El atrio y la puerta

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Éxodo 27:9-19; 38:9-17, 20
El atrio era un espacio abierto, 100 codos (un codo mide más o menos medio metro) de largo, por 50 codos de ancho, cercado por una cortina de lino torcido, sostenida por 56 columnas. Cada columna se levantaba sobre una base de metal (cobre), y tenía una corona de plata. Las columnas también fueron "ceñidas de plata" (v. 17). De este modo una cerca intacta de plata y lino torcido iba todo alrededor del atrio. Al lado oriental estaba la puerta. Medía 20 codos de ancho, y tenía una cortina, obra de bordador, de cárdeno, púrpura, carmesí y lino torcido: estaba suspendida sobre cuatro columnas. Esta era la única entrada a la morada del Dios de Israel, y el que quisiera entrar allí tenía que hacerlo de la manera indicada por Dios. No había libertad de escoger, ni variedad. Esta verdad es muy solemne. "Jesús le dice: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6).
Podemos considerar el atrio como una ilustración de aquel estado de bendición donde el pecador entra conscientemente cuando ve a Jesús por la fe como la puerta de la salvación; y esos lugares santos—figuras de las cosas celestiales, (véase Hebreos 9:24)—como ilustrativos de su posición allí como adorador, aunque puede ser que él aún no haya llegado a comprenderla; sin embargo, sabe sí que es salvo, y librado de la ira venidera, y que se halla dentro del círculo de la familia de Dios, donde la gracia y la misericordia caracterizan el ambiente. Aun estar allí —aunque sea el modo más inferior de ver el lugar y la herencia de un santo—es algo sumamente bendito. No es extraño que David haya cantado: "Mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos: escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad" (Salmo 84:10).
Te rogamos, pecador, que no te quedes fuera de la puerta que pronto se cerrará para siempre, antes, que entres en donde hallarás goces y placeres que nunca hallarás en las "moradas de maldad." Muy pronto esas moradas de iniquidad serán destruidas. Los encantos engañosos de un mundo impío que jamás satisfacen el alma habrán desaparecido para siempre. Bien puede cantar el creyente alegre: "Dichoso el que tú escogieres, e hicieres llegar a ti, para que habite en tus atrios: seremos saciados del bien de tu casa" (Salmo 65:4).
No se nos dice de qué material fueron hechas las columnas; esto nos enseña que no debemos meternos en los secretos de Dios, ni "saber más de lo que está escrito" (1ª Corintios 4:6). El cobre de las basas representa a Dios en justicia juzgando el pecado. La plata de los capiteles y de las molduras habla de la redención por la sangre de Cristo. Las cortinas del atrio eran de lino fino, torcido. Ha habido tan sólo UNO aquí abajo en cuya vida y en cuyos caminos el lino limpio y brillante fue visto en todo su inmaculado lustre. Era "Jesucristo el Justo." En Él no había ningún hilo basto, ni ninguna mancha de injusticia. Jesús, como hombre era siempre perfecto, porque también era "Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amen" (Romanos 9:5).
Cristo era perfecto en su devoción a Dios, perfecto en su justicia hacia el pecador. A Él, y a Él sólo, pertenecía el lino fino por derecho. En Él, y en Él sólo, fue manifestada esa justicia plena, perfecta y pura. Los hombres vieron su brillo, y se apartaron de Él. Cristo era una reprensión continua a los escribas y a los fariseos—los dirigentes religiosos de aquel día—y lo aborrecieron. Pero allí quedaba Él, el Justo entre los injustos, el Santo entre los malvados e inmundos, revelando y mostrando la justicia y la santidad que son de Dios. Se dice que la esposa del Cordero se viste "de lino fino, limpio y brillante: porque el lino fino son las justificaciones" (hechos santos) "de los santos" (Apocalipsis 19:8). El lino fino, pues, es el emblema de la justicia. Anteriormente, los santos (salvos), no tenían tal justicia. Lo mejor que podían hacer era como "trapo de inmundicia" (Isaías 64:6). En contraste con la que es divina, "lino fino, limpio y brillante," tal es el emblema escogido por el Espíritu de Dios para avalorar lo mejor de la justicia humana: "TRAPO DE INMUNDICIA." ¡Cuán notable es el contraste! ¡Cuán enorme es la diferencia! Dios quiera que lo pese el que lee, y pregunte en lo profundo del alma, ¿En cuál de estos dos vestidos apareceré yo delante del Dios santo? La santa vida de Jesús aquí en la tierra, aparte del derramamiento de su sangre preciosa, no podía traer salvación al pecador. ¡Cuán necio, pues, es la falsa doctrina de los modernistas, de que la vida de Jesús nos fue dada solamente como ejemplo, y que por imitarla el hombre pecador puede alcanzar el reino de Dios! ¡Ah no!; es precisamente cuando nos acercamos y le miramos —cuando ponemos nuestros propios "trapos de inmundicia" de justicia humana al lado de la cortina de lino, puro y blanco—que aprendemos lo que verdaderamente somos.
Pecador, ¿te has visto así alguna vez? Si tú lo vieras, te encontrarías con boca cerrada, convicto y condenado, fuera de la morada de Dios. Si tal es la justicia que Dios demandaba de aquellos que entraban en los atrios de su santidad, entonces, querido lector, ¿qué de la justicia propia tuya? Las demandas de Dios no pueden ser rebajadas; la cortina es de cinco codos de altura, lo mismo por todas partes. No existe abertura ni resquicio por donde puedas meterte sin ser visto. Si confías en la misericordia de Dios, olvidándote de su santidad y su justicia, estás muy equivocado. Estás "subiendo por otra parte" (Juan 10:1), para alcanzar el reino de Dios. No puedes entrar en el cielo por obras (Efesios 2:8-9), y si piensas que puedes hacerlo por tus obras naturales, estás teniendo en poco las demandas del Dios tres veces santo, hollando al suelo la cortina de lino.