4: El León Y Las Serpientes

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— Kumbe, Bwana, — dijo Daudi — , hoy ha llegado aquí a Mvumi un hombre que tiene una historia que contar. Jih, su llegada ha despertado mucho interés.
Yo estaba sacándole el aire a una jeringa y preparándome para ponerle una inyección en el brazo a un africano acostado en la cama.
— ¿De quién se trata, Daudi?
El enfermero le frotó la negra piel con un algodón empapado de desinfectante y sonrió.
— Jih Bwana, se trata de nuestro viejo amigo Simba.
— ¡Jongo! ¿Aquel hombre que tuvimos en esta cama hace un año, y que había sido deshecho por un león? ¿Y que se salvó con una transfusión? ¿Ese Simba?
— ¡Yah! — exclamó el paciente en la cama cuando vio la jeringa acercándose — Yah, ¿me va a picar? Pero Bwana, iiih.
— Ah, no duele — dijo Daudi.
— Kumbe, ¿en qué brazo pusieron la inyección? — repuso el paciente — . ¿En el tuyo o en el mío?
— Yah, no sentí nada — se rió el enfermero. Frotó el lugar donde había estado la aguja pocos segundos antes. — Yah, tendrías de qué quejarte si hubieras estado como Simba. Tenía la pierna destrozada desde la rodilla hasta la cadera.
En ese momento apareció una cara sonriendo en la puerta.
— Mbukwa, Simba, ¡buenos días! — exclamé.
Simba entró y me estrechó la mano con entusiasmo.
— Yah, Bwana, es lindo verte y estar nuevamente aquí.
Miró al hombre que estaba en la cama.
— Bwana, ¡siempre me acuerdo de los días que estuve aquí!
Levantó la vista y miró en los travesaños sin pulir del cielo raso.
— Bwana, ¿cuántas veces estuve mirando todo eso? ¿No parecía retorcerse cuando me venían los dolores? Pues yo miraba a Daudi y de repente él desaparecía en una nube. Pero, jih, todo fue diferente después que me diste la sangre de la botella.
— Kumbe, aquel fue el gran día — dijo Daudi — . ¿Sabes que ese día ya te dábamos por muerto?
— Y realmente te hubieras muerto — agregué yo — si no fuera por Perisi, que te dio de su sangre.
— Jongo,¡me acuerdo! ¿Cómo podría olvidarlo? Mira, Bwana — dijo Simba a la vez que se sacaba de detrás de su espalda un paquete bien envuelto y atado con metros y metros de piola a la manera de los hindúes. Del paquete sacó dos largos trozos de tela de algodón, como los que usan de vestido las mujeres africanas.
— Voy a regalárselos a Perisi. Le di las gracias con mi boca, cuando me fui, pero ahora, claro, quiero agradecerle con mis regalos. Pues estos días he ganado mucho dinero.
— ¡Jeh!, ¿de qué trabajas? — preguntó Daudi.
— ¡Kah! ¡Vaya con el trabajo que tengo! ¡Y a qué Bwana estoy sirviendo! ¡Aaaahh!
Simba sacudió la cabeza y giro los ojos en una manera muy divertida y entonces, tan misteriosamente como había hecho aparecer el paquete, hizo aparecer una valija de lona fuerte, que se veía bastante sucia. Le quitó la piola en que estaba envuelta, y dejó caer en el suelo un montón de monedas africanas.
— Kah, eres mugoli (rico) — dije al verlas caer al suelo.
Simba se rió muy alegre.
— Jih, Bwana, soy mumoti (feliz).
— Jongo, ¿acaso el dinero trae la felicidad?
Volvió a reírse.
— Jih, Bwana, estas monedas tampoco son mías del todo.
— ¿Cómo? ¿De quién son?
— Bwana –dijo hablando con más tranquilidad — , éstas son las monedas de Dios.
— ¿Oh? — exclamé con un gesto de interrogación.
Simba siguió explicando.
— Bwana, cuando yo estaba en cama, un día viniste y me leíste de la Palabra de Dios. Eran las palabras del profeta que escribió al final del Antiguo Testamento.
— Kah, me acuerdo de eso, Bwana — dijo Daudi — ¿No fue el día que los muchachos nos robaron los mangos del árbol y, bueno, comieron tantos que se enfermaron y tuvieron que venir al hospital, muy enfermos? Todos pensamos que era muy gracioso.
— Sí y empezamos a hablar de qué es robar — dijo Simba interrumpiendo — , y entonces, Bwana, hablamos de la gente que roba a Dios. Yo me pregunté cómo era eso y tú me leíste aquellas palabras: “¿Robará el hombre a Dios? Sin embargo vosotros me habéis robado. Pero vosotros decís: ‘¿En qué te hemos robado?’ En los diezmos y en las ofrendas”. Jah, Bwana, entonces te preguntamos qué eran los diezmos y las ofrendas y nos explicaste que en los días en que se escribieron aquellas palabras la costumbre era que la gente diera a Dios un recipiente de su cosecha de cada diez que recogía y un ternero de cada diez que nacían en su rebaño; tú nos explicaste que cuando la gratitud no pasaba de las palabras, eso era robar a Dios.
Recordaba bien aquel episodio. Asentí con la cabeza y Simba continuó.
— Entonces, Bwana, leíste: “Traed todos los diezmos al alfolí y probadme en esