las sardinas estaban muy malas.
Hablando en Chigogo, Daudi se dirigió al dolorido muchacho que estaba sobre la camilla y le dijo:
—Tú decías, Chidogowe, que no había peligro en quebrantar la ley de Dios. Ahora, fíjate, estás pagando por tu falta de sabiduría. Tienes un gran problema dentro tuyo y si no te lo sacamos, morirás.
—Bueno, ayúdame, Bwana. ¡Yoh! Estoy triste por haber robado tu comida; me arrepiento.
—Te perdonaré, viejo. Pero no te olvides de las cosas más importantes: tienes que pedirle perdón a Dios.
Dejé a Santiago, que tenía mucha capacidad, para que preparara al paciente para la operación y le ayudara en ese momento tan importante en su vida, cuando estaba descubriendo que el pecado no es cosa de broma.
Mbuli todavía estaba echado en su cama. Daudi me dio su cuadro clínico. Lo estudié con cuidado y tomé una decisión. Había temido esta complicación durante varios días. Ahora no había otro camino que la operación.
—Daudi, haz poner a Mbuli en una camilla, y tráelo a la sala de operaciones. Preferiría mucho más operar a Chidogowe que a este chiquillo. Chidogowe está en peligro, pero Mbuli está mucho peor; su vida pende de un hilo. Aquellos parientes que le dieron el potaje venenoso han provocado todas estas oscilaciones de la neumonía.
Chidogowe estaba listo. En la sala, hicimos la operación que es tan común en mi propia tierra, pero que era la primera que había hecho en nuestro hospital misionero en Tanganica. Daudi me alcanzó un par de tijeras.
Bwana, ¿fue por comida europea que le vino esto?
—Creo que debe ser así, Daudi, porque en su tribu donde sólo comen potajes, no parecen sufrir de esto. Y es mi cocinero... Dame esas pinzas, rápido... Y un trozo de catgut... No, es material fino... Bueno, ¿qué estaba diciendo? Ah, si, es mi cocinero y que comió comida europea y en poco tiempo le vino este mal que es muy común entre los europeos. Bueno, aquí estamos, éste es su apéndice. Míralo.
Yoh, es grande y grueso como mi dedo gordo y parece como si fuera a reventar, con sólo mirarlo.
—Espero que eso no ocurra.
Muy suavemente extraje la parte infecciosa, tomando especial cuidado de que no sangrara, y lo cosí.
— ¡Yoh! Es maravilloso con qué cuidado Dios nos hizo —dijo Daudi—. Cada estría de los músculos va en distinta dirección. ¿Con qué quieres que le cosa la piel, Bwana?
—Con crin de caballo.
Después de que Daudi le pusiera la última puntada, volví a la sala. Por fortuna, pude hacer la operación de Mbuli en pocos minutos. Me impulsaba una sensación de urgencia. Mientras usaba mis manos enguantadas, yo oraba con esa oración que no llega al plano de las palabras, pero que Dios reconoce y contesta.
Aun usando las viejas podaderas —naturalmente que bien esterilizados— en lugar del instrumento que era adecuado para aquella operación, nos fue posible quitar suavemente un par de centímetros de costilla y drenar el absceso que se había formado en su pecho. Colocamos el tubo de drenaje y vimos enseguida que el chiquillo estaba respondiendo muy bien aun en esa primera etapa.
Fue mejorando día a día. Cuando lo visitaba, noté un cambio en Chidogowe, mi caso de apendicitis, que estaba en la cama contigua. Estaba más pensativo y notaba la diferencia en su actitud al escuchar lo que Santiago le decía. Llegó el día cuando, a la mañana, armado con la bandeja, tijeras, pinzas, gasas y alcohol, procedí a sacarle las puntadas. El muchacho de la pierna rota estaba con una muleta. Se apoyaba en ella y parecía empeñado en alentar el procedimiento.
— ¡Yoh! Esto lastima —decía—. El dolor es tremendo. Chido. El bwana jala fuerte y es como un fuego cuando comienza a arder.
Chidogowe tembló.
—Sí, es como tener hormigas arañando debajo del yeso cuando se hace lo que está prohibido —comenté.
Chidogowe se rió y cuando lo hizo le arranqué las primeras puntadas.
Bwana, ¿cuándo vas a empezar? —dijo el pequeño cocinero.
—Ya terminé con la primera —le respondí.
Jiii, ese es buen tratamiento. Bwana, yo te robé, te mentí, pero mira que has sido bueno conmigo y me has salvado la vida y no me has dicho palabras fuertes. ¿Por qué?
—Porque Chidogowe, yo trato de vivir como vivió mi Maestro y créeme, no siempre es fácil.
El día siguiente era domingo y recién había comenzado a comer cuando apareció Daudi a la puerta.
Bwana, ha llegado un hombre. ¿Sabes? Su cabeza está abierta con un hacha. Su compañero estaba cortando la rama de un árbol cuando la hoja del hacha se escapó y, ¡jongo!, le cortó la cabeza hasta el hueso.
—Oh, tenía que pasar justo cuando iba a comer y sobre todo ahora que es una comida especial. Es el primer trozo de carne buena que hemos tenido en tres meses y este individuo tiene ahora la idea de ir a que le corten en la cabeza.
Daudi se rió.
— ¿Qué te parece que debemos hacer, Bwana? Explícamelo.
—Por lo pronto, Daudi, tendremos que abrir la sala de operaciones y prepararla como para una cirugía mayor, con anestesia y todo lo demás.
Daudi volvió a reír. Yo, sin embargo, no me sentía alegre.
—Tendremos que hervir todos los instrumentos. Las tijeras curvas las usaremos para cortar los bordes de la herida después que hayamos afeitado la cabeza. Debemos eliminar todo lo que quede suelto. Luego lavaremos la herida con desinfectante —Daudi asintió— y recién entonces la coceremos.
— ¿Con crin de caballo, Bwana?
—Sí, con crin. Luego cubriremos la herida con gasas y vendas, pero ¿por qué habría de venir ahora? Me imagino que se ha puesto cortezas y hojas masticadas sobre la herida y luego habrá discutido por una hora o dos con sus parientes y al fin ha venido al hospital justamente cuando yo menos listo estoy para ayudarle. Estoy cansado. Estoy con hambre. Además es domingo.
Daudi se rió.
—No veo motivo de risa, Daudi —dije enojado—. Estás allí perdiendo el tiempo. A esta hora ya debieras saber cómo preparar la sala de operaciones para algo como esto.
Bwana, vuelve a decirme cada paso de la operación —dijo guiñando los ojos—para que pueda tenerlas bien claras en la mente.
Gruñí y me pregunté si Job hubiera perdido su paciencia en circunstancias como ésas.
—Pues bien, aféitale la cabeza, lava la herida, quita los bordes que estén sueltos, frótalo con desinfectante, ponle un vendaje... y bueno, vete y hazlo ya.
Daudi sonreía de oreja a oreja.
Bwana, eso es lo que ya he hecho.
—¡¡Qué!!
—Que le he preparado la cabeza de la manera que tú acabas de decirme. No me he olvidado de nada. Mira, aquí está.
Hizo unas señales misteriosas y apareció un hombre con la cabeza envuelta en vendajes.
Mbukwa, Bwana —dijo respetuosamente.
Mbukwa —respondí.
—Mira, aquí está, Bwana —dijo Daudi.
—Pero, no deberías haberle dado la anestesia. Tú sabes que sólo yo puedo hacer eso.
Daudi me miró muy solemnemente.
— ¿Acaso crees que un hombre que se la pasa soñando mientras otros cortan árboles, merece una anestesia, Bwana?