Sechelela volvió a poner el bebé en su canasta y señaló con su mentón la balanza con que eran pesados los infantes.
— Allí hay una carta para ti. La trajeron esta mañana desde la escuela.
Rasgué el extremo superior del sobre, que estaba escrito con muy buena letra. La leí rápidamente; luego me di vuelta y sonreí.
— Sech, es de Perisi.
— Kumbe, ¿cuáles son sus palabras, Bwana? — preguntó la vieja matrona africana.
— Dice que le agradaría venir al hospital a estudiar de enfermera, para aprender a tratar bebés.
Sechelela asintió con su cabeza.
— Bwana, he visto venir esto desde hace tiempo. Mira, Bwana, Perisi es una muchacha inteligente y sus pensamientos son buenos pensamientos. Ha estado por muchos años en la escuela. Me acuerdo cómo su padre creía que se moriría en los días después de la muerte de su madre. Pues, ya sabes que era mi amiga. Me puso la niña en los brazos y por eso la traje a la escuela.
— ¿Qué edad tenía ella en ese tiempo?
— ¡Jih, Bwana! Tenía unos cinco años. Y estaba acaso muy enferma de paludismo. Por eso le dimos quinina y vencimos la fiebre. Su padre se fue a un gran safari a la costa y la dejó aquí. La alimentamos y vestimos y enseñamos en la escuela. Pero, Bwana, ahora que ella está en edad de casarse, el padre ha reaparecido. Reclama que deje la escuela y que vuelva con él y si ella se vuelve a su casa, su vida estará arruinada.
— Jongo, ese hombre debe tener un carácter poco agradable, Sech.
Sech movió vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento.
— Kumbe, es un hombre muy orgulloso y lo único que le importa es el dinero para poder comprar las cosas que quiere. Mira, habrá una gran shauri (discusión) pronto acerca de eso. Bwana, si viene al hospital, será mucho más seguro para ella. ¿Acaso no estoy yo aquí para ver que no le ocurra nada malo?
Esa misma tarde entrevisté a Perisi.
— Bwana, quiero venir aquí y aprender las palabras y la sabiduría del hospital –dijo — . Pues ¿no soy maestra y tengo mi certificado? Por eso es que podré aprender muy pronto. Como puedo leer en inglés, puedo entender los libros que no pueden leer los que sólo saben los idiomas africanos.
— ¿No tienes otra razón, Perisi?
Me miró fijamente.
— Bwana, hay otras razones. Mi padre quiere que yo me case con un hombre que es mushenzishenzi (lo más pagano que existe), un hombre que tiene otras tres esposas. Kah, Bwana, no habría alegría en ser su esposa. Pero él ha ido a ver a mi padre y se han puesto de acuerdo en una dote de veintiocho vacas y veinte cabras. Bwana, tú sabes cómo es mi padre — dijo, encogiendo sus hombros.
— Pero, Perisi, si te quedaras un año aquí en el hospital y aprendieras a tratar a los bebés y a las madres, ¿qué pasaría después?
— Kah, Bwana, — dijo la muchacha africana — puede ser que durante ese tiempo aparezca algún otro candidato. Alguien que ofrezca a mi padre una dote parecida y que, al mismo tiempo, sea del tipo de persona con la cual yo pueda ser una esposa feliz.
Miró al piso y se puso a jugar con un guijarro con los pies.
— Perisi, la Palabra de Dios dice que los senderos del justo son ordenados por el Señor — le dije tranquilamente.
— Bueno, Bwana — dijo Perisi interrumpiendo con ansiedad — . Bwana, esa es mi oración: que mi vida coincida con su plan, que yo pueda obedecer al Señor y entonces, Bwana, seré útil en la vida y al ser útil y andar por sus caminos, la vida será llena y feliz y valdrá la pena vivirla.
