Acabábamos de recibir nuestra droga y todos estábamos entusiasmados. Buena parte de nuestra existencia de medicinas había llegado al momento crítico y era motivo para alegrarse —y mucho— al ver los frascos llenos otra vez. Estábamos acomodando latas y frascos en el dispensario.
—Yoh, qué bueno es tener existencia de drogas para seis meses —dijo Sansón.
—Ten cuidado, que te conozco —le dije—. Cuando tenemos mucho, todo está bien. La das por aquí, la das por allá y cuando los frascos ya están por la mitad, entonces...
Sansón asintió.
—Pero, Bwana, cuando tenemos existencia de drogas para un año, ¿por qué resulta que no dura un año? Generalmente, casi se han acabado a los ocho meses y entonces tenemos que racionarlas.
Daudi sonrió. Lo de racionar no era cosa nueva en Tanganica. Levantó el frasco de las aspirinas.
— ¡Este vale diez chelines! ¡Mil dolores de cabeza por diez chelines! ¡Yoh! Mucha de mi gente estará agradecida a la persona que mandó el dinero.
Estaba a punto de hablar para apoyar lo que acababa de decir cuando se abrió totalmente la puerta y Mbuli entró como una bala.
— ¡Yoh, Bwana! ¡Rápido, tu escopeta!
Estaba demasiado agitado como para hacerse entender y enseguida me imaginé leones, perros salvajes, serpientes venenosas y leopardos, todos en una trampa.
— ¡Yoh! ¡Rápido!, ¡Bwana! —decía el muchachito—. Hay seis antílopes pastando en el maizal que está junto a tu huerta. Puedes arrastrarte detrás de unas rocas y estarás tan cerca que no podrás errar.
Sansón y Daudi sonrieron. Corrí a casa para tomar mi vieja escopeta y una caja de cartuchos. Era la única arma de fuego que teníamos. Distaba mucho de ser eficiente. En una ocasión memorable, había visto una bandada de aves de vivos colores —por lo menos un centenar— y conociendo las posibilidades de aquel calibre 22, había apuntado al extremo más a la izquierda de las aves y había matado a una bien a la derecha de la bandada.
Daudi tenía un cuchillo de caza y Sansón un gran garrote.
— ¡Kah! Quizá tu pequeña bala asuste tanto a los animales que se queden quietos el tiempo suficiente como para que los mate con mi cuchillo —dijo Daudi.
—Yoh, déjenme alguno bueno para que le dé con mi garrote y yo también traiga carne para el hospital —agregó Sansón.
Mbuli saltaba impaciente de aquí para allá. Quería hacer todo por partida doble, pero no podía. Sonriendo a los dos enfermeros por sobre su cabeza, dije:
— ¿Por qué no echan a los antílopes? Les están devorando la comida.
Mbuli retorció la nariz despreciativamente.
— ¿Echarlos, Bwana? Son carne buena. Hay más alimento en un antílope que en un balde de maíz. Vamos, Bwana, tírales pronto. Pueden irse.
Yo estaba limpiando el caño de mi pobre escopeta.
—Vamos, Bwana —Mbuli saltaba de pura ansiedad—. Queremos una fiesta de carne y mucha salsa y trozos de asado.
Estaba corriendo al revés, tratando de alentarme para que me apurara. La raíz de un baobab que brotaba de repente le hizo tropezar. Sus pies apuntaron al cielo y lanzó un alarido de sorpresa.
—Tranquilo, ¡por favor quédate tranquilo! —le dijo Daudi—. ¿Quieres espantar tu festín?
—No le hagas ilusionarse, Daudi. Tenemos muy pocas posibilidades de matarlos con esta escopeta. Hay que apuntar unos veinte centímetros más arriba y treinta al costado y nunca me acuerdo para cuál.
Sansón lanzó una risita.
Estábamos cerca de la huerta. Agazapándonos, seguimos el curso de un río seco. Afortunadamente el viento soplaba en dirección contraria. Detrás de mí oí un grito ahogado. Daudi se había arrodillado sobre un espino y estaba tratando de sacarse de la rodilla una espina de un par de centímetros. Me hizo una mueca
—Es mi primera sangre, Bwana. Ahora te toca a ti.
Hicimos una curva por el río y vimos frente nuestro unas formaciones graníticas. Tan silenciosamente como podíamos —y eso significaba arrastrarnos sobre espinos agudos como bayonetas— llegamos al punto más ventajoso y desde allí vimos a cuatro grandes antílopes, devorando con entusiasmo las mazorcas del maizal. Suspiré, apuntando cuidadosamente al mayor, que estaba a unos cincuenta metros.
—Kah, está demasiado lejos —dijo Sansón.
Daudi había sacado su cuchillo y se había puesto en actitud de atleta listo para la carrera. Apunté diez centímetros por encima y treinta a la izquierda del hombro del animal y disparé. Al estampido del arma, los animales se dieron vuelta, pero no se movieron. Hubo un golpecito deprimente cuando la bala golpeó una piedra más allá de ellos.
Mbuli se tragó su desilusión con sus manos apretujadas de nerviosidad.
Volví a cargar silenciosamente. Al no ver nada, los antílopes habían vuelto a pastar y esta vez apunté treinta centímetros a la derecha. Volví a apretar el gatillo. Al ser alcanzado por la bala, el animal cayó. Daudi saltó para matarlo, pero antes de que llegara a medio camino, se había levantado y galopaba hacia las colinas.
