3: Al Borde De La Tragedia

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— ¡Jongo! ¡Me pica, cómo me pica! —decía el viejo sentado en la sala donde estaban los pacientes externos. Vi que se rascaba a más no poder.
Kah, ¿quieres remedios? —le pregunté.
—He probado todos los remedios –murmuró—. Bwana, me pica, me pica.
—Y dime, ¿quién eres tú?
—Soy Mukombi y mi nieto es Mbuli que está aquí en cama.
Señaló con el mentón hacia la sala de niños. Movió el brazo y trató de alcanzar algún lugar decididamente vital entre sus hombros.
Bastó una mirada para hacer un diagnóstico y entonces hice señas a un enfermero.
— ¿Quieres probar nuestra medicina, Mukombi?
—Probaré cualquier cosa —dijo tristemente, sacudiendo la cabeza.
Llamé a Santiago, a quien le gustaba llamarse a sí mismo “la enfermera de la sala”.
—Llévalo al baño de los enfermos de sarna —le susurré.
Sonriendo, el africano lo llevó a una pequeña habitación de piso de cemento y trajo una lata de queroseno llena de agua. Lo seguí.
—Quítate la ropa y báñate muy cuidadosamente con agua caliente y con este jabón—le ordené.
El viejo tomó la pastilla de jabón y la olió. Sacudió la cabeza y dijo:
—No, me niego. Me niego a refregarme esto sobre el cuerpo. Huele mal.
Santiago lo miró con paciencia.
—Este jabón tiene medicina que te ayudará a curarte la picazón.
— ¡Jeh! ¿Pero no sabes que mi picazón requiere algo más que medicina? —bufó Mukombi. Quiso seguir esquivando el asunto con su interlocutor cristiano—. Se necesita un hechizo poderoso para quebrar el poder mágico, la magia negra. Estos europeos no entienden de magia. ¡Kah! El bwana no entiende que el chico que tiene aquí está con un hechizo y se va a morir. Mira lo que ya ocurrido.
El viejo se puso de pie, tomando su lanza.
— ¿No dimos al muganga una vaca para que él pudiera caminar por la casa y la previniera de los malos hechizos. ¿Y no ha usado fetiche en su cuello hasta que el bwana se lo cortó?
Escupió con disgusto contra mi ignorancia.
Ninga, pero en tu caso, tu problema no es un hechizo. Es un dudu.
Wacho, ¡jiihh! Soy lo bastante viejo como para ser tu padre. ¿Crees que no entiendo de esto? Conozco a un dudu cuando lo veo.
Kumbe, ¿lo conoces, no?
Lo llevó por la fuerza, tomándolo de un brazo y caminó con él hasta el dispensario donde Daudi estaba preparando una cubeta de jarabe para la tos.
—Daudi, este padre de nuestra tribu cree que ha sido hechizado y que por eso ahora todo le pica. Le dije que su problema está en un dudu y se ha reído de mí. ¿Quieres probarle que le he dicho la verdad?
Daudi se fue hasta un armario en el rincón y sacó de allí una aguda aguja y unas hilachas con yodo. Luego frotó cuidadosamente el brazo del viejo. Con su lente de relojero puesto en el ojo, el enfermero africano trabajó cuidadosamente sobre un área pequeña.
Kah, ¿qué es eso que te has puesto en el ojo? —dijo el abuelo—. Kah, eso es hechicería.
—Quédate tranquilo —le dijo Daudi—. Es sólo una ventana que hace parecer más grande las cosas chicas. Estoy cazando, cazando dudus.
El viejo quedó en silencio y observó con temor cuando la brillante aguja de acero hizo a un lado la capa exterior de su piel. El enfermero dejó escapar un gruñido de satisfacción. En la punta de la aguja había una minúscula gotita. La miró por su anteojo y luego sonrió. Tomando al hombre de la mano, lo llevó hasta el laboratorio de patología.
—Hoy te enseñare algo—dijo Daudi—que tú, un anciano sabio de nuestra tribu, nunca hubieras pensado posible.
Levantó la aguja y señaló lo que había en la punta.
