El expreso de Tanganica avanzó en la noche. La aridez del matorral y los macizos de granito eran suavizados por las estrellas. La única luz era el amplio camino abierto por el foco de la máquina. Me puse de pie mirando hacia afuera. Brillante bajo la protección de un espino había una hiena que mordisqueaba los huesos de una gacela, probablemente el producto de caza de un león. Más tarde, el farol iluminó un claro de la selva. Había tres jirafas. Fácilmente podrían haber sido el equivalente africano de la historia de los tres osos. Había una grande, una mediana y una jirafa bebé. Tan pronto como aparecieron, se fueron y el tren prosiguió su camino hacia Dodoma, capital de las provincias centrales.
Vi algunas luces que aparecían a un kilómetro y medio o dos. Era el pueblo. Esta vez el farol, con su dedo blanco, se posó sobre un macizo de árboles de mango que crecían junto al lecho seco de un río. Por un momento, tuve la visión de la cúpula de la catedral y pensé en mi aventura allí con Mubofu. A la hora, el tren había reducido la velocidad y casi se arrastraba por Dodoma. A la luz de la estación, veía a mis ayudantes, Daudi y Sansón.
—Mbukwenyi (buenos días) —los saludé dándoles la mano a la manera africana.
—¡Kah! Bwana, wajina (has engordado, señor) —dijeron contentos.
La costumbre indica que eso es lo más amable para decir a una persona que ha estado de vacaciones.
Cuando íbamos al auto, oí las noticias del hospital.
—Yah, Bwana —dijo Daudi—. Es un asunto feo, muy feo realmente. Hay chicos muriéndose por todo el país. Es muy poco lo que podemos hacer. Realmente necesitamos tu ayuda.
—De inmediato haremos un plan de campaña —respondí.
Sansón hizo sonar la bocina del auto, que pareció cobrar vida y hacer ruido como un aeroplano.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, ahuecando las manos y gritando.
—Se ha caído el caño de escape, Bwana —chilló Sansón—. Confiamos encontrarlo en el camino de regreso.
Hice una mueca, mientras nos alejábamos de la ciudad con sus idas y vueltas. Mis ayudantes africanos charlaban. Me contaron cómo crecía la cosecha de maní, de las vigas del techo del laboratorio que habían sido comidas por las hormigas blancas y de la enfermera del hospital que había huido para casarse.
Eran las tres de la mañana y su entusiasmo se apagó cuando el viejo coche abrió su paso en el sendero del matorral. La aparición de ojos de toda clase de habitantes de la selva era suficiente para mantenerlos despiertos. Sus cabezas comenzaron a moverse. Estábamos subiendo una colina. Bajo las ramas de un gran baobab, que se extendían como un esqueleto, se distinguía una típica casa africana. Parecía una página cortada del libro de Stanley “Cómo encontré a Livingstone”. Cuando llegamos a ese lugar, vi una figura que se destacaba en las sombras y corría sacudiendo los brazos hacia el camino. Detuve el auto.
—Bwana, ¿no pueden entrar y ver a mi hijo? —oí que decía una voz—. Tiene ihoma (enfermedad que apuñala).
Es la forma pintoresca que usan en África para describir el dolor de la pleuresía. Fui a ver al muchacho con la luz de un farol. Medio dormido, Daudi fue conmigo.
—¿Qué lugar es éste, Daudi?
—Es una aldea llamada Manhumbulu, Bwana.
Reconocí el nombre, mencionado con frecuencia por Stanley, cuando debió enfrentar a jefes que le exigían piezas de tela, antes de permitirle seguir su viaje. De entre las tinieblas se oyó la voz de Daudi.
—Este hombre es el jefe. Bwana, un hombre de mucha influencia.
Habíamos llegado a la casa. Nuestro guía iba adelante.
—¿Hodi? (¿Se puede?) —llamé de fuera de la casa nativa.
—Karibu (Adelante), Bwana —respondió un coro de voces.
Con la luz de mi farol vi un piso de barro rojo con paredes y techo del mismo color. Echado sobre un cuero de vaca y cubierto con una manta de algodón, estaba un muchacho. Tenía los ojos muy inflamados. Sus fosas nasales se movían y gruñía dolorosamente con cada aliento. Daudi le ayudó a sentarse. Golpeé su espalda con el dedo como lo hacemos los médicos. Se oía un ruido seco, de mal presagio, característico de la neumonía. Golpeé del otro lado: neumonía doble. Escuché con el estetoscopio. No había sombra de duda en cuanto al diagnóstico, ni del tratamiento que había recibido. En el pecho tenía una serie de cortes profundos. En cada uno de ellos había una masa que le había irritado e hinchado el pecho. No había duda alguna de que estaba sufriendo de neumonía, después de haber pasado por nuestro viejo enemigo, el sarampión.
—Es ihoma realmente y está muy mal. –le confirmé al jefe—. Lo llevaremos al hospital en el auto. Con la ayuda de Dios, lograremos que se mejore.
Sansón y Daudi entrelazaron sus manos, armando una silla portátil de emergencia para el paciente. Con cuidado lo llevaron al auto, cubierto con mantas que pudimos conseguir y con Daudi sosteniéndole la espalda. Sacando agua del radiador, disolví una píldora de morfina y se la inyecté. Decidí esperar diez minutos para que hiciera efecto antes de seguir camino.
