14: Convalecencia

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Tres semanas después estaba en la galería mirando más allá de la sala de operaciones. Dos figuras surgieron de la maleza en el resplandor de la llanura: un hombre alto y luego alguien más pequeño. No podía darme cuenta si era un niño o una niña. Ambos parecían llevar una carga en la espalda. Cuando estaban aún a unos ochocientos metros, oí la voz alegre del hombre que iba adelante, entonando una canción de caza de África. Cuando estuvieron más cerca, oí el agudo soprano de la niña que caminaba detrás, uniéndose al estribillo de la canción.
— Jeh, Bwana, aquel debe ser Simba — dijo Daudi — y un Simba lleno de alegría.
— Mira, quizás venga con algo que traiga fortaleza a nuestros corazones.
— Jeh, Bwana, y también a nuestro estómago.
En ese momento, dando la vuelta a la esquina del hospital apareció Simba, con un antílope que había cazado con su arco y flecha. Detrás de él venía una niñita que nos era familiar. Sobre sus hombros no llevaba ninguna carga de provisiones, pero sí una enorme hinchazón, más grande que su cabeza. La reconocí como aquella niña de Makali que había desaparecido cuando corrieron los rumores de que lo nuestro era brujería. Pero cuando los parientes oyeron las noticias de que Perisi, a quien habían dado por muerta, estaba perfectamente viva, y que Simba iba hacia el hospital con carne sobre los hombros, accedieron a que la niña lo acompañara. Al principio, su padre había tenido algunas dudas, porque pensaba que se le iba a pedir una tarifa por la operación y las medicinas. Por supuesto, eso era lo acostumbrado con el médico brujo. Pero Simba se rió y dijo que la carga que él llevaba sobre sus hombros sería usada para quitar para siempre la carga de los hombros de la niña.
Puso el antílope a mis pies.
— Bwana, he caminado muchas millas desde allá — levantó el tono de la voz y señaló con su mentón un grupo de baobabs, a unos ocho o diez kilómetros — . Jih, si te parece bien, me sentaré ahora a la sombra y miraré cómo otros preparan la comida y entonces comeremos el guiso.
Daudi y Sansón llevaron el animal a la cocina nativa y sobre una plancha de hierro viejo comenzaron a hacer su labor de carniceros primitivos. Simba estaba allí, como si no tuviera interés directo en las cosas, pero podía ver que miraba para todos lados, examinando el lugar. De repente, en la galería de la sala de mujeres, caminando lentamente y con cierta dificultad, vi a Perisi.
— ¡Jeh, camina, Bwana! — dijo Simba, bajando su voz como para que solo yo oyera — . Kah, pero mírala. ¡Ooh, qué delgada está! Jih, de veras que necesita toda la carne que yo pueda conseguirle.
— Ven, vamos a saludarla — le dije.
Fuimos hasta allá y según la costumbre en África, dijimos:
— Mbuwkua (Buenos días).
— Mbuwkua — contestó.
Los saludos continuaron por largo rato, como sucede siempre con los saludos africanos, y luego dije:
— ¿Cómo te sientes, Perisi?
— Bwana, ¿cómo te sentirías si te hubieran cosido todo como una camisa vieja? — dijo — . ¡Kumbe! Mi piel muerde cuando la estiro.
Me reí. Se sentó en un banquito de tres patas y se apoyó contra la pared de piedra. Simba se puso a su lado en cuclillas, sosteniendo su lanza. De repente vi la necesidad de retirarme a unos treinta o cuarenta metros para observar la llanura. El ardiente calor de la tarde parecía flotar en ondas sobre la tierra seca. Había una serie de cuervos sentados en las ramas peladas de un baobab. Sonreí para mis adentros y me pregunté qué le estaría diciendo Simba a Perisi. Justo en ese momento, oí una voz detrás mío.
— Bwana — era la niñita que había venido con Simba — , Bwana, ¿cuándo me darás alivio?
Le miré el hombro, cubierto con una sucia tela africana negra. La saqué con cuidado y palpé el enorme y feo bulto de su espalda. Era grande como su cabeza. Para mi satisfacción no estaba adherido a la columna ni a ninguna otra parte vital. Fui con ella hasta la sala. Justo salía Sechelela.
— Sech, encárgate de que a esta niña le den varios baños — le dije.
La vieja africana frunció la nariz y me sonrió.
— Jeh, Bwana, lo haremos — contestó.