— Muy bien, entonces — dije — iré y hablaré con la gente de la escuela y al fin de este período, si ellos están de acuerdo, vendrás al hospital y aprenderás las cosas que tenemos que enseñarte.
Estaba despidiéndola en la puerta del hospital, cuando un africano delgado y atlético vino corriendo por el sendero, con una carta metida en la ranura de una varilla. Escrita con letra muy temblorosa, decía así:
“Bwana, voy para allá con tres niños. Uno se ha quemado y está muy enfermo y los otros dos están menos enfermos”.
La firma era de Simba.
Hice todos los preparativos que pude. Llegaron poco antes del atardecer. Uno de los niños venía en una hamaca. El otro, un chiquito patético, con un brazo roto, era traído por su madre, colgado en la espalda, mientras que una muchachita de doce años iba detrás de los demás. Tenía en la espalda una hinchazón grande como su cabeza.
Mientras desarmábamos la hamaca, Simba me dijo:
— Bwana, he recogido estos niños en Makali; están enfermos y te los he traído. Mira esta niña ...
Levanté mi farol y vi una desgreñada personita sobre una sábana que había servido como camilla, que tenía la mirada fija.
— Esta niña, Bwana, fue empujada al fuego por su padre, mientras estaba borracho. Mira, Bwana, está muy quemada.
Me incliné para examinarla. La niñita dejó escapar un leve quejido. Simba, el gran cazador, se había arrodillado a su lado.
— Ulece kogopa mwendece (No tengas miedo), pequeña, el bwana no te hará doler: te quitará el dolor.
Yo tenía una jeringa preparada en la mano. Un minuto después la niñita tenía una activa droga calmante dentro de su cuerpecito. Estaba horriblemente quemada.
— Simba, hay una sola cosa que se puede hacer por esta niña — dije — ,tal como había una sola cosa que se podía hacer por ti cuando viniste aquí: una transfusión de sangre. ¿Quieres reunir a sus parientes y traérmelos? Mientras eso se arregla, voy a tratar a los demás.
El muchachito con el brazo roto también sentía dolor intenso. La actividad del médico brujo le había provocado una tremenda hinchazón. Le coloqué un poco de anestesia, para que pudiéramos trabajar y poner el brazo en su lugar. Luego, con una varilla y un poco de tela adhesiva, el niño quedó bien.
La niña de la hinchazón en la espalda estaba muy sensible. En menos de cinco minutos, me di cuenta que una operación simple la aliviaría de lo que ella llamaba su carga.
— Los padres del niño con la quemadura estaban ocupados en una conferencia palabrera y ruidosa, que Simba parecía estar conduciendo en el consultorio externo. Salí a verlos.
— Escuchen, debemos realizar enseguida esa transfusión si queremos salvar la vida de esta pequeña.
Simba sacudió la cabeza.
— Bwana, he usado muchas palabras. Les he dicho que es un camino de sabiduría y de vida, pero no quieren entender. Dicen que no quieren que se haga una transfusión. Quieren otra medicina, y no ésta. ¿No podrías poner la medicina que pusiste en la úlcera del jefe, para que se sane la piel?
Hice cuanto pude para explicarles que, para sanar una quemadura, era necesario algo más que un ungüento y unos vendajes. Pero a ellos no les importaba lo que yo les decía o lo que cualquier otro pudiera decirles.
— No — decían — , sólo vamos a permitir que se ponga medicina sobre su herida.
Hice todo lo que pude en ese sentido. Era cerca de la medianoche cuando completé el tratamiento. La niña estaba dormida, pero yo sabía que las cosas distaban de estar bien.
Llevé a Simba a un costado.
— Amigo mío, este no es el camino por el que se debe tratar a esta niña. Esta no es la medicina que trae vida. Todo lo que estamos haciendo es cubrir la herida; no estamos curando la raíz del mal. Los parientes de la niña son como los que se sientan y cubren sus pecados con ropas nuevas o una gran sonrisa. ¿Te acuerdas que Jesús dijo: “Nadie viene al padre sino por mí”?