—Mira, esto es muy pequeño.
Mukumbi hizo girar sus ojos de manera impresionante.
Yah, es demasiado pequeña para que la vean mis ojos.
Aaah —dijo Daudi—. ¿Pero ves este tendakuno? (tal era un nombre inventado para el microscopio).
Señaló con su mentón a uno de sus aparatos, bastante estropeado—. Esto hará que un cabello común sea grueso como tu dedo. Mira si pongo este pequeño dudu allí y se mira por la punta, lo verás grande como una hormiga.
El viejo retrocedió y se golpeó contra la puerta. Miraba hostilmente. No encontraba forma de escaparse.
— ¡Jiihh! Déjenme ir. Este es un lugar de mala matitu (magia negra).
—No, es un lugar donde hay sabiduría común —dijo Daudi—. No tengas miedo, abuelo. Mira aquí.
El viejo volvió a abrir los ojos despavorido, pero después de un rato lo venció la curiosidad. Miró por los extraños lentes, y con una exclamación de sorpresa dijo:
— ¿Qué? ¿Qué es eso con patas? Jiihh, nunca he visto un dudu como ese.
Miró a Daudi haciendo ruidos extraños.
—Me estás engañando. Ese bicho nunca estuvo en mi piel.
Daudi estaba preparado para la emergencia. Volvió a sacar su algodón iodado y su aguja y, sin comentarios, procedió a extraer otro minúsculo fragmento de sarna de su lugar.
—Mira, abuelo —dijo pacientemente— aquí hay otro. Lo has visto salir. Ahora mira cómo lo pongo sobre este vidrio. Ahora lo coloco debajo del microscopio. Mira, no lo muevo. Ahora fíjate de nuevo.
El viejo hizo lo que Daudi le indicaba. Abriendo la boca exclamó:
Jiih, mira, es más grande y más feo que el otro. ¡Kah! De veras que esto es cosa sabia. ¿Pero de dónde lo saqué?
—De la suciedad, sólo de la suciedad —dijo Santiago, que llegaba en ese momento—. Tú no lavas tus ropas. No te lavas el cuerpo. Tu esposa no barre la casa. A estos pequeños dudus les gusta tu casa así. De veras que es un terreno de caza feliz para los dudus de todas clases y tamaños.
—Creí que estaba hechizado y me ha costado una vaca tras otra para que me hicieran encantamientos y, mira, el problema era un dudu, un pequeño dudu.
—Ven y báñate —dijo Santiago.
Lo llevó hasta el cuartito de bañarse. Daudi y yo esperamos hasta que no pudieran oírnos y entonces dejamos escapar la risa. Fuimos al cuarto de baño. Santiago estaba parado sobre un cajón echando agua con una regadera sobre la cabeza del viejo, mientras un enfermero más joven lo estaba frotando vigorosamente con un jabón de ácido fénico y un cepillo de uñas que era demasiado viejo para usarse en la sala de operaciones. Ambos enfermeros cantaban a voz en cuello: “Nos veremos en el río”.
Pronto terminó el enjabonado y cepillado y el viejo se sentó a secarse en un rincón apartado bajo el brillante sol. Kefa salió del dispensario con una lata de salmón llena de ungüento de curioso color verdoso. Lo miré.
—Ese color es muy raro para nuestro ungüento sulfuroso, Kefa.
El enfermero se rió.
—No se nota sobre una piel negra, Bwana, y además está hecho con el aceite usado de tu coche. Así es muy barato, porque el aceite está muy caro.
Era sólo otra de nuestras artimañas para manejar un hospital de sesenta camas en la selva con el costo equivalente al de dos camas en nuestro país.
El hombre fue refregado de la cabeza a los pies. Protestó débilmente, pero Kefa hizo una descripción alarmante de dudus y el hombre se quedó en silencio. Por más de una hora estuvo sentado al sol, mientras su taparrabos era hervido, para sacarle los insectos y secado.
Jiiiih —dijo el viejo—, realmente hay sabiduría en este lugar.
—Sí, abuelo. La sabiduría viene cuando dejamos los caminos de la magia y tomamos los caminos de Dios –dijo Santiago.
