Llamé a Daudi a un lado.
—Manda a alguno para que busque a Ndogowe y vea si puede averiguar qué le ha pasado a Mubofu. Creo que es de lo más extraño que estos encantamientos hayan sido puestos aquí el día que él no aparece.
Daudi asintió y se apuró a cumplirlo. Caminé hasta el internado de niñas. Había una cantidad de casos de sarampión, todos los cuales iban en tren de mejoría, pero era de presumir que habría una nueva serie cuando unas treinta niñas volvieran de vacaciones de aldeas distantes. Todas las alumnas fueron reunidas.
—Escuchen, quiero la ayuda de ustedes —dije—. Estamos peleando una batalla en el hospital y quiero hacer muchas cosas. No hay lugar en el hospital para toda la gente enferma y quiero tener una sala especial para todos los que tienen lo que llamamos enfermedades infecciosas como el sarampión y la varicela o la tos convulsa. Pues bien, ya tengo el cemento para el piso y Sulimani, el hindú, ha prometido traerme mucho pasto seco para el techo, de modo que ustedes ven que ya tengo el piso y el techo, pero necesito el material para las paredes.
Las chiquillas se rieron.
—Bwana, te ayudaremos a hacer algunos ladrillos —dijeron.
—¿Se secarán los ladrillos en la estación húmeda? —pregunté—. Por otro lado, requieren mucho tiempo para ser hechos. No tenemos dónde cocerlos. Lo que quiero son piedras y no ladrillos. ¿Estará dispuesta, cada una de ustedes, a transportar una piedra por día desde el lecho del río, para que podamos construir la sala para ayudar a los niños enfermos?
Hubo señales de asentimiento por todas partes.
—Sí, Bwana, por supuesto que vamos a ayudar, y llevaremos más de una piedra por día.
Y en menos de una hora, una larga fila de chicos iba costa arriba desde el río, llevando los varones las piedras en sus hombros, como es la costumbre masculina en Tanganica, y las muchachitas llevando piedras considerablemente mayores en sus cabezas, tal como es la costumbre femenina. En un tiempo notablemente breve, ya teníamos un montón de piedras en los terrenos del hospital. Se mandó un mensaje a nuestro amigo hindú y al día siguiente nos mandó el pasto. Ocupamos bien la tarde con planes y antes del anochecer ya habían sido puestas las primeras piedras sobre sólido fundamento de roca. Pronto vi pequeños grupos de gente que hacía furtivamente su camino al hospital. Un buen número de aquellos que se habían escapado a la mañana volvieron al atardecer. Por todo el país se habían esparcido las noticias de que yo había pisoteado el hechizo y no me había pasado nada. Aun más, nos habíamos puesto a trabajar en el hospital para hacer lugar para más pacientes.
Cuando ya había oscurecido, vi viniendo hacia mí, de entre las sombras, a una mujer africana.
—Bwana —dijo—, vengo de Chibaya. Mientras venía a casa esta tarde de visitar a un pariente, vi a algunos hombres de nuestra aldea que golpeaban a Mubofu con palos. Le pegaron, Bwana, hasta que cayó al suelo y entonces le pegaron en la cabeza y en el cuerpo. Bwana, creo que está muerto porque vi cómo lo tiraban en un ikolongo (arroyo) en el lugar donde vive mbisi (la hiena) con sus muchos parientes.
Llamando a Daudi y a Sansón, corrí con un farol en la mano, al viejo auto. Formamos un equipo de búsqueda y todo el mundo que pudo meterse en el viejo Sukuma se metió. Como si sintiera la urgencia de la situación, el viejo auto arrancó de inmediato y yo conduje frenéticamente por el rudo camino hacia la aldea de Chikoti. En mi mente estaba siempre la imagen de tres hienas temerosas de atacar a un hombre cuando está de pie y bien, pero muy deseosas de atacar horriblemente a un muchacho inconsciente. Llegué con el auto hasta el lugar donde unas pocas noches antes, el chico nos había guiado a casa por las tinieblas. Tomando mi farol, corrí por el arroyo, pero otros se me adelantaron. No había señales de Mubofu. Entonces, de repente, de un gran macizo de pastizal y cactus, vino la voz de Sansón. Corriendo al lugar, encontré dos de los enfermeros del hospital, de pie sobre el cuerpo de mi amiguito ciego. Estaba echado, acurrucado en el suelo en la posición más antinatural. Puse mi mano sobre su pecho desnudo. Su corazón latía. Pero aun con aquella tenue luz del farol, era obvio que su cráneo estaba fracturado y que por lo menos tenía quebrado un brazo. Con infinito cuidado, lo trasladamos al auto, acomodándolo en un colchón.
Hice el camino de vuelta, manejando con el mayor cuidado posible.
—Daudi —dije—, ésta es la obra del demonio.
—Es verdad, ¿acaso el diablo no entra en los hombres después de que dan la espalda a Dios? —dijo él.
Viajamos un poco en silencio y luego Daudi dijo:
—Mira, Bwana, ellos no dejarán la batalla. Harán cosas peores; debemos vigilar cada movimiento.