—Kah, se nos ha ido —dijo Sansón—. Debíamos haber esperado hasta que la herida hiciera su efecto. Ahora, mira, hemos provocado dolor al animal y sólo tenemos un campo vacío.
Sin embargo, Daudi estaba más allá de donde pudiera oírnos siguiendo con afán al animal. Mbuli iba con él y Sansón y yo seguíamos en la retaguardia.
—Yoh, no hay nada que hacer, Bwana —dijo Sansón—, mientras atravesábamos un angosto sendero bordeado de cactus. Las piedras se deslizaban ruidosamente mientras trepábamos.
Al llegar a la parte más alta de la colina, nos detuvimos y miramos la llanura circundante. Veinte metros más allá había un conejo tranquilamente sentado, casi invisible contra el gris de la piedra. Levanté mi escopeta y esta vez mis cálculos fueron más exitosos y luego seguimos nuestro camino, mientras Sansón llevaba el pequeño animal.
—Bueno, Bwana, si no tenemos asado, por lo menos tendremos sopa.
Más allá, a casi un kilómetro más lejos, pudimos ver a Daudi persiguiendo al antílope herido. Se arrastraba por la cicatriz erosionando de la tierra, hacia el animal que se había detenido jadeante detrás de una roca.
—Kah, si por lo menos tuvieras un rifle que no fuera de juguete —dijo Sansón.
— ¡No hay peligro! —me reí—. La licencia de caza cuesta veinticinco guineas. ¡Ni en cien años, Sansón!
—Pero Bwana, piensa en la carne que podrías conseguir para el hospital.
—Yoh, piensa en el tiempo que tengo libre para salir de cacería. Sabes bien que en cualquier momento llega alguien, y dice: “Bwana, te necesitamos en el hospital”, o “Bwana, hay un hombre con la pierna rota” o “Bwana, ¡más bebés!”
Sansón se río.
—Pero, Bwana, ¿no has sacado una licencia para cazar con cerbatana?
—Diez chelines por año, Sansón, y sólo tengo licencia para cazar cuando los animales están destrozando la huerta.
—Ooooh, ¡mira, mira a Daudi!
Había llegado a unos cinco metros del animal, pero éste había saltado alejándose y se acercaba al lugar en que estábamos nosotros. Nos agachamos. Cuando llegó a unos treinta metros, se quedó quieto, mirando directamente en nuestra dirección. Cuidadosamente, volví a apuntar, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, ¡cayó muerto!
— ¡Yoh! ¡Jiii! —exclamó Sansón—. ¡Debe haberse asustado de nosotros!
—Bueno, con susto o sin susto, allí está nuestra comida.
Jadeando por la carrera, llegó Daudi.
— ¡Yoh! Bwana, ¿dónde está? Jiii! ¡Después de todo!
Señalé al animal en el suelo.
—Pero... ¿cómo?.. ¿qué?...
—Nada más que vino hasta aquí, vio de repente a Sansón y se desmayó.
— ¡Yoh! —replicó Daudi—. ¡Lo creo!
Mbuli llegó tambaleando sobre por detrás de una piedra. Sansón sonriente, le alcanzó el conejo de la roca. Nos sentamos mientras Daudi recuperaba el aliento y volví a mirar el campo. Era el mejor maizal que había visto. Se lo señalé a Sansón y le pregunté qué significaba un pequeño cuadrado verde oscuro en el mismo centro del maizal. Daudi lo miraba con mucha intensidad.
— ¡Kah! Eso no puede verse desde la llanura sino sólo desde aquí —dijo.
Miró a Sansón y ambos asintieron como entendiéndose.
—Es nhonde.
—Voy a echar una mirada. Creo que sé qué ese nhonde.
—Pero, Bwana —dijo Sansón— no puedes dejar nuestra carne aquí. Las hienas se la llevarán.
Pues bien, el antílope pesaba fácilmente más de cincuenta kilos.
— ¿Y qué? ¿Qué hay con eso? —dijo Daudi con una mueca—. El Bwana le tiró, yo lo corrí. ¡Tú lo llevas a casa!
Sansón hizo otra mueca, se colocó al animal sobre los hombros y caminamos a través del campo.
—Bwana, el nhonde es una droga muy poderosa— dijo Daudi—. Los que lo aspira tienen sueños raros. Su sabiduría desaparece. Se portan como monos y son un peligro para todos.
Cuando llegamos al sembrado, un gentío vino a ver el resultado de nuestra cacería. Pero me di cuenta que nos mantenían lejos de aquella huerta.
Mientras caminábamos rumbo a casa al atardecer, turnándonos para llevar el antílope que para entonces iba colgado de un palo, Daudi dijo:
—Bwana, era una buena huerta y un alimento para los ojos, con su altura pareja y derecha y las buenas mazorcas llenas de grano, pero en el medio podredumbre y muerte, bien escondida: aquella parcela de la droga mortal, que sólo se ve cuando se llega arriba.
—Sí, la parábola es clara —dijo Sansón, cambiándose el palo de un hombro al otro—. Dios, desde su ventajoso punto de vista ve la podredumbre de los hombres que nosotros creemos buenos y lo que importa es lo que ve Dios.
Aquella tarde nos sentamos alrededor del antílope que se asaba, y a la luz del fuego, Daudi contó la historia del buen grano y la droga peligrosa.
Sentado en un banquito de tres patas, le escuché una vez más:
—Lo que importa es lo que Dios ve, y Dios dice que no se puede pecar y no sufrir las consecuencias.
Casi todos los que participaban de aquel festín iban a tener ese punto aclarado de forma dramática en tres días.