—Aquí estamos, Daudi. Tenemos seis termómetros y seis cuadernos adecuadamente preparados. Hay bastante preparado para la tos, como para atender a cientos de niños y gotas para ojos y goteros como para millones de ojos. Ahora bien, pon cuidado especial en esos “relojes de pulso”.
Estos eran versiones en miniatura de los antiguos relojes de arena, preparados de tal manera que ésta se escurriría de una parte a otra en exactamente medio minuto. Con ellos, nuestros equipos contra el sarampión podrían señalar cuál era el ritmo respiratorio o del pulso de sus pacientes, sin usar reloj pulsera o, como ellos preferían, despertadores. La principal ventaja de estos aparatitos sobre los relojes comunes era que no se les podía hurgar con un alfiler.
—Daudi, ¿tienes una idea general de nuestro plan de campaña? Quiero tener en total seis equipos para salir. Tú estarás a cargo de uno de ellos. Esto es lo que debes hacer. Irás a una aldea y si todo va bien, si el jefe y la gente están dispuestos a aceptar tu ayuda, escribirás en tu libro el nombre de cada uno que tiene sarampión. Tu trabajo será el de registrar todo. Tu segundo asistente tomará la temperatura y contará cuántas veces respira por minuto. Tu tercer asistente administrará la medicina como se lo ordenes y hará los tratamientos que le indiques. Tú también te ocuparás de ver que los pacientes sean bien atendidos. Probablemente tendrás que cambiar las cosas cuando veas cómo van yendo. Pero ése es el plan general, tal como está la situación por el momento.
De repente, pareció oscurecerse en el dispensario. Miré a través de la tela metálica de la ventana y vi una gran nube negra que surgía desde el horizonte. Súbitamente pareció partirse por un relámpago que fue seguido casi de inmediato por un trueno y luego una lluvia a torrentes.
Era imposible ver a través del campo. El agua se derramaba por el baobab de grandes hojas y grandes gotas caían de cada arista de los espinos con sus puntas de tres centímetros de largo. Apresuradamente, movimos las camas en el hospital para evitar las goteras del techo. Enseguida, todo el mundo corrió afuera para colocar fuentes, vasijas, jarras, cualquier cosa que pudiera contener agua de las cascadas que caían del techo. El trabajo de un minuto evitaba un kilómetro de caminata al pozo.
La lluvia terminó tan rápido como comenzó.
—Yah, cuando salgamos esta noche, Bwana –dijo Daudi, tendremos que caminar cinco kilómetros en el barro negro y luego otros cinco para regresar. ¡Kah!
El disgusto que puso en aquella última y típica expresión africana fue muy patente. Salimos aquella noche, con Daudi al frente. Yo lo seguía y detrás de mí el viejo y sabio maestro Mika. Mientras caminábamos cuidadosamente por las resbaladizas barrancas de un río seco, el anciano dijo:
—Bwana, en el tiempo de los alemanes, en la aldea donde ahora está nuestro hospital, en un mes murieron más de la mitad de los niños. No podíamos hacer nada.
—Yah, —dijo Daudi—, yo era un niño entonces y bien que lo recuerdo. Murieron mi hermano mayor y mi hermana, pero a mí me fue mejor.
—Sí, te fue mejor —repuso Mika– pero sólo porque tu madre era una mujer que creía en Dios. Se negó a que recibieras el tratamiento nativo y, bueno, aquí estás vivo.
—Jiih —dijo Daudi— tenía sólo tres años, pero aun puedo recordar el golpear de tachos y tambores, porque había ruido por todo la aldea, gente gritando, algunos para mantener a los chicos despiertos, otros porque sus hijos ya no despertarían más. Bwana, todavía puedo sentir aquellos tambores y tachos retumbando en mi cabeza.
—Entonces, escúchalos —dijo—, levantando el dedo.
Desde lejos, por sobre las llanuras, se oía un débil sonido. Para mí no significaba nada, pero para Daudi era el despertar de recuerdos que nunca podría quitarse.
—Yah, voy a vengar a mi hermano y a mi hermana, voy a vengarlos cien veces en esta epidemia.
—¿Qué quieres decir, Daudi?
—Bwana, voy a caminar hasta que mis pies no den más, voy a hablar hasta que se me hinche la lengua y, con la ayuda de Dios, salvaré muchas vidas.
El anciano que iba detrás de mí, dijo:
—Ten cuidado, Daudi, que eres joven y aunque has aprendido mucho, no debes olvidar que la gente escucha las palabras de los hechiceros y cree en ellas antes que en las del Bwana.
—Kumbe —dijo Daudi—, debemos usar toda la sabiduría que tenemos.
—Pero, ¿acaso no dice en el libro de Dios: “El que no tiene sabiduría, demándela a Dios”? —dijo el anciano.
—Esa es la idea —contesté—; nosotros no podemos afrontar los problemas solos. Podemos conocer una cura para el sarampión, podemos limpiarles la nariz a los enfermos, por lo menos, y evitar que los alcance la neumonía, pero necesitamos la ayuda de Dios para que nuestros planes sean sabios, para que nuestra forma de acercarnos a esta gente pueda ser amigable, sin enojo alguno.