Simba asintió la cabeza.
— Jih, Bwana, ¿tu sabiduría te dice que una transfusión de sangre es el único medio para salvarla?
— Así es, Simba, no hay otro.
Volvimos juntos a la sala. Miré a la niña y le tomé el pulso. Lo tenía muy débil. Salí a ver a los parientes.
— Escuchen — dije — , hay quienes darán lo que la niña necesita; es el único camino; sin eso, la niña no puede vivir. Una hora más de espera y morirá.
Sacudieron la cabeza.
Simba me tocó el hombro.
— Bwana, yo voy a dar mi sangre.
— Escuchen lo que digo: Simba dará su sangre para que la niña viva. ¡No pide ni dinero, ni vacas, nada! — les expliqué.
El padre se levantó.
— Bwana, nos negamos. Ni una palabra más.
Al amanecer fui despertado por el horripilante sonido que hacen los africanos cuando alguien ha muerto. Simba cruzó mi umbral corriendo.
— Bwana, antes de que saliera el sol la niña murió –dijo — . La gente se ha escapado, llevándosela con ellos y, Bwana, algo peor, se han llevado al chico con el brazo roto y a la chica con la carga en la espalda. Bwana, esto es un fracaso. Lo único que encontraré esperándome en la aldea de Makali será enojo.
Simba se sentó a la sombra de un gran árbol baobab, frente a la puerta del hospital. Tenía los ojos cerrados y sus dientes chocaban ruidosamente. Llegué hasta él y le puse la mano en el hombro. Su piel parecía arder.
— Simba — lo llamé.
Se puso de pie.
— Bwana, dónde, este ...
— Estás enfermo, viejo. Es mejor que vengas al hospital para que te dé una medicina.
— Bwana, no dormí anoche. Mira, mi cabeza late, late, y late. Jih, mi corazón no se conforma, Pues, todo mi trabajo es bwete (inútil). ¡He tratado de ser útil, pero ... !
Puso la cabeza entre las manos y sollozó. Todo su cuerpo se sacudía con un ataque de temblores. Lo tomé por el brazo y lo ayudé a ir hasta el hospital. Miró en dirección a la escuela y dijo con voz apagada:
— Bwana, no he tenido éxito en mi trabajo para el Señor y ¿cómo voy a poder probar entonces a Perisi que soy digna de ella? Kah, Bwana, hubiera sido mejor que no salvaras mi vida en el hospital.
— Jongo, amigo mío — le contesté — , nunca es sabio hacer decisiones cuando uno está enojado o enfermo. Te vas a la cama, tomas medicinas, duermes unas horas y entonces hablamos de nuevo de estas cosas.
Vi cómo cubrían a Simba con cuatro mantas y le inyecté quinina en su robusto muslo.
— ¡Jih! — exclamó Simba, cuando la aguja salía — , kah, Bwana, mira que esa aguja hiere como una lanza.
— Es una lanza — le contesté — y en su punta tiene medicina que es un veneno para los dudus del paludismo. Mira, ya en este momento están huyendo de la medicina, pero serán atrapados, asi como tú atrapas a las serpientes que cazas.
Daudi apareció en escena con dos tabletas de aspirina y una calabaza de agua. Puso las tabletas en la lengua de Simba y éste se las tragó.
Se aclaró la garganta con su célebre imitación del rugido de león.
— Kah, Bwana, esto es medicina. Quita el dolor de cabeza y de los músculos.
— Yah — se estiró cómodamente — , el hospital misionero es el mejor lugar para aliviarse de los grandes dolores. Yah, pero tengo frío.
Daudi le puso el termómetro debajo del brazo y lo mantuvo allí con cuidado. Luego lo sacó y leyó.
— Treinta y nueve y siete líneas, Bwana.
Cuando estaba sacudiendo el termómetro para que bajara el mercurio, Simba preguntó:
— Bwana, ¿cuáles son las palabras de la uña de vidrio?
