5: Problemas Del Trópico

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Se oyó un estruendo. Una piedra de gran tamaño zumbó a través de la puerta del dispensario y causó un gran destrozo a un frasco de preparado para la tos, casi vacío. Quedó vidrio quebrado por todo el piso. Sansón corrió a la puerta para entenderse con el agresor y apenas tuvo tiempo de agacharse cuando otra piedra zumbó sin éxito sobre su cabeza, para dejar una marca considerable en la pared de barro del otro lado del dispensario.
Lo que vio Sansón, hizo que lanzara todo su peso contra la puerta, la cerrara y le echara el cerrojo bien reforzado. En una fracción de segundo había visto a un joven africano, vestido solamente con un taparrabos, con una piedra en una mano y un panga —un tipo de cuchillo que usan en las cosechas, no muy distinto de un sable militar— levantado amenazadoramente en la otra. La acción de Sansón fue rápida al ver espuma en la boca del muchacho y una mirada salvaje en sus ojos.
— ¡Ya-yagwe! (¡Ayuda!) —clamó, mientras la hoja del cuchillo hendía la madera de la puerta.
Estaba en la sala a unos cientos de metros, haciendo lo que prometía ser la última atención a la operación de Mbuli y escuchando a su abuelo que ahora era como una parte del moblaje. Por milésima vez, estaba haciéndome un minucioso relato de todas sus enfermedades durante más o menos medio siglo de miseria.
Al oír el grito de Sansón, y luego el ruido de los golpes, dejé a un lado las pinzas y salí al patio a investigar. Desde donde yo estaba, el blanco dispensario parecía perfectamente normal. Las huertas de tomates al lado oriental eran un mérito de Santiago y noté que Elías, el carpintero, se había olvidado de llevarse la escalera, después de colocar una nueva viga, luego de una fiesta de la comunidad de las hormigas blancas. Entonces oí un “Paf” y el “oiiiiooo”, (¡socorro!) de Sansón y un extraño ruido, mezcla de carcajadas y gruñido. Caminé por el lado del dispensario a tiempo para ver al feroz asaltante de Sansón, con sus pies contra la puerta, haciendo grandes esfuerzos para arrancar su cuchillo que había clavado allí.
Por un par de segundos, me quedé mudo, asombrado por lo que ocurría. Rostros asustados se asomaron por el laboratorio de patología y por la ventana de la cocina. Dos muchachitos que estaban demasiado cerca del depósito de azúcar corrieron a la sala y desaparecieron debajo de la cama más conveniente. En ese momento, el cuchillo se soltó de la puerta. El enfurecido africano lanzó un alarido y se dirigió a mí. Le tiré mi estetoscopio y, encontrándome desarmado, corrí alrededor del dispensario. Vino detrás mío a toda velocidad y durante un rato nos atisbamos mutuamente por la pared.
—Cuidado, Bwana —se oyó una voz—. Está corriendo para el otro lado. Te tomará por la espalda.
Con un alarido, apareció a no más de tres metros, blandiendo su cuchillo. ¡Pocas veces me he movido más rápidamente! Al girar la esquina, de repente vi la escalera. La hice caer al correr. Oí un ruido detrás de mí, y la escalera cayó sobre las plantas de tomates. Desde la relativa seguridad de mi esquina, miré y vi a mi asaltante tambaleándose con ambas manos sobre la cara. Se había llevado la escalera por delante con la cabeza. A sus pies estaba el cuchillo. Hice un rápido movimiento, lo tomé y lo tiré sobre el cerco. Ahora las cosas estaban en una base bien diferente y aunque el joven era evidentemente peligroso, sentía que tenía la situación casi controlada.
De repente, se dio cuenta de que yo estaba parado delante de él. Con un grito, saltó sobre mí. Una vez más, la escalera cumplió su importante parte. Se enganchó un pie entre los escalones, tambaleó y cayó de narices. Aproveché la oportunidad para sentarme sobre su pecho y llamar a Sansón. Resultó interesante ver cómo todo el mundo, de pronto, se sentía valiente. Sansón le aferró las rodillas y junto con otros treinta que se habían agolpado, pero no demasiado cerca, pude verlo bien. Estaba literalmente cubierto con úlceras. Los extremos de la boca eran algo horrible de mirar. Me aclaré la garganta y en tono de conferenciante dije:
—Este es uno de los casos más típicos de una erupción que se llama frambesia. Es una enfermedad causada por un germen que, visto al microscopio, parece un trocito de cuerda enroscado. Estas úlceras y verrugas...
