—Sansón, ve al negocio de Ahmed Rhemtulla y carga el arroz, el jabón y todo el cemento que necesitemos para el pozo nuevo. Lleva contigo a Mubofu y cuando yo haya terminado mis arreglos aquí en la estación de tren, iré hasta allá, los recogeré y les mostraré algo del pueblo.
El enfermero escuchó atentamente y contestó:
—Ndio, Bwana.
Se colocó entonces detrás del volante y salió. Observé a Sukuma por la calle, mientras la cabeza de Mubofu seguía erguida, con sus oídos sintonizados a cualquier sonido de la ciudad. Podía adivinar a Sansón explicándole sobre la oficina de correos y el gran fuerte de granito que había sido construido en los días en que Tanganica era el África Oriental Alemana. Me llevó un cuarto de hora hacer varios y diversos arreglos con el jefe de la estación. Crucé entonces la vía férrea, caminando por sobre los rieles y pasé al lado del pozo público que estaba lleno de aguateros que pagaban un centavo por cada lata de queroseno llena de agua que recibían.
Llegando al negocio del hindú, encontré a Mubofu sentado sobre un cajón en un rincón, mientras Sansón ayudaba a cargar una tras otra las bolsas de arroz.
—Kah, Bwana, —dijo el chiquillo cuando me acerqué a él y le puse la mano en el hombro—. Kah, ¡qué lindo aroma tiene este lugar.
Frunció expresivamente su nariz.
Una anciana hindú estaba masticando un gran trozo de azúcar negra.
—¿Ukusaka kujeza sukari? (¿Te gustaría probar algo de azúcar?) — le pregunté a Mubofu.
Movió vigorosamente su cabeza asintiendo, de modo que cambié una moneda de cinco centavos por un trozo de azúcar grande como un puño. Para mi disgusto, tenía una gran cucaracha embalsamada adentro.
—Kah, Mubofu, heh hay un dudu dentro.
El chico no estaba perturbado por ello y dijo:
—Bwana, ¿te sería molesto sacarlo?
Mientras caminábamos por el pueblo, cada vez estaba más erguido y apenas si movía la cabeza en lugar de hacer su acostumbrada retahíla de preguntas. Traté de describir al hojalatero esforzándose por transformar latas de queroseno en toda suerte de enseres. Luego le hablé del zapatero hindú, cuyos dedos del pie le eran casi tan útiles como los de la mano. Viniendo hacia nosotros por el centro de la calzada, vestidos con los colores más alegres, había un grupo de somalíes. A su paso iban escapando varios perros famélicos y atléticos pollos. Detrás de nosotros, sonó una bocina. Di un tirón a Mubofu y apenas tuve tiempo de sacarlo del paso de una destartalada camioneta, conducida por un árabe. Estaba sobrecargada de africanos y de una variada carga, que incluía una cabra de aspecto deprimente. Mubofu se estaba chupando los dedos. El azúcar había desaparecido con una velocidad sorprendente.
—Kah, Bwana, ahora sé dónde estamos. ¿No estamos cerca del mercado? Fíjate, siento el olor de pieles de vaca. Yah, y hay olor a manteca.
—Amigo mío —le dije—, debes saber que no es la costumbre de los europeos comer manteca como esa.
Miré con disgusto una calabaza llena de una sustancia brillante, semifluida, que mi nariz clasificaba como pariente cercano de alguna variedad rancia de queso.
—Heh, Bwana, hace mucho calor —dijo el muchachito.
—Bueno, ven y siéntate a la sombra —dije—. Pues bien, delante de nosotros está la gran Kamisa (Catedral anglicana).
Mubofu se sentó en el último escalón dando la espalda a la puerta abierta de par en par detrás de nosotros. Se restregó cuidadosamente las manos en el viejísimo harapo que era su única vestidura. Por un instante, se quedó escuchando y frunciendo la nariz, tratando de atesorar todas las impresiones que pudiera y luego, con voz algo tímida, dijo:
—Bwana, explícame qué aspecto tiene esta gran Kamisa.
Nos dimos vuelta y miramos hacia adentro. Estaba muy tranquilo y nuestras voces resonaban dentro del edificio.
—Bueno, no tiene un techo plano como las casas comunes de la gente, sino que tiene una cúpula, con una forma parecida a tu cabeza y las paredes son muy altas. Sí, aunque seis hombres se pararan uno sobre los hombros del otro, apenas si alcanzarían a tocar el techo.
—Heh, debe llegar casi a las nubes, Bwana.
—En medio del edificio, Mubofu, hay muchos asientos como para seiscientas personas y más allá está el lugar donde cantan y predican.
Mubofu asentía con la cabeza a medida que cada parte era descrita. Yo miré por la gran puerta abierta. Le moví suavemente el mentón hasta ponerlo en dirección a un cercado de espinos, del otro lado de la vía, y le dije:
—Más allá, Mubofu, hay un lugar donde están enterrados muchos soldados que lucharon para liberar a Tanganica de los alemanes. Un poco más al norte está el sendero que usaban los árabes cuando llevaban esclavos a la costa para venderlos.