— ¿Las qué?
Daudi sonrió.
— Bwana, quiere saber qué temperatura tiene. La uña de vidrio es el termómetro.
— Joh, las palabras de la uña de vidrio –dije — son que te quedarás en cama quizás unos tres días y que luego te sentirás mejor.
— Pero, Bwana, ¿también dice que tendré que sentir otra vez que me claves tu lanza pequeña?
Moví la cabeza indicando que sí.
— Tu condición reclama que use la lanza unas tres veces más, por lo menos.
— ¡Yah! — dijo Simba y se apretó las sábanas contra el cuerpo.
En ese momento se oyó por la ventana una voz estridente.
— Kah, estos wazungu (europeos) –decía — Jih, bueno, son gente de ...
Se oyó el sonido de alguien que escupía.
Miré a Daudi, levanté las cejas e hice una mueca.
— Bwana, será mejor escuchar un poco más –murmuró.
La voz continuaba.
— Por muchos años han tenido a mi hija lejos de mí y ahora, pues, cuando llega el momento de su matrimonio, están causando dificultades. Pero yo, mafuta, les voy a mostrar de qué soy capaz y entonces van a escapar como la hiena cuando aparece el león.
Daudi hizo una mueca bien evidente.
— Bwana, es el padre de Perisi –murmuró.
Cuando oyó el nombre de la muchacha, Simba levantó la cabeza.
— Jeh, ¿qué pasa? –dijo.
— Quédate tranquilo –le contesté — ; mira, ha llegado el padre de Perisi. Me parece que ha estado tomando demasiado wujimbi (cerveza).
— Quédate quieto, Simba. Escucha las palabras y aprende algo de ellas.
Salí a la puerta.
— Mbukwa — dije.
— Kah — contestó el africano que según descubrí lo llamaban Mafuta (grasa) porque era muy, pero muy gordo.
Hizo girar sus ojos sanguinolentos, pero no dijo nada.
— Mira, Mbisi (la hiena) ha venido para huir de la ira y las palabras de Mhembo (el elefante) –le dije.
Los enfermeros lanzarón una risita y Mafuta mostró que se sentía molesto.
— Yah, seguramente no se trata de mhembo (el elefante) — dijo Daudi — sino de dengubi (el cerdo salvaje).
La situación no parecía demasiado prometedora. Un grupo de ancianos estaba en cuclillas debajo de un arbusto de granada, de modo que les indiqué que se sentaran a la sombra. Levanté la mano.
— Permítanme declarar mi caso, Grandes Jefes de la tribu. ¿Escucharéis al Sauri (debate) entre este hombre de gran abdomen y yo?
De inmediato se alivió la tensión. El gordo africano se sentó y comencé mi historia.
— Katali (hace mucho) había un hombre que vivía en este país de los wagogo y, bueno, su única posesión era una ternera, una ternera sin mucha fuerza en las patas, que se torcían cuando caminaba. El hombre no tenía forma de alimentar a su ternera y no le gustaba ser pastor. Un día dijo: “Bueno, me iré a otro país y veré si mejora mi suerte”. Así es como se fue de su casa. Y sus vecinos encontraron la ternera caminando por la selva y la llevaron a su propio rebaño. Pues bien, la alimentaron y le dieron hojas y hierbas curativas. Creció y se transformó en una criatura con fuerza. En tiempo de sequía, le llevaban agua. Cuando no había pastos, encontraban cómo alimentarla con granos del depósito de los vecinos.
“Pasó una cosecha tras otra. La ternera se hizo vaca. Quizá era la mejor vaca del rebaño. Un día volvió el viajero de su largo safari. Volvió a su casa.
“Dijo a los que vivían cerca de él: Devuélvanme mi ternera. Entonces ellos le preguntaron: “¿Qué ternera?”
“Pues la que he dejado aquí”, dijo.