— ¡Jongo! Eso es difícil de entender. Soy demasiado viejo.
Santiago sonrió y dijo:
—Abuelo, ¿eres demasiado viejo como para entender la enfermedad de tu piel? ¿Acaso tu enfermedad te evitó que sufrieras la picazón?
—No, claro que entiendo mi enfermedad. Jiih, ¡cómo pica!
—Bueno, el mensaje de Dios que te traemos —dijo Santiago— habla de una enfermedad, el pecado, que hace miserable a la vida, como la sarna, pero que además mata.
Kumbe —dijo el viejo.
—Sí, mata el cuerpo y el alma.
— ¿Pero no hay forma de evitarlo?
Santiago habló con más fervor:
—Sí, lo hay, pero el mal es tan grave que Jesucristo, el Hijo de Dios, murió para poder superarlo.
Jiih, eso es algo que no puedo entender.
—Pues bien, vuelve mañana para un nuevo lavado y ungüento —dijo Kefa—. La enfermedad no se cura en un día. Tampoco se mata a una serpiente con un solo golpe.
Volví al laboratorio. Daudi estaba preparando placas.
—Daudi, ¿cómo le va a Yona con su trabajo? —pregunté.
Bwana, es espléndido —me respondió el jefe de enfermeros—; ha aprendido muy rápidamente a dar inyecciones, revisa con mucho cuidado las jeringas y no se le ha trabado ninguna aguja desde que comenzó. Creo que podemos confiar en él y encargarle todas las inyecciones de la sala de hombres y la de niños.
—Bueno, y agrega a la lista de inyecciones el nombre de ese chico Mbuli, al que trajimos de vuelta ayer para el tratamiento ocular. De alguna manera, ha caído con neumonía.
—Yah, ¡neumonía! —dijo Daudi—. Bwana, ¿es que no dijo su gente que le habían hecho un hechizo contra su vida? —Sacudió la cabeza—. Bwana, esas no son palabras ociosas, son las palabras del demonio. A ti no te asustan porque tú eres un hombre blanco, pero, heh a mí sí me asustan y mi gente esta aterrorizada. Saben del poder de un hechizo para matar.
—Daudi, hay una sola cosa que hacer. Debemos confiar en Dios, y darle la mejor medicina. Comencemos por pedir a Dios que nos dé sabiduría y nos libre de cometer errores.
Nos arrodillamos en el dispensario. Cuando nos levantamos, di instrucciones a Daudi de cómo debía dársele la sulfapiridina a Mbuli.
—Una inyección cada mañana, Daudi —ordené—, sólo esa dosis.
Señalé el registro.
—Se lo diré a Yona, Bwana —dijo asintiendo.
Una hora después vi a Yona saliendo de la sala de niños con un plato esmaltado y en él estaban sus jeringas, sus agujas y aquella droga salvadora que nosotros llamábamos la matadora de la muerte en cosas como la neumonía, la meningitis y la malaria.
Aquella tarde, volví a examinar a Mbuli. Decididamente estaba peor. Su temperatura había subido, respiraba con dificultad y cuando respiraba hacía un ruido peculiar muy característico de la neumonía en los niños. Ordené otra inyección y me fui a casa muy preocupado por la vida del muchacho. La temperatura matutina era aún muy alta y por eso puse a Mbuli en la lista de enfermos graves. Aún entonces esperaba que reaccionaría rápidamente a la droga de sulfas que le habíamos dado, pensaba que su temperatura bajaría en algunas horas.
En la tranquilidad de la tarde volví a verlo. Sobre la planicie, el sol golpeaba el desierto implacablemente. Nadie se movía a aquella hora del día y sólo los insectos seguían activos. Me senté junto a la cama de Mbuli y le tome el pulso.
El chico se estaba muriendo. Su estado había empeorado. Puse el estetoscopio sobre su pesado pechito y me pregunté cómo era posible que aún no reaccionara a la medicina que le administramos.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por la madre de un niño que estaba en la cama vecina, cuyos ojos yo había operado. Si alguna vez tuve un buen paciente, era aquel chico y si alguna vez una madre había seguido las instrucciones, era aquélla.