El cieguito escuchaba muy seriamente aquella parte de la historia. Yo observaba cómo tres lagartos corrían pared arriba, cuando mi pequeño compañero preguntó súbitamente:
—Bwana, ¿la gente puede ver en el cielo?
Por un instante, la pregunta me tomó desprevenido.
—¿Pueden, Bwana?
—Claro que sí, Mubofu. ¿Acaso no dice la Palabra de Dios que “verán su rostro”?
—Léeme eso, Bwana.
Extendió su mano y yo lo guié a través de la catedral hasta el púlpito donde había un Nuevo Testamento en chigogo. Di vuelta a las páginas.
—Bwana, ¿puedes sentir que Dios está aquí?
Moví la cabeza asintiendo, sin recordar que no podía verme.
—Seguro que sí, y Dios siempre está cerca de los que pertenecen a su familia. Pueden hablarle en cualquier momento, y él les habla por medio de las palabras del Libro de Dios acerca del cielo. Fueron escritas por un hombre llamado Juan, que era uno de los amigos de Jesús cuando él anduvo sanando a la gente ciega y enferma. Aquí está la página, aquí están las palabras, Mubofu. “Y Dios enjugará todo lágrima de los ojos de ellos; y no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”. Eso es lo que dice sobre el cielo.
—Bwana, léemelo de nuevo.
Lo hice y en voz muy apagada, dijo:
—Jiih, Bwana, ¡si al menos pudiera ir al cielo! Porque soy muy pequeño y ciego e inútil, ¡puedo hacer tan poco!
—Escucha, Mubofu. Lo que importa no es lo que tú hagas. Es lo que hizo Jesús el Señor. Él murió para que tú pudieras ir al cielo, para hacer lo que tú no hubieras podido, por mucho que lo intentaras. Él pagó el precio de tu libertad.
Canté suavemente:
Otro precio imposible fue
Por salvar al pecador;
Sólo él pudo la puerta abrir
Y hacernos al cielo entrar.
—Ya lo veo, Bwana. El pagó el wulipicizo (precio de libertad).
—Sí, es exactamente eso, Mubofu. Sí, aquí, en este mismo lugar, años atrás había esclavos, pero ninguno podía comprar su libertad. Para nosotros hay una esperanza, porque Jesús, el único Hijo de Dios, murió para sacarnos de otra clase de esclavitud.
Mubofu volvió a asentir con la cabeza.
—Bwana, ¿estás seguro que eso también es para mí?
—Así debe ser porque Jesús dijo: “El que a mí viene, no le echo fuera”, por ninguna razón.
—Pero Bwana, ¿qué debo hacer yo? ¿Cómo puedo decirle que quiero mucho llegar a ser de la tribu de él?
—Todo lo que debes hacer para comenzar a andar en el camino al cielo es pedir a Jesús que sea tu Bwana, tu Señor. Entonces él entrará a tu vida y con él viene la vida eterna, y el pecado y sus frutos se van. Esos no tienen lugar en la casa de tu vida cuando el Hijo de Dios está allí. Él te ofrece el don de la vida para siempre y la luz, no para tus ojos ahora, sino para tu alma.
El muchachito negro extendió ambas manos en la forma en que en su tribu reciben un huésped bienvenido. Dijo:
—Mulungu umulungulungu mbochere (Dios Todopoderoso, recíbeme).
El sol ya se iba poniendo en el horizonte y la luz del atardecer se deslizaba por una angosta ventana. Desde mi lugar podía ver al muchachito con su rostro iluminado. No podía ver el horror de sus ojos vacíos, pero podía ver toda la hermosura de su sonrisa. Me pareció que aquel negrito había tenido mucha razón cuando dijo que allí Dios estaba muy cerca. Permanecimos en silencio por un instante y entonces él dijo:
—Bwana, ¿no quieres hablar a Dios?
Así fue como, en el idioma del África hablamos juntos al Todopoderoso y entonces, silenciosamente, nos dimos vuelta e hicimos el camino por el pasillo entre banquillos de tres patas hasta la puerta de la gran catedral. Yo estaba a punto de pisar el primer escalón cuando miré hacia abajo. Mi pie se detuvo en el aire. Apreté a Mubofu por el hombro.
—Quédate completamente quieto —le ordené—, quédate exactamente donde estás, no muevas la cabeza.
Sin decir una palabra, el chico obedeció. Tomé uno de los banquillos, lo levanté y lo arrojé con todas mis fuerzas. ¡Crash! Golpeó en los escalones. Metí al muchacho nuevamente dentro de la catedral y miré por la puerta. Allí, retorciéndose pero con su espalda quebrada, yacía el cuerpo de una cobra.
—¿Qué era, Bwana? — preguntó Mubofu.
—Nzoka (una víbora) —contesté—. Si hubieras dado un paso más, Mubofu, quizás ya estarías en el cielo.
—Kah —dijo el chiquillo—, Bwana, quizás el Señor Jesús tiene algo para que yo haga, así ciego como soy.