“‘Yah, mira, tu ternera estaba enferma,’ le dijeron los vecinos, ‘la dejaste a punto de morir y mira, la alimentamos como a nuestros rebaños. Le dimos agua y mientras tú descansabas a la sombra, llevamos agua de los pozos para darle de beber, mientras te sentabas en lugares cerca del mar y comías mangos, nosotros la llevábamos al pastoreo’.
— Pues bien — miré hacia el grupo de viejos africanos que estaban en cuclillas bajo la sombra — , díganme, Grandes Jefes, ¿a quién pertenecía la ternera, al hombre que se fue de viaje o a la gente que la cuidó hasta que fue una vaca? Díganme su opinión.
Por un momento. Los ancianos hablaron en susurros, con sus cabezas muy juntas y entonces uno de ellos, apoyándose en su lanza, dijo:
— Bwana, la ternera pertenecía al hombre que se fue de viaje, pero, bueno, él no tenía derecho a ella hasta que no pagara a sus vecinos el precio de la comida con que la alimentaron y ¿acaso no es justo que hiciera algún regalo a los que la cuidaron?
— Jih, esas son palabras sabias, Grandes Jefes — dijo Daudi.
Volviéndome hacia donde estaba Mafuta que casi gruñía, le dije:
— Mira, tu hija Perisi estaba enferma y a punto de morir. La dejaste sola en tu casa. Fue tomada por las wabibi (damas) de la escuela misionera, le dieron medicinas, la alimentaron y educaron y ahora cuando llega a la edad en que puede casarse, bueno ... te vienes a buscar las vacas de su dote.
Mafuta se incorporo con dificultad, tartamudeando de la rabia.
— Kah, yo voy a ... — dijo. Pero lo que pensaba realmente hacer terminó en un hipo tremendo.
Oí un ruido dentro de la sala. Simba estaba luchando por salir de debajo de las sábanas.
— Bwana, debo hablarle a Mafuta — dijo — . Mira, tengo que arreglar el asunto. Jih, Bwana — sus ojos brillaban de rabia y de la fiebre que le arrasabe el cuerpo — . Podría golpearlo con un palo, un palo nudoso, hasta que hacerlo llorar.
— Acuéstate, amigo mío — dije — . Mira, no hay necesidad de hacer semejante cosa. Mafuta está muy enojado. No vamos a ganar nada haciéndolo enojar más con tu propia ira. Escúchame, voy a leer de la Palabra de Dios.
Di vuelta a las páginas del Nuevo Testamento chigogo.
— “Bienaventurados los mansos de corazón, porque ellos tendrán la tierra por heredad”. Ahora, Simba, fíjate en esto: dice “mansos” y no “flojos”. Un hombre manso es un hombre fuerte, que se controla. Mira, tu forma de ganar en este asunto es contar tu problema a Dios, pedirle que te muestre el camino y cuando él lo haga, seguirlo y obedecer su Palabra. De esa manera, tendrás una respuesta. Sigue tu propio camino, el camino del enojo o el camino de la pelea, y no habrá satisfacción para nadie. Pero sigue el camino de la mansedumbre, del control, de la sabiduría y todo saldrá bien. Dios no dice palabras sin sentido.
La frente de Simba estaba empapada de transpiración. Le apreté las mantas sobre el cuerpo.
— Assante, (gracias) Bwana –dijo — , eso es mejor. Kah, tu medicina ya está trabajando. Tengo menos dolores y mira, ahora mismo puedo sentir la mano fría de la fiebre yendose. — Hizo una pausa y agregó — : Jih ... voy a seguir esas palabras de sabiduría.
Desde la puerta de afuera se oyó un ruido. Miré por la ventana. Tambaleándose por el sendero que llevaba a la aldea, iba Mafuta, sacudiendo su puño en el aire e hipeando fuertemente a medida que caminaba. Yo me preguntaba cómo terminaría todo aquel asunto.