— Y mientras lo hacen, yo revisaré la sala de operaciones a ver que tan pronto le podre quitar esa carga del hombro.
Fui y revisé los instrumentos que se requerían para lo que no parecía ser una operación muy delicada, pero que ciertamente traería un gran alivio a la niñita. Simba me había contado que era el hazmerreír de sus compañeras por causa de su cigongo (carga) en la espalda.
Se sentía el olor del guiso que salía de un gran cacharro. Un grupo de enfermeras y otras gentes del hospital se habían acercado sumamente interesadas.
Perisi estaba sentada en una silla contándoles una historia.
— Bueno, sucedió de esta manera –les decía — . Había una vez un hombre llamado Mukristo. En la historia que yo leí dice que tenía una tristeza muy grande y que lloraba mucho y gritaba con una voz llena de dolor: “¿Qué haré? ¿Qué haré?
“La esposa le dijo: ‘¿porqué tienes esa tristeza?’
“Él contestó: ‘¿No tengo una tristeza grande por la carga que siempre llevo encima?’”
La pequeña tembló, pero Perisi extendió el brazo y la apretó contra sí. Luego continuó:
— Sucedió que estaba caminando un día, leyendo de su libro y mientras leía, su tristeza aumentaba y le hacía gritar a viva voz: ‘¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo me libraré de una carga como ésta?’
“Y mientras gritaba, vino uno y le dijo: ‘Jeh, ¿por qué te apenas?’
“Mukristo dijo: ‘Mira, he leído en este libro que la carga en mi espalda es pecado y tengo miedo que esta carga me haga hundir más bajo que una tumba’.
“Su compañero entonces le dijo: ‘Kah, si ese es tu caso ¿por qué te quedas sin hacer nada?’
“‘Jongo, ¿a dónde iré?’ preguntó Mukristo’.
“Le señaló un camino que cruzaba por pantanos, a través de una selva por donde había leones, por lugares con enemigos, montañas con grandes humaredas, por un país de gigantes, hasta que llegó a un lugar donde había una cruz de madera. Al ver la cruz, Mukristo se paró y miró, y al mirar, se maravilló y de repente su carga se soltó y cayó de sus hombros y comenzó a rodar por la colina y se fue para siempre. ¡Hongo! Entonces Mukristo se puso contento y lleno de alegría, y dijo con corazón feliz: ‘Él me ha dado paz por medio de su dolor y vida por su muerte’”.
La pequeña tocó a Perisi en el brazo.
— ¿Por qué la carga se cayó cuando Mukristo miró la cruz de madera?
Perisi le explicó acerca del Hijo de Dios que había sido clavado en aquella cruz para quitar el castigo de los pecados y cómo había muerto allí.
Las lágrimas corrían por el rostro de la niñita.
— Kah, tú debes amarlo mucho — dijo.
Simba y Perisi dijeron que sí con sus cabezas.
— Lo amamos. Tenemos una gran razón para amarlo — dijeron éstos a una voz — . Tú también podrás entender estas cosas — dijo Perisi con cariño — . Mira, el bwana te ayudará y la carga se te irá de la espalda. Entonces, cuando hayas dejado tu cigongo, que te causa vergüenza y tristeza, quizás entiendas mejor que nadie cómo el pecado trae vergüenza, dolor y tristeza.
La pequeña sacudió la cabeza para demostrar que había entendido. A la mañana siguiente, a la misma hora, la llevamos a la sala de operaciones, y al caer la tarde, mientras volvía en sí de la anestesia, miró los sonrientes ojos de Perisi, y las primeras palabras que salieron de sus labios fueron:
— ¡Se ha ido, mi cigongo se ha ido!
— ¡Jeh, de veras que se ha ido! — le dijo la joven africana — . Hay muchos relatos de Jesús que te contaré en estos días mientras tú y yo nos ponemos fuertes.
— Perisi, debes estar acostada — le dije cuando ella llegaba a la puerta — . Has estado haciendo demasiado y te falta mucho para recuperar tus fuerzas.
— Bwana, tengo una gran alegría en mi corazón. En estos días he aprendido muchas cosas, pues he oído con gran alegría como Simba cuenta las palabras de Dios cuando va de aldea en aldea. Tiene gozo en su corazón y la risa en los labios y, Bwana — dijo bajando la voz — , cuando él y yo trabajemos juntos, serán días de gran alegría.