Los Muchachos Que No Podían Dormir

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Alaska
Un frío día de invierno el misionero, con Pinky, su perro esquimal evangelista, llegó a Chitina. Eran apenas las cuatro, pero ya era de noche. Habían viajado muchas millas durante varios días. En algunos lugares, los arroyos se habían desbordado de los glaciares, haciendo tan resbaladizo el sendero cubierto de hielo que tenían que gatear.
Pasaron el lugar donde un año antes se habían encontrado con un oso que, sentado sobre las patas traseras, los observaba como si su curiosidad había podido más que su temor. Luego, súbitamente, se había puesto de pie echándose a correr. Pero esta vez no habían visto ningún oso, porque hacía demasiado frío. Éstos ya habían encontrado sus cuevas en que invernarían hasta llegar la primavera.
Reinaba el silencio en el pueblito de Chitina, muy adentro en el frío interior de Alaska. El misionero había visto el termómetro bajar a setenta bajo cero allí, pero en el pueblo vivían cálidos creyentes en el Señor Jesucristo, y otros que anhelaban escuchar la historia de salvación.
Los indios de Koper River, que prefieren ser llamados “nativos,” viven por toda esta parte de Alaska. Hay tres razas nativas principales en Alaska: los esquimales que viven en las partes norteñas y cerca del Mar de Bering, los indios diseminados por gran parte del país, y los aleutianos, que viven en la cadena de las Islas Aleutianas.
El misionero y Pinky siguieron su camino por la oscura aldea a la casa donde vivían dos misioneras. Vieron una luz brillante en la casa, que, reflejada en la nieve, parecía darles la bienvenida, y haciendo recordar al misionero la luz del evangelio que estas dos valientes mujeres hacían brillar en este lugar solitario.
¡Qué escena alegre lo esperaba en la casa calentita! Se encontraba allí un grupo grande de niños y niñas indios, estudiando su Biblia. Habían venido derechito de la escuela, y era evidente que la mayoría anhelaba saber más acerca del Salvador. Levantaron la vista, saludando al misionero con una tímida sonrisa cuando entraron éste y Pinky.
Varios de los varones todavía no eran salvos, y después de unos momentos el misionero notó a dos muchachitos mayores que no parecían interesados en la clase. Se hablaban en voz baja y reían. A veces decían algo en voz alta en un tono que él no podía oír, pero sabía que se estaban burlando de la Palabra de Dios. Sintió compasión por ellos, oró que el Espíritu Santo de Dios hiciera una obra poderosa en sus corazones, y en toda la aldea.
Esa noche tuvieron una reunión en la capillita construida de troncos en la cima del monte, y allí volvieron a estar los niños con los mayores de la aldea. Era una noche tan, pero tan fría que el hielo en el lago se contraía produciendo un estruendo; no obstante, aún los ancianos le hicieron frente al frío, y caminaron largas distancias para llegar a la reunión.
¡Qué bien la pasaron cantando! Luego, se hizo evidente que Dios estaba obrando en el corazón de los oyentes mientras hablaba el misionero. Después de la reunión, cuando casi todos se habían retirado, un chico de diez años, hijo de un cazador de pieles, seguía esperando. Nadie le prestó atención, y los misioneros no tenían idea por qué estaba todavía allí.
—¡Quiero ser salvo!—exclamó de pronto en un tono casi agonizante.
Los misioneros conversaron con él, y cuando citaron versículos bíblicos acerca de cómo el Señor murió por él, y acerca de su amor por él, éstos parecieron penetrar derechito en su corazón. Cuando comprendió que el Señor Jesús había completado la obra de redención necesaria para su salvación al morir por él en la cruz, y que lo único que tenía que hacer era confiar en él, se le iluminó el rostro de alegría.
Al día siguiente este hijo de cazador de pieles le contó las buenas nuevas a sus amigos, y otro muchachito de su misma edad vino a la casa de las misioneras esa tarde después de la escuela, diciendo que él también quería ser salvo.
Estos dos chicos trajeron esa noche a los dos muchachos inconversos que dos días antes, se habían burlado en la clase en la casa de las misioneras. El misionero volvió a hablar nuevamente de la salvación y también contó de la segunda venida del Señor para todos los que son salvos.
Los dos muchachos inconversos volvieron a su casa esa noche, pero no podían dormir. ¿Qué si el Señor regresaba esa noche? Sabían que no estaban preparados, y que significaba que serían condenados para siempre. Se sentían tan desdichados que se levantaron de la cama, y uno de ellos se asomó por la ventana en la oscuridad de la noche.
—¡Mira! ¡Todavía tienen las luces prendidas! —exclamó.
En medio de la noche oscura podían ver que las misioneras todavía tenían las luces encendidas en su casa, así que se vistieron rápidamente y con mucha dificultad caminaron a través de la nieve hasta la casa.
Cuando las misioneras contestaron al llamado a la puerta, se sorprendieron de ver a los dos muchachos con los rostros muy serios de pie en el umbral.
—¿Pasa algo?—preguntaron.
Los muchachos ahora no se reían ni se burlaban. Con lágrimas en los ojos, les dijeron que querían ser salvos, y al poco rato todos se regocijaban con lágrimas de alegría, porque le entregaron su corazón al Señor.
Estos dos muchachos nunca volvieron a burlarse de los creyentes; ahora, también ellos, les están contando a otros niños y niñas acerca del Señor Jesús.