Inmediatamente delante de nosotros había un sendero muy bien marcado que llevaba directamente a la derecha.
—¿Adónde va ese camino? —pregunté.
—Bwana, ése lleva a Chibaya. Sólo se puede recorrer a pie porque pasa por algunos makolongo (arroyos) muy profundos.
—Vamos —dije—, ahora que estamos explorando la zona, vayamos a los peores lugares y veamos cómo es realmente Chibaya.
—Bwana —dijo Mika—, si yo estuviera en tu lugar, no iría. Allí hay gente mala. Han jurado que no tendrán nada que ver con tus medicinas.
—Razón de más para que vayamos –dije.
Sacudiendo la cabeza, el viejo africano, dijo:
—Bwana, eso abrirá la puerta a los problemas.
A la luz del único farol que nos quedaba, fuimos hacia la aldea hostil. Escuchamos un ruido en el matorral al lado del camino. Encendí mi linterna apuntándola hacia allí y vi a una hiena enorme que desaparecía de la vista. Cuando dirigí la luz hacia el lugar, noté que la batería estaba muy débil; después de moverla de acá para allá una o dos veces, disminuyó hasta un débil resplandor.
—Yah —dijo el viejo africano—, volvamos mientras haya luz. Por cierto que ya es tarde en la noche y tenemos un solo farol.
Pero habiendo ido tan lejos, no quería volverme atrás. Podíamos ver los fuegos de Chibaya y oír el retumbar de sus tambores.
—Yah, esa no es una danza buena, Bwana —dijo Daudi.
En el viento de la noche llegaba el olor de la cerveza africana. De un extremo de la aldea, llegaba el agudo grito de una mujer. El sonido era casi ahogado por el frenético retumbar de los tambores.
—Yah —dijo Daudi— éste es un lugar malo.
Al llegar hasta la fogata, saludé a los hombres que se habían ataviado cuidadosamente para la danza: barro en sus cabellos y diversas decoraciones en rojo y azul. El jefe, que estaba vestido con un largo ropaje flotante, que llaman kanzu, tenía puesto encima su famoso chaleco decorado que le había dado el nombre.
Estaba un poco borracho y parecía dispuesto a darnos problemas. Varios de los guerreros tomaron sus lanzas y palos y se pararon alrededor.
—Jefe, he venido para ofrecer mi ayuda si hay algunos chicos de la aldea que sufren del serenyenyi —dije.
—No hay enfermos en mi aldea —dijo Chikoti, con voz espesa— y además, no queremos tu medicina.
—¿Hay alguna ventaja en que la vida de los más jóvenes de tu aldea se pierdan? —pregunté.
—Koh —dijo el jefe—, no queremos la medicina del wazungu (hombre blanco). ¿No tenemos nuestros propios waganga (hechiceros)?
—Pero ¿qué de las mujeres? —dije—. ¿Acaso se gozan viendo morir a sus hijos? ¿Tienen que sufrir sin razón?
—Kah —dijo Chikoti violentamente—, ¿acaso las mujeres gobiernan la aldea?
Las cosas iban poniéndose definitivamente mal. Daudi me dijo en inglés:
—Bwana, es mejor que nos vayamos. Cuando hay mucha wujimbi (cerveza), hay poco sabiduría. Probemos otro camino. Esta sharu (discusión) sólo resultará en grandes problemas, Bwana.
—Tenemos medicinas poderosas para la tos, que pueden calmar el peor dolor —dije a Chikoti, asintiendo con la cabeza.
—Huh —dijo uno de los jóvenes que estaba cerca al fuego–no queremos las hierbas que tú cocinas.
Esta salida produjo un estallido de agudas carcajadas. Fui al extremo de la fogata y al hacerlo, noté las extrañas sombras que aquélla lanzaba sobre las paredes de barro de las chozas y pensé que tenían algo de fantástico y diabólico. Fui a recoger mi farol, pero antes de que pudiera llegar, un bailarín ebrio lo golpeó y el farol quedó estropeado.
Una vez más resonó la aguda carcajada de burla.
—Bwana —dijo el viejo maestro africano con ansiedad—, es mejor que encontremos nuestro camino a casa en la oscuridad que quedarnos en este lugar perverso. Están esperando una excusa para hacernos mal.
Trajeron un gran barril de cerveza y los bailarines lo bebían ruidosamente alrededor del fuego. Los tambores volvieron a retumbar, con algo de obsceno en el ritmo. Caminamos hacia las tinieblas, seguimos andando en la oscuridad, adivinando nuestro rumbo por medio de la Cruz del Sur, que estaba baja en el horizonte. Había nubes en el cielo y de repente pareció que las estrellas se iban y una oscuridad intensa y que nada bueno presagiaba nos rodeó. Luego la negrura cedió a súbitos relámpagos, mostrándonos a su blanca y fría luz los peligros del sendero que recorríamos. Parecía como si toda suerte de extrañas y peligrosas formas se agazaparan todo alrededor. Detrás de nosotros, en Chibaya, se oía el ruido de la risa rebelde y borracha.
—Yoh —dijo Mika—, vaya ¿no se estarán riendo de nosotros y de nuestra forma de orar y no se estarán riendo de Dios? Porque ¿acaso no siguen el camino de chaitani (el demonio)?
Por cinco minutos, caminamos por un sendero que cada vez era más rudo y luego Daudi dijo:
—Bwana, nos hemos perdido. Estamos fuera del camino y al parecer vamos de un arroyo a otro. Bwana, delante de nosotros sólo hay matorral espinoso y el pantano llamado Chipoko.
En la caja nos quedaban diez fósforos (cerillos). Encendí uno tras otro, pero el fuerte viento los apagó a todos. Delante de nosotros, aulló una hiena. Había un tono de expectativa en su voz, que a mí no me agradó para nada. Luego estalló el trueno y después hubo un silencio de muerte. En el silencio surgió una voz.
—Bwana, bwana.
—¿Quién es? —pregunté—. ¿Quién llama?
—Bwana, soy yo, Mubofu.
—¿Dónde estás?
Daudi extendió la mano.
—Bwana, toma mi mano; caminaremos hasta su voz.
En un momento, llegamos adonde el cieguito estaba en medio del sendero.
—Bwana —dijo—, oí todo lo que ocurrió y me escabullí de mi cama en la oscuridad. Mira, Bwana, si vivieras como yo en la oscuridad, día y noche te resultarían iguales, por eso, el camino para el hospital me es conocido, brille o no el sol. Fíjate ahora en la oscuridad. Tú sabrás por un momento lo que yo siento siempre. Sientes algo de los terrores de las tinieblas y, Bwana, es entonces que yo puedo ser útil. Muchas veces la gente me ha guiado por la mano, pero esta noche yo te guiaré a ti.
Puse mi mano en la del muchacho y con la de Daudi en mi hombro y la de Mika en el suyo, emprendimos la caminata de seis kilómetros de vuelta al hospital en la colina.