Bwana, está muy enfermo —dijo.
—Está terriblemente enfermo —le repuse—. Está tan enfermo que temo que se muera.
Jongo ¡Y es el chico que fue hechizado! —dijo la mujer, arqueando las cejas.
—No sé qué hacer con este problema; se le están dando todas las medicinas con que se le podría ayudar pero algo no está bien. Pediré a Dios que me muestre el camino.
Bwana, en estos días yo también he aprendido a hablar a Dios —dijo.
Entonces nos arrodillamos los dos junto a la cama del chico y yo pedí al Dios todopoderoso que nos ayudara Enseguida oró también la mujer. Era simplemente la actitud de conversar con Dios. Unos momentos después, ella dijo:
Bwana, ¿cómo contestará Dios nuestra oración?
—No lo sé, pero ya verás que de alguna manera lo hará.
Bwana, las medicinas de este hospital son maravillosas. Hay inyecciones transparentes e inyecciones blancas y hay remedios para los ojos. Moví la cabeza diciendo que sí y me incliné para comprobar el pulso del chico.
De repente, ella dijo:
Bwana, ¿no ayudará a este chico una de las inyecciones blancas? Tiene el mismo mal que el chico en la cama de allá que se sanó.
—Pues, claro, le estamos dando las inyecciones blancas; ésa es la medicina que mejor resultados da.
—No, no se le están dando —dijo la mujer—; la medicina tiene el color de agua. Yo vi la jeringa.
— ¿Cómo? ¿Estás segura? Hizo señas que sí y entonces corrí y al encontrar a Daudi le dije:
—Llama a Yona.
Bwana, es su tarde libre —dijo Daudi.
Me pidió que lo dejara ir al almacén hindú, a quince kilómetros de aquí.
—Daudi, ¿acaso has notado que Yona tiene últimamente más dinero que de costumbre? —le pregunté—. ¿Se ha comprado ropa o animales?
— ¡Jongo! He oído que se ha comprado tres vacas —dijo Daudi, rascándose la cabeza.
— ¿Tienes alguna idea de dónde puede haber obtenido el dinero?
—No, todavía es un principiante como enfermero y su sueldo no es mucho, sólo doce chelines por mes, además de ropa y comida.
En ese momento llegó Sansón.
Bwana, ¿conoces a Yona? —preguntó.
—Sí, lo conozco —contesté.
—Se ha ido a comprar un par de pantalones cortos de terciopelo. Le dije que si los veías no te iba a gustar, pero dijo que los usaría cuando no estuvieras.
—Sansón, ¿has notado que Yona ha tenido más dinero que lo normal en los últimos tiempos?
Mi enfermero asintió.
—Parece tener bastante, Bwana. Pensé que podría haber recibido un regalo de los parientes.
Mientras hablaba, había estado ocupado con unas balanzas químicas, con un largo tubo de ensayo y una lámpara de gas. Medí cuidadosamente la medicina que había mezclado, cargué una jeringa y corrí a la sala donde estaba el muchachito. Unos minutos después, le di a Mbuli una de las inyecciones más grandes que jamás había dado a un chico de su tamaño.
Cuando salí, sentado en la galería, había un hombre con un par de pantalones de terciopelo rojo, como los que yo objetaba. Su camisa era verde esmeralda y sus medias eran de un rojo brillante.
—Vaya, el arco iris ha bajado a la tierra —dije a Daudi.
—Yah, y pronto va a estallar el trueno; escuchemos su historia.
El colorido joven, haciendo girar el blanco de sus ojos, dijo:
Bwana, tu remedio me ha traído mucho dolor.
—No te he dado ninguna medicina—le dije—. Me hubiera recordado de ti si hubieras venido al hospital antes.
Daudi hizo una mueca.
Jeh, me dieron inyecciones en el hospital —dijo el muchacho, restregándose a la altura del bolsillo del pantalón.
—Tráeme el libro de inyecciones —ordené a Daudi—. Y bueno, ¿cómo te llamas?