Daudi apareció con una jeringa lista.
—Morfina, señor —dijo.
—Gracias, Daudi —respondí inyectándola lo mejor que pude en la víctima que se estremecía y que casi arrojaba a Sansón de sus pies.
—Oh, Daudi, por favor llena una jeringa grande con NAB. Quiero inyectárselo en la vena.
Daudi asintió y desapareció. Miré a Sansón.
— ¿Por dónde iba en mi conferencia?
—Estabas diciendo, Bwana, que estas úlceras no sólo salen en la piel.
—Ah, sí. También aparecen en el interior del cuerpo, en los músculos —señalé una hinchazón nudosa en un muslo— y en los demás órganos del cuerpo. Todo el cuerpo queda involucrado, y por esa razón se está comportando tan alocadamente.
Todo el mundo asintió.
Bwana, lo llamamos mabwaje —dijo Sansón—. ¿Sabes que es muy difícil de tratar? Creemos que se debe a los que echan hechizos. Mira, a veces todos los de una casa lo tienen y mucho de ellos mueren.
Sobre la pierna del muchacho había tres úlceras, grandes como la palma de una mano. Había otras en su espalda, un poco más pequeñas. Cambiando un poco de posición, de modo que no pudiera agarrarme las manos, dije:
—Escuchen. Dentro de un mes, después de cuatro inyecciones y varios frascos de medicina, este muchacho estará completamente bien y sólo tendrá trazos muy leves de las úlceras e inflamaciones.
Sansón se rió con incredulidad.
Yah, Bwana, eso es difícil de creer.
Movió su mano en un gesto despreciativo, dando así al paciente la oportunidad de liberar su pierna. Sansón recibió un puntapié fuerte y bien ubicado que hizo más interesantes las cosas por cuatro o cinco minutos. Luego, mientras el otro estaba tirado allí, en la refulgente luz solar, bien aferrado por una docena de hombres forzudos, le di su primera inyección. Daudi limpió el brazo y lentamente se le introdujo en la sangre la solución amarilla de arsénico. Murmuró horriblemente y me escupió. La esposa de Daudi le echó consideradamente una tela vieja sobre la cara. En ese momento termine de vaciar la jeringa.
La morfina le estaba haciendo efecto. Llevamos al muchacho a una pequeña habitación y lo dejamos sobre una estera africana. Al poco rato, estaba dormido. Un número considerable de personas, al enterarse de lo ocurrido, había llegado para ver todo con sus propios ojos. Dándome vuelta les dije:
—Esta enfermedad es muy peligrosa y los gérmenes van de uno a otro muy fácilmente. Es necesario que todos los que fueron tocados por este muchacho o que lo tocaron a él se bañen muy cuidadosamente y se froten con medicina.
Les alcancé un pote de ungüento.
Nuestras abluciones y frotamientos fueron observados con el mayor interés y numerosos comentarios.
Entonces murmuré a Daudi:
— ¡Qué oportunidad! Mira, les contaré una parte de la historia. Luego tú tomas te haces cargo, y les hablas de la Palabra de vida.
Daudi me miró y sonrió.
Bwana, hay muchos que no tocarían a un hombre infeccioso. ¿Por qué lo has hecho?
—Daudi, si podemos ayudarle a conocer al señor Jesucristo liberándole de su loca enfermedad, pues bien, vale la pena el riesgo.
De pie bajo un granado, miré al grupo.
—Una vez hubo un hombre como nuestro amigo, cuyo nombre era “Muchos demonios”. Pues bien, era un hombre tan fuerte que podía romper las cadenas como uno rompe un hilo. Nadie se atrevía a acercarse al lugar donde vivía, hasta que un día Jesucristo, el Hijo de Dios, pasó por allí. Apareció “Muchos demonios” y Jesús se enfrentó con el terrible sujeto.
—Seguramente Jesús era muy valiente —dijo el abuelo de Mbuli, apoyándose en su bastón.
—Y poderoso —apuntó otro.
—Claro que lo era. También tenía poder suficiente como para liberar al hombre de la enfermedad de su mente. Fíjense ustedes, un minuto era peligroso y furioso y al siguiente era normal.
