Me senté con cuatro hojas de papel delante de mí. El calor era terrible. Por la ventana podía verse la llanura y en medio de ella una hermosa franja de agua azul. Uno se sentía irresistiblemente atraído por su celeste frescura, pero yo sabía que exactamente donde parecía estar el lago no había sino tierra sin cultivar, destruida por la erosión. Era un espejismo.
Entró Daudi.
—¿Qué ves por la puerta, Daudi?
Mi amigo africano se rió.
—Veo mucha agua que nadie puede beber.
Se sentó cansadamente en un banquillo frente a mí.
—Yah, Bwana, y es como mucha de la gente difícil que he estado tratando de ayudar en esta batalla contra el sarampión.
Tomó uno de los informes. Con una sonrisa en su rostro dijo:
—Bwana, tú ves que yo tomo todos los lugares difíciles. A aquellos puntos muy fáciles donde requieren nuestra ayuda, mando a Kefa y con él a Hilda. Kefa es un hombre manso, pero Hilda, aunque sea pequeña, jiiiih, ciertamente tiene lengua y bueno, ella puede, puede...
—Mandar a trabajar —respondí.
—Ndio —dijo Daudi— ella puede mandar trabajar a la gente que es difícil y no quiere obedecer. Yah, ¡de veras que ella los puede hacer trabajar!
—Me reí y leí la parte superior de los informes de Kefa.
—Ciento siete niños tratados en tres aldeas, tres familias difíciles atendidas por Hilda, mientras yo iba a la puerta siguiente y tomaba la temperatura.
Leí eso a Daudi, quien se rió.
—Me hubiera gustado estar allí, Bwana.
—Ya está bien así —respondí—; tú no eres tan malo para hacer trabajar a la gente.
—Ah, Bwana, pero yo lo hago muy amablemente, muy amablemente. Mira, allí está el caso del jefe de Makangwa. Se negaba a permitirme que llevara medicinas para los niños de su poblado y luego me pidió que le diera píldoras para su dolor de cabeza. Entonces yo le expliqué que los dolores de cabeza podían deberse a muchas cosas. Muchas veces se deben a picaduras de mosquito, que producen paludismo, y le conté del jefe que había muerto de un paludismo muy malo. No le produjo mucha alegría oír eso.
Me senté en mi silla y mi reí.
—Y supongo que luego le contaste de la meningitis y la insolación.
—Sí, Bwana, eso es lo que hice, y de los males en los ojos y de esos muy malos que lo dejan ciego a uno. En verdad que le conté de todas las enfermedades que pude y cuando estuvo debidamente asustado le dije que no habría píldoras para él si no se trataba también a los niños con sarampión. Estuvo de acuerdo, de modo que le prometí medicinas después de que los niños hubieran sido tratados. Jeh, Bwana, había sesenta y tres niños en aquella aldea solamente y ya habían muerto cuarenta o más. Ahora habrá una gran oportunidad —bostezó—. Hemos estado en ello desde el alba, Bwana, diciéndoles que limpien las casas. ¡Qué mugre, qué cucarachas, ugh!
Frunció graciosamente la nariz y siguió:
—Pero ahora tengo a los niños en orden. Les he estado poniendo gotas en los oídos, diciéndoles qué deben hacer, yah, y me duelen los brazos. He contado el pulso y la respiración y vigilado el pecho de los que recibían una friega, he salido de mi aldea y he vuelto caminando para asegurarme que no están siguiendo los caminos del hechicero.
Sacó su cuaderno de notas y agregó:
—Vienen diecisiete niños nuevos. Probablemente con neumonía. Yah, Bwana.
Volvió a desperezarse y bostezar.
—¿Estás cansado, Daudi?
—No, Bwana, yo no bostezo cuando estoy cansado, bostezo cuando tengo hambre.
—Jeh —dijo una voz afuera y apareció el rostro sonriente de Sansón.
—Vaya, debes tener el hambre de todo el pueblo dentro de ti si estás como yo —dijo—. Daudi me dio lo que pensé que era la aldea más dura.
—Yah, no, esa la dejé para mí.
—Bueno, si las mías eran fáciles, tu trabajo debe haber sido muy bravo. Bwana, había un jefe que no estaba dispuesto a ayudar y ni me dejaba entrar en su aldea. De paso sea dicho que es un amigo de Chikoti. Prohibió a su gente que siguiera nuestros caminos; dijo que si alguno lo hacía, moriría y yo empecé a desesperar pero muy tranquilamente, con mis ojos abiertos, oré a Dios y le pedí que ayudara, y entonces salió un viejo de una casa. Era un pariente del jefe, un visitante. Caminó hasta mí, me saludó y le dijo al jefe: “En ese hospital del Bwana tienen las medicinas que sirven y, aunque es un hombre blanco, puede hacer cosas que no podemos hacer con nuestra medicina de hechiceros. Porque, ¿te acuerdas que yo estaba ciego? ¿Acaso no pagué con cabras y vacas a los waganga y sin embargo no pasó nada?” y agregó disgustado “keh, probé muchas medicinas, muchos encantamientos, pero seguía en tinieblas, hasta que el Bwana trabajó con un cuchillito y ahora puedo ver...”.
—¿Quién era, Sansón? —pregunté.
—Jiih —dijo Sansón—, allí está lo gracioso. Es aquel viejo que se negó a pagar sus “gracias” cuando le hiciste la operación de cataratas porque dijo que no había mejorado. Te hizo un escándalo. Dijo que el hospital no era bueno y que el hechicero tenía medicinas mejores.
—Yah —dijo Daudi—, dijo cosas que el Bwana no podía entender pero tú y yo sí. Me acuerdo que me sentí arder bajo la piel de furia.