—Muhawa (Grande) —dije al jefe—, ¿hay serenyeni en tu país?
—¡Kah! Bwana, muchos están enfermos y muchos han muerto.
—¿Podemos enviar ayuda y medicina del hospital?
—¡Heh! Mandaré a mis hombres para que ayuden a traerlas y obedecer tus instrucciones.
Mi paciente estaba adormecido cuando me deslicé en el auto y dije adiós. Delante de nosotros había un angosto lecho de río pavimentado, pero hecho de tal forma que si no se conocía el camino como la palma de la mano, uno se podía encontrar en él antes de notarlo y con un no pequeño golpe en la cabeza. Puse el coche en marcha y, lentamente y con cuidado enfilé hacia el camino. Aun así sentimos un salto y el camino desapareció repentinamente y nos encontramos envueltos en las tinieblas.
—Juh —gruñó Sansón— un fusible.
La oscuridad era oprimente. Parecía estrecharse sobre nosotros. La noche era silenciosa y quieta y se podían oír los quejidos del enfermo detrás de nosotros. Sansón había dejado el asiento delantero y estaba hurgueteando en la caja de herramientas.
—¡¡Yah!! —decía—. ¡Yoh!
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Heh, se me cayó el gato en el dedo.
Podía oír a Daudi conteniendo la risa en la oscuridad.
—Creo que fue en la caja de herramientas —dijo— que vi un escorpión.
—Yoh —dijo Sansón— es una lástima que no lo encontré antes de encontrar este fusible.
Cuando mis ojos se acostumbraron más a la oscuridad, pude ver una vaga silueta que se escurría bajo el tablero. De repente, se encendieron las luces para mostrar a una hiena a unos quince metros delante de nosotros. Respingó, saliendo del brillo de la luz. Volvimos a nuestros asientos.
—Yah, ¿no es cierto que es bueno tener luz de nuevo? —dijo Daudi.
—Si hay una cosa que he aprendido en mis vacaciones, es la necesidad de la luz. La luz proviene de las lámparas y, por encima de todo, del libro de Dios; la Biblia es llamada una lámpara. Dice: “Lámpara es a mis pies tu Palabra y lumbrera a mi camino”.
Al tomar una curva vimos en el medio del camino a un leopardo con dos cachorros. Desaparecieron rápidamente en el matorral. Apenas los habíamos perdido de vista cuando, cruzando el lecho de otro río seco, los focos mostraron a un león de melena oscura cruzando tranquilamente el camino.
—¡Yah!, esta noche todo el mundo ha salido a caminar —dijo Daudi.—
Sansón encendió una luz y se sacó un zapato. Con un ojo en el camino y otro en él, observé lo que hacía. Sacudió de su mano un insecto de feo aspecto, aplastado entre su índice y su pulgar.
—Yah, dudus —dijo.
En Tanganica, todo lo que se arrastra es un dudu.
—Ya ves lo que quiero decir —continué—. Sin la luz Sansón no hubiera capturado ese dudu; sin la luz hubiéramos atropellado a la hiena, los leopardos y el león, pero con la luz, no sólo vemos adónde vamos sino que también podemos distinguir y evitar a esos animales. Bien dijo Jesús “Yo soy la luz del mundo” y estamos del lado bueno cuando tenemos la Luz con nosotros y usamos su Libro, no sólo alguna que otra vez, sino como nuestra lámpara a través de la vida.
—Sí, Bwana —dijo Daudi y entonces volvió a oírse su voz: —¡Miren allí!
Hablaba en voz alta, señalando un punto luminoso en lo alto de una colina. Estábamos a la vista de nuestra casa.
Anduvimos hasta un grupo de baobabs y el punto luminoso desapareció. Escondido en el verde del follaje, el camino estaba lleno de curvas cerradas y pasaba por entre una aldea de chozas de barro. Delante una de ellas había un grupo de hombres danzando en línea frente a una fogata. Los grandes tambores golpeaban con un extraño y frenético ritmo. En la sombra, un grupo de hombres cantaba una monótona música fúnebre, y acompañaban su canto con el sonar de cascabeles. Daudi se inclinó hacia mí.
—Kah, Bwana —dijo con voz apagada—, kah, éste es un lugar de maldad. Ciertamente que es llamado Chibaya (lugar de perversión). ¿Acaso Chikoti, el jefe, no es el hombre más malo del lugar? Y está lleno de orgullo. Anda en un asno blanco y usa un chaleco adornado con plata. Solo piensa en robar y aun en matar.
—¿Y no es en esta aldea que vive Mubofu?
—Sí, Bwana, allí vive—. Señaló con su mentón hacia una choza arruinada al fin de la aldea—. Me temo que le haya pasado algo malo a ese chico.
El camino se curvaba alrededor de un matorral.
—Kah, Bwana —dijo Sansón—, éste es un lugar malo, un lugar donde uno se pierde muy fácilmente en la oscuridad. Vaya, desde aquí no se puede ver la luz del hospital en la colina.
Al rato, nos sentimos agradecidos cuando la parpadeante luz volvió a aparecer. Pasamos a través de campos de mijo y maíz y subimos la larga colina hasta el hospital.
Pronto nuestro paciente fue puesto en cama y yo me deslicé bajo un mosquitero para gozar de dos horas de sueño antes de comenzar un plan de contraataque contra aquella amenaza a la vida infantil de Tanganica: una epidemia de sarampión.