–Sulimani—contestó.
Miré a lo largo de la lista de los que habían recibido inyecciones. Su nombre no estaba.
—No, tu nombre no está aquí —dije—. No puedo darte remedios si no has estado en el hospital.
Bwana, no me dieron la inyección aquí —dijo Sulimani—; me la dieron en la casa de uno de los enfermeros. Dijo que tenía la mejor medicina, la que usas para ti mismo. Hasta ahora me ha dado seis y estoy dolorido.
— ¿Cuánto te cobró? —, pregunté inocentemente.
—Un chelín por vez, Bwana.
— ¿Se llamaba Yona?
El africano asintió.
—Allí lo tienes, Daudi. Todo el asunto está resuelto. Este desdichado Yona ha estado robando la medicina de nuestros chicos y hombres para dársela a la gente por su cuenta, para ganar dinero.
Me ocupé de Sulimani breve y efectivamente.
Yona volvió una hora después. Lo llamé a mi escritorio y entonces le presenté la situación. Lo negó con indignación, pero con cara de culpable, como si realmente lo fuese.
—Yona, no tengo otra alternativa en tu caso. El jefe se ocupará de ti. Él te dará el castigo que te mereces. He descubierto jeringas y medicina ocultas en tu casa. Sulimani me contó toda la historia que tu le hiciste y he visto al pequeño Mbuli, que se estaba muriendo porque tú escuchaste la voz del tentador.
El jefe se ocupó a fondo de Yona y fue despedido por seis meses. Ahora, el pequeño Mbuli mejoró rápidamente y tres días después estaba fuera de peligro. Sin embargo, esa no fue la historia que escuchó su familia. Una mañana, para mi sorpresa, oí una fuerte discusión en la sala de los niños.
—No, ustedes no pueden entrar —decía la voz de la enfermera—, ¡el bwana no permite que los amigos y parientes entren todos juntos! ¡A lo sumo dos por vez! Fui a ver qué ocurría y allí encontré al padre de Mbuli y a toda clase de parentela, incluyendo a su tío, el fabricante de esteras.
Yah, está hechizado —decía el padre—. Hemos oído, Bwana, que el chico se está muriendo.
Entré a la sala justo a tiempo para ver que una vieja, pariente, le estaba dando a Mbuli algo de una calabaza.
—Vengan y véanlo ustedes mismos —dije, mientras la vieja se escabullía de la sala.
Los ojos del niño aún estaban rojos y tenía tos, pero estaba lejos de la muerte.
—Allí está. ¿Qué piensan de él?
Jeh, eso no es lo que habíamos oído —dijeron.
—Bueno, ahora va mucho mejor y creo que todo irá bien. Pueden quedarse por un momento, pero no lo molesten.
Pronto vi a los parientes yéndose por camino, caminando en fila india. Era tarde cuando un mensajero vino corriendo a mi casa.
Bwana, Mbuli tiene convulsiones —dijo.
Mientras corría en el anochecer, recordé a la vieja africana que estuvo dando furtivamente al niño algo de una calabaza. Entré jadeante en la sala. El muchachito estaba teniendo una fuerte convulsión. Las convulsiones son siempre un cuadro horrible, pero aquello parecía mostrar un cuadro de intoxicación con estricnina. Puse todo en movimiento inmediatamente. Le dieron inyecciones y una cantidad de otras cosas, que no se necesitan detallar y que se pueden imaginar.
A media noche, el chico estaba otra vez fuera de peligro. Mi cocinera estaba llenando atentamente un termo de té. Daudi y yo tomamos una taza cada uno. Era poco antes de medianoche y una hiena aulló fuera del hospital.
—Bueno, Bwana. ¡Ahora lo veo! —dijo Daudi—. Si no te resulta un hechizo... ¡pues agrégale algo de veneno!
—Y además, Daudi, si tu personal no le da la inyección correcta, tu paciente se te muere. ¿Verdad que todo es muy complicado? Lo único que espero es que no le pase nada más al pequeño Mbuli.
¡Con eso demostraba que yo desconocía el futuro!