Era casi medianoche cuando sacamos a Mubofu de la sala de operaciones. Ciertamente su vida estaba en peligro. La excitación y el agotamiento del día me dejaron totalmente débil. Me arrodillé junto a la mesa de operaciones y pedí fuerza y sabiduría. Recordé al Dios Todopoderoso lo que estaba escrito en la Biblia: “Los que esperan en el Señor tendrán nuevas fuerzas. Volarán con alas como las águilas. Correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán”.
Y entonces oré por la vida del niño ciego que había sufrido un martirio como no había visto sufrir a nadie.
La luz era muy tenue en la sala. Al levantarme, miré hacia la ventana. Apretándose contra el vidrio, había una cara que ciertamente no reconocí. Abrí de par en par la puerta y me precipité afuera para ver una oscura figura, corriendo velozmente, desapareciendo hacia el abierto portón del hospital, por el que el equipo de búsqueda había pasado sólo minutos antes. Era obvio que los espías de Chikoti andaban alrededor y sentí que la violencia flotaba en el aire. La puerta de la sala de hombres estaba cerrada aquella noche y Sansón, armado con una pesada estaca, dormía junto a la puerta.
Temprano a la mañana siguiente, mi entusiasta grupo de pequeños amigos trajo piedras para el edificio de la nueva sala de infecciosos y una multitud de gente volvió en procura de remedios. Lentamente, muchas de las camas vacías volvieron a llenarse. Cerca del atardecer llegó Suliman con la camioneta llena de manojos de pasto, un pasto de dos metros de alto que, colocado adecuadamente, serviría de techo para la nueva sala.
Parecía que se aliviaba la tensión en el hospital. Oí a las personas reír de nuevo y grupos de personas se reunieron ante el montón de piedras y pasto. El carpintero cojo había estado muy ocupado cortando vigas y tirantes en su taller. Albañiles africanos pulían las piedras, mientras que otros construían, mientras mi pequeño amigo Mubofu, yacía inconsciente en cama. Sólo hacía media hora que brillaba la luz del sol cuando Sansón vino a verme.
—Bwana, hemos cometido un gran error —dijo—. Si dejamos el pasto aquí en el suelo, las hormigas blancas vendrán y en poco rato acabarán con todo. ¿No sería una buena idea si, mientras hay gente alrededor, cada uno lleve un manojo y lo pone arriba del techo de la sala de hombres? Mira, así se mantendrá fresco el lugar y será más fácil que Mubofu mejore.
Parecía una buena idea y pronto la mayor parte del pasto, pesaba unas dos toneladas, fue llevado y cuidadosamente acomodado en el techo de la sala de hombres. Yo había urgido a Sansón para que el trabajo se hiciera lo más silenciosamente posible. Así fue como, tan calladamente se hizo, que la mayoría de los pacientes de la sala no se dieron cuenta de que algo ocurría en el techo de hierro forjado sobre sus cabezas, aunque realmente había una gran pila de pasto apilada sobre ellos. Observé cómo titilaban las primeras estrellas. Me pareció que había un vuelco de la batalla a nuestro favor. Eso fue lo que dije a Daudi cuando vino a hablarme.
—Kah —me respondió—, Bwana, puede ser así, pero, mira que Chikoti es un hombre lleno de astucia y siento su ataque sobre nosotros. Me parece que sería sabio que tuviéramos un centinela en el hospital en las próximas semanas. Quizá aun vengan tratando de tomar a Mubofu de la sala.
—Bueno, es una idea espléndida, Daudi, eso del centinela. Jiih, vamos a ocupar a Maswaga, que brama como un león a un toro. Puede asustar a cualquiera con el ruido que hace. Y además puede trepar tan silenciosamente como un leopardo y correr como un ciervo.
—Muy bien, Bwana, lo llamaré. Vive por allá.
Daudi señaló con su mentón en dirección a la luz creciente. Podíamos ver la silueta del comienzo del edificio de nuestra sala de enfermedades infecciosas. Miré allí por unos momentos y me pareció que la luna me hacía jugarretas.
—Daudi, por cierto que ese edificio está mucho más alto de lo que era al atardecer.
—Kah —dijo Daudi— eso se debe a la pereza de los aguateros del hospital. Porque ellos, al llevar el pasto, lo escondieron del otro lado de la esquina. Pero Sansón dio la vuelta y se cayó encima. Había mucho. Bueno, no hubiera sido seguro ponerlo encima de la sala porque ahora no podemos ver, de modo que lo llevamos y lo pusimos encima de la pared de piedras.
—Está bien, allí no puede hacer mucho daño —dije.
Daudi estuvo de acuerdo. Todo servía para demostrar qué poco preparado estaba cualquiera de nosotros para lo que había de ocurrir aquella noche. Una voz salió de las tinieblas.
—Bwana, ven rápidamente a la sala de hombres.
—Bueno —respondí–, ya voy, voy enseguida.
—¿Qué ocurre? —dije jadeante en la puerta
—Bwana, se trata de Mubofu; de repente se ha puesto muy raro.