El Muchachito Pionero Y Su Traílla De Perros

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Alaska
Muy al norte en la congelada región norteña, en una aldea aislada a la que sólo se puede llegar por avión o traílla de perros, vive un muchachito indio de catorce años, a quien llamaremos Pablo, experto guía de traíllas de perros. Sus perros están tan bien entrenados para seguir las sendas que pueden encontrarlas aun cuando no hay huellas en la nieve.
Pablo, este muchachito indio, no sólo es un guía excelente en la nieve donde no hay huellas, sino que ha podido guiar a muchos otros indios al Señor Jesús para ser salvos.
Diez años atrás, el tío de Pablo fue salvo por la obra de un misionero, y se mudó a la aldea de Pablo donde nadie sabe nada acerca del Señor Jesús, donde abundaban las borracheras y el pecado. ¡Hay más tomadores en Alaska que en ningún otro país del mundo! Como resultado, muchos niños terminan sin hogar porque sus padres han muerto o los han abandonado debido a su vicio.
El tío de Pablo fue un verdadero testimonio en esta aldea tan necesitada, pero lo persiguieron mucho. Como siempre, muchos preferían sus pecados antes que al Salvador. A nadie pareció interesarle oír la maravillosa historia del amor que el Salvador les tenía, hasta que cierto día Pablo aceptó al Señor Jesús como su Salvador.
En ese entonces, Pablo tenía doce años y ya conducía una traílla de perros. A Pablo y su tío les gustaba leer juntos la Biblia, y siempre testificaban a los demás.
—Oremos, Pablo, y pidámosle a Dios que nos envíe un misionero para explicar el camino de salvación a nuestra gente.
Coincidieron hacerlo, y mientras ellos oraban, había misioneros que también oraban. Llegó el día cuando un misionero sintió que podía hacer el viaje.
El día antes de comenzar su viaje hacia el norte, el misionero se detuvo en una cabaña para protegerse del frío. La áspera cabaña no parecía muy limpia, por lo que durmió sobre una mesa alta. Muy temprano a la mañana siguiente, antes de despertarse del todo, se dio vuelta y se cayó de la mesa, y al caer se pegó en un banquito, y por milagro no se rompió la nuca. Pero sí se rompió las costillas y se dislocó el hombro, y tuvo que quedarse allí esperando hasta que lo rescataron unos jóvenes soldados.
Pasaron dos años antes de que el Señor finalmente abriera nuevamente la puerta para que tratara de hacer el viaje con su traílla de perros a aquella aldea. Esta vez, todo anduvo bien, y el último día, al caer la noche, divisaron la aldea. Qué vista alegre era en la oscuridad de la noche ártica, ver la luz que resplandecía en la nieve. Era de la cabaña del cacique.
Le abrieron la puerta de la cabaña, y después de sacudirse la nieve de los pies y de entrar, el misionero fue calurosamente recibido. Y no sólo fue bien recibido, sino que le esperaban grandes sorpresas.
La noticia de que había llegado el misionero se extendió inmediatamente, y los aldeanos acudieron a la cabaña del cacique. Pronto los cuartos estaban llenos de gente, y cuando el misionero miró a su alrededor, a los rostros entusiastas y felices, le costaba creer que estaba en la aldea donde antes no había ni un creyente y que hasta hacía poco, era famosa por su pecaminosidad y sus borracheras.
Ahora la cabaña resonaba con el sonido gozoso de cantos evangélicos, y el misionero notó que estaban usando los mismos himnarios que le había dejado al muchachito indio diez años antes. Estaban muy gastados, pero habían sido cuidados con esmero, y el misionero se maravilló por lo bien que los niños y los mayores habían aprendido a cantar.
Luego recibió la mejor sorpresa de todas. El cacique indio y muchos otros comenzaron a dar sus testimonios de cómo habían sido salvos, salvos por el testimonio fiel de Pablo y de su tío. Muchos habían sido salvos, y la aldea entera había revivido, en el pueblo ya no se vendía licor ni cigarrillos. Qué cosas maravillosas había hecho el Señor por medio de un fiel chico que guiaba traíllas de perros.
Durante los días que los visitó, el misionero fue recibido con entusiasmo en casi todos los hogares, ¡y cómo disfrutaban al reunirse para estudiar la Palabra de Dios! ¡Qué maravillosamente había contestado Dios las oraciones de Pablo y su tío, y de los misioneros! El misionero no pudo menos que pensar:
“Esto es obra del Señor, es maravilloso.”
El último día, el misionero tuvo una reunión para los niños, y al ir llegando los niños de rostros felices, el misionero se regocijó de ver lo bien cuidados que parecían. No eran los niños descuidados, de rostros tristes que frecuentemente ve en las aldeas donde los padres bebedores no piensan más que en satisfacer su propia perversa sed. ¡Qué cambios benditos había traído el evangelio a esta aldea aislada, lejos de la civilización tal como la conocemos!
—¿Me deja ser su guía cuando parta?—preguntó Pablo.
—Me encantaría que lo fueras, Pablo—contestó agradecido el misionero—. Será muy lindo contar con tu compañía, y he oído buenos informes de lo experto que eres en abrir caminos.
Pablo sonrió, avergonzado, pero complacido, y así fue que temprano al amanecer partieron juntos por el largo camino hacia la Autopista de Alaska. El aire estaba seco y frío, y el aliento formaba nubes heladas a su alrededor. Los perros se mostraban ansiosos por andar, y pronto se oían los ruidos sibilantes de los patines en la nieve, y de vez en cuando aparecía una chispa cuando un patín pegaba alguna piedrita escondida en la nieve.
Cuando el sol finalmente se asomó por encima de las montañas, extendió un brillo rosado sobre la nieve blanca, y pareció haber encendido la luz de millones de diamantes. Cada vez que las traíllas de Pablo y las del misionero andaban cerca, cantaban juntos cantos evangélicos, y a veces en el aire quieto de la mañana los ecos parecían despertarse para acompañarlos.
El misionero se maravillaba ante el sentido de dirección perfecto de Pablo y su traílla de perros tan bien entrenados. Cruzaron bosques, lagos helados cubiertos de nieve, y atravesaron atajos escondidos que acortaban el viaje, nunca errando el sendero aunque con frecuencia no había señales de él durante millas donde la nieve nueva se había dispersado y lo había enterrado.
Finalmente llegaron a la Autopista de Alaska un sábado a la noche, y encontraron una hostería. Al día siguiente, la gente de la hostería les rogó que tuvieran la escuela dominical, porque había una buena cantidad de niños vecinos, y hacía mucho, mucho tiempo desde que habían tenido una clase de escuela dominical.
Así fue que Pablo y el misionero pasaron un día feliz contando las buenas nuevas de salvación a niños y grandes, que se amontonaron para escuchar.
Al día siguiente partieron con sus traíllas de perros. El misionero se despidió del muchacho indio que había sido un guía tan excelente, y el muchacho se regocijó, sabiendo que volvía para guiar no sólo a viajeros por la nieve, sino a su propio pueblo al Señor Jesucristo.