Nos detuvimos, y en la tibia oscuridad de la noche tropical, breve y definidamente, pedimos al Dios Todopoderoso que nuestros humildes esfuerzos para entendernos con aquella plaga en el mundo infantil de la gran tribu de Tanganica central, no pudieran ser bloqueados por algún error de nuestra parte. Caminamos por quizá diez minutos, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Daudi, que iba al frente con un farol, escogía cuidadosamente el camino entre un macizo de arbustos aplastados. El espeso barro negro nos cubría hasta los tobillos y yo podía sentirlo metiéndose dentro de los zapatos y escurriéndose hasta los dedos. De repente, desapareció la luz delante de mí. Sonó un crujido y un sonido quejumbroso. Me detuve, encendí mi linterna y allí delante estaba Daudi, entre las ruinas de su farol. La débil luz de la linterna atravesó las tinieblas y lo que vimos en el suelo era cómico en extremo. La tormenta había excavado un pequeño canal hecho por la erosión, que ahora era de unos tres metros de ancho y tres de profundidad, y Daudi había pisado exactamente allí. Se quedó sentado, mirándome tontamente, aferrado aun al alambre del farol, que se había arruinado completamente. Detrás de mí, una voz dijo:
—¡Yah! ¡Yagwa! (Se ha caído).
Daudi levantó su vista hacia mí y se echó a reír.
—Yah, Bwana, estaba sumergido en mis pensamientos y mirando las estrellas y, Kah, me di un buen golpe.
Se levantó cubierto de barro negro y pegajoso, que le daba un aroma peculiar y no muy atractivo. Con dificultad, lo sacamos de allí e hicimos un rodeo.
—Bueno, Bwana —dijo Daudi— tú te enojaste mucho con el joven Kefa cuando rompió un farol, pero espero que no te enojarás conmigo. Porque, bueno, ese farol ya no sirve más.
—Estás perdonado, Daudi —repuse—, pero eso significa otros cinco chelines que saldrán de la cuenta del hospital, aunque en verdad creo que a ese farol ya había que darlo de baja.
Caminamos cuidadosamente cerca de un kilómetro más. Brillando delante de nosotros había una fogata y cuando nos acercamos pudimos ver las caras negras recortadas ante la luz parpadeante. Sentí helados escalofríos que me corrían por la columna. Como fondo, sonaba un horrible estrépito, el retumbar de tachos y el golpear de tambores sin más motivo que el de hacer ruido. Cuando nos acercamos a la fogata, los hombres se pusieron de pie. Mika era nuestro orador.
—Zosweru wenyu (Buenas noches) —dijo.
—Ale zosweru nyenye (Buenas noches a ustedes) —respondieron.
—Ha venido el Bwana —dijo Mika— para ayudar a los niños enfermos; trae medicinas.
Súbitamente una mujer pasó, como un relámpago, gritando, en un grito que acabó en una aguda nota histérica. Todo el mundo quedó quieto, mirándola mientras corría a ciegas en las tinieblas.
—Qué le pasa, Daudi? —pregunté en voz baja.
Se dirigió a uno de los hombres, habló unas pocas palabras y dijo:
—Bwana, han muerto tres de sus hijos en dos días.
El jefe se había puesto de pie.
—Si el Bwana puede ayudar a nuestros niños, recibiremos su ayuda.
Sonaba como un discurso seco y corto, pero yo sabía que ello significaba que nuestra primera barrera había sido superada.
Con una antorcha encendida recorrí la aldea. Las chozas de techo bajo y paredes de barro encerraban cada una, una tragedia. Fuera de una casa había una señora gimiendo. Me incliné a ella.
—¿Qué pasa, abuela?
—Yah, mis nietos ya no existen, todos ellos, todos ellos ...
Alrededor, podía ver sombras vagas que se movían.
—¿Qué están haciendo, Daudi? —murmuré.
—Bwana, no entierran a sus hijos; simplemente los llevan a la selva y los abandonan.
El terrorífico aullido de una hiena contestó mi pregunta aun no expresada y entonces vi mi primer caso de sarampión tratado a la forma africana. En la humeante atmósfera de una pequeña choza, seis pequeños se amontonaban en una estera, sus ojos llenos de derrames, sus narices congestionadas y uno de ellos respirando a una velocidad que mostraba claramente que estaba al borde de la neumonía. Además de ellos, había otros tres chiquillos, incluyendo al bebé, que aun no habían contraído la enfermedad.
—Rápido, Daudi, a trabajar.
Hicimos por ellos lo que pudimos. Se les dio el preparado para la tos, mezclado con un sedante tan fuerte como para que pudieran dormir a pesar del estruendo.
—Bwana —dijo Daudi en voz baja—, salgamos y simulemos alejarnos para ver qué ocurre.
Cinco minutos después de salir, espiamos por una rendija de la pared de barro. Dos de los chicos ya se habían quedado dormidos, con el sueño del que está exhausto. Una vieja estaba sacudiendo a uno. Se despertó con un salto. Al segundo, no lo pudo despertar, de modo que derramó agua fría sobre él y entonces lo arrastró afuera, a la brisa nocturna. Daudi emitió un estallido de palabras tan fuertes que la mujer desapareció y los chicos pronto estuvieron otra vez cómodos y durmiendo. Mika llegó con el jefe y le dimos instrucciones, prometiendo que al día siguiente, un equipo móvil llegaría para tratar a los chicos. Insistimos en que dejaran dormir a los chicos aquella noche y el jefe prometió que nuestras órdenes serían obedecidas.
Mis visitas a las varias casas significaron que siete pequeños en las primeras etapas de la neumonía fueran trasladados al hospital la mañana siguiente, como primera medida. Cuando me despedí del jefe, éste dijo:
—Bwana, damos una gran bienvenida a tu ayuda, pero en Chibaya, la próxima aldea, no querrán saber nada de ti ni de tus medicinas.
Nos acompañó unos cuantos metros y diciéndonos walamuse (adiós), volvió a su casa.