—Bueno, ¿te acuerdas que en vez de decir palabras enojadas el Bwana le dijo que pidiera a Dios que sus ojos se sanaran completamente y entonces el Bwana nos enseñó las palabras de Salomón de que “la blanda respuesta quita la ira?”
—Me acuerdo y entonces pensé que el Bwana estaba errado.
—Bueno, no lo estaba, porque este viejo sólo tenía cosas buenas que decir sobre nuestro trabajo y, vaya, por sus palabras yo traté a treinta chicos de esa aldea. El jefe me acompañó y cuando el hombre rechazó el tratamiento, el jefe lo amenazó con una multa. Cuando puse las gotas en los ojos de los chicos y la gente que golpeaba los tachos de keroseno para mantener despiertos a los chicos fueron llamados a silencio, Bwana, yo tuve un nuevo método para tener quietos a los chicos.
—¿Qué era eso, Sansón?
—Bueno, Bwana —sonrió el africano —, mucha gente vino a pedir remedios para el dolor de cabeza, dolor de articulaciones y no sólo les di las píldoras de aspirina, sino también las de bromuro. Bueno, ya están bastante cansados, de modo que cuando toman el bromuro se duermen varias horas muy tranquilos.
—Ese es un viejo truco, Bwana —dijo riendo Daudi.
—Yah, pero es un truco bueno —dijo Sansón.
Tomé los papeles. Mis equipos de lucha contra el sarampión habían tratado quinientos casos en un día. Habían encontrado doce casos de neumonía y dos de graves afecciones oculares. Estos chiquillos ya estaban en el hospital bajo tratamiento y su recuperación era segura. Sólo era cuestión de tiempo, y todo andaría bien. Tomé mi lápiz y escribí mis instrucciones para el día siguiente. Cuando salí de detrás de la mesa, apareció Kefa en la puerta.
—Bwana, ya son las saa humi (cuatro) —dijo—; no he comido todavía, pero yah, he tenido un día bueno.
La simple mención de la palabra “comida” hizo bostezar de nuevo a Daudi. Kefa continuó.
—Bwana, he visto a niños que hubieran muerto o quedado ciegos toda su vida, que mejoraban de inmediato al recibir nuestro tratamiento.
—Espera un minuto, Kefa —contesté— los hemos hecho mejorar, pero todavía enfrentamos una semana de trabajo duro.
—Por cierto, Bwana —asintió Daudi— no debemos descansar hasta acabar, porque los hechiceros estarán muy atareados.
Danyeli entró con un aspecto muy exhausto.
—Kah, Bwana, hoy ha sido un día sin provecho. Es que he ido a la parte oriental del país donde Chikoti tiene mucha influencia. Fue un día de hablar y hablar, pero no he dado ni una gota para ojos ni una dosis de medicina. Han abusado de nosotros y he oído rumores de que se están preparando dificultades para el hospital.
Di instrucciones respecto al tratamiento del día siguiente y luego hice una recorrida por el hospital, viendo quién podía ser dado de alta para hacer lugar para los pequeños con neumonía que estaban en camino. En la sala de enfermeras oí una voz bastante aguda, la de Hilda.
—Yah, ¿conocen a esa mujer que araña las gargantas de los niños con sus uñas? —decía.
Un coro de gruñidos pareció indicar que las enfermeras que no estaban de turno conocían bien a aquella temible vieja africana, que hasta donde yo sabía, había sido responsable de unas siete muertes.
—Bueno, me atacó —continuó Hilda—. Le dije a Kefa que se fuera a otra parte (es sólo un hombre y no tiene energía en sus argumentos) y ¡la puse en su lugar! ¡Vaya si no la puse! Le dije: “¿Acaso tú no vienes a nuestro hospital cuando te duelen los huesos? ¿No te llevas y te tomas nuestras medicinas? ¿No te frotas con nuestros linimentos? ¿No usas una voz melosa y pides píldoras blancas para llevarte a casa? Y ahora, cuando venimos con remedios para salvar la vida de los niños, pones objeciones”. Yoh, le hablé de tal forma que las mujeres se echaron a reír de ella.
Una vieja matrona africana que, de paso, era la abuela de Hilda, se rió y dijo:
—Eso de que la gente se ría de ella es mejor que cualquier otro método. Si eres ruda, dicen que son palabras de una muchacha y si te enojas, la gente no te escucha. Realmente has seguido el buen camino.
Fui a la sala. Había chicos en los colchones y en el suelo, todos ellos bien dormidos, terriblemente agotados después de días en que se les tuvo despiertos por la fuerza. Había una cantidad de vasos con remedios en la mesa y debajo de cada uno, un trocito de papel con el nombre del paciente que debía recibirlo. La enfermera africana de turno en la sala me murmuró al oído.
—Les daré el remedio cuando se despierten, Bwana. Tú nos dijiste que el sueño es importante en la neumonía, porque si no duermen se morirán.
Subiendo la colina hacia el hospital, vi tres pequeñas procesiones. En cada caso era la misma historia: sarampión, luego tos, luego neumonía. A cada niño se le daba una inyección y era mandado a la sala. La enfermera señaló con el mentón hacia tres colchones:
—A esos los trajo Mubofu, Bwana. Kah ¡vaya manera de trabajar, yendo y viniendo como una sombra!
Ya estaba saliendo del hospital cuando apareció Daudi.
—Yah —dijo—, estos días estamos haciendo un trabajo que pondrá a funcionar la lengua de la gente en todo el país.
—Por cierto, Daudi, lo que me alegra es pensar que el trabajo que hicimos antes y considerábamos un fracaso, es lo que ha hecho posible lo que estamos haciendo ahora.
—Mira, Bwana, ¿no dice Dios en su libro: “Echa tu pan sobre las aguas y después de muchos días lo recogerás?”