El tío de Mbuli, que había estado rondando por varios días, dijo en fuerte voz.
—No lo creo. Es una mentira.
Yo le respondí:
—Si este muchacho se sana, ¿Lo creerás?
Jiii, ¡sanarse! Jaaaa!
Entonces intervino Daudi.
—Sí, usted puede reírse —dijo—. Todos sabemos qué vida lleva. Oye, tú también tienes tremendos problemas en tu alma que necesitan ser curados.
Mirando el grupo, agregó:
—Escuchen, ese hombre “Muchos demonios” fue sanado por el Hijo de Dios y tenía sólo un deseo: seguirle y trabajar para él. ¿Saben? Jesús ha hecho lo mismo para muchos de nosotros. Ha quitado de nuestras vidas la culpa del pecado. También ha quitado el castigo de nuestros pecados y, porque él fue crucificado, estamos en paz con Dios. Ustedes se acordarán de esas cosas cuando vean a este nuevo paciente que se mejora día por día.
Y por cierto que se mejoró y dramáticamente. El ambiente siguió estando tenso por un día o dos por las locuras del hombre, pero luego desapareció su insanía. Mbuli, que estaba reponiéndose magníficamente, se interesó mucho en el caso. Al principio, había estado algo asustado. Los alaridos de nuestro nuevo paciente eran alarmantes, pero cuando se tranquilizaba Mbuli traía un informe diario de las úlceras cubiertas de vendajes.
Bwana, la que tiene en la espalda era de este tamaño —abrió la boca de una manera inmensa para alguien tan pequeño— y ahora es así.
Apretó los labios hasta el tamaño de una moneda.
La mejoría continuó. Le dimos la segunda inyección. Desaparecieron las inflamaciones, y las úlceras quedaron limpias. Tenía muchísimos vendajes y esto le dio a Daudi la oportunidad para dar a los enfermeros practicantes varias clases sobre cómo se aplican los vendajes. Al fin del mes de tratamiento, teníamos a un muchacho totalmente normal con una colección de feas cicatrices como único recuerdo de su alocada enfermedad.
Él y Mbuli, que ahora estaba levantado, convaleciente, estaban sentados en el sol mirando a Daudi que preparaba las inyecciones, cuando llegué yo. El de las úlceras, se me acercó y me mostró las cicatrices. Lo miré en el rostro. La furia y locura habían desaparecido; en su lugar había una sonrisa inteligente. Ciertamente que era una nueva versión de los hechos del Nuevo Testamento.
— ¡Kah! Mira, soy una persona nueva —dijo el muchacho.
—Por supuesto —dijo Santiago—. ¿No dice la Biblia que tenemos que nacer de nuevo si queremos vivir realmente? Tú has visto lo que pasa con tu propio cuerpo. Ahora puedes ver ocurrir lo mismo con tu mitima (alma).
—Quisiera quedarme aquí con el bwana y aprender.
—No, quiero que vayas a tu tierra y a tus amigos —le dije—, de la misma manera que “Muchos demonios” hizo en la Biblia.
—Pero, ¿quién me enseñará de Jesús, Bwana? Yo quiero saber de él.
—Yo te enseñaré —dijo una nueva voz.
Miré a Tadayo, uno de nuestros maestros, salidos de la selva.
—Yo te enseñaré y juntos podremos mostrar cómo Dios da una vida que vale la pena.
Se oyeron ruidos como de forcejeo y apareció Daudi, casi arrastrando al tío incrédulo de Mbuli, que protestaba violentamente.
—No quiero verlo.
—Sí, lo vas a ver —dijo Daudi, jadeando—. Hace un mes dijiste que no podría sanarse. Dijiste que Jesús no pudo haber curado a “Muchos demonios”. Y tú...
Se detuvo para recobrar el aliento. El otro muchacho se acercó y se levantó la camisa.
—Mira, mis úlceras se han ido. Fíjate, estoy curado.
El escéptico tragó saliva.
—No es la misma persona —gruñó.
Hubo una explosión de carcajadas.
—Sí, soy yo —dijo el muchacho— pero tienes razón, realmente soy una nueva persona. Mis úlceras han desaparecido. Mi mente está clara y mi enfermedad se fue.
— ¡Kah! Eso es obra de los demonios —dijo el viejo.
—No, es la obra de Dios —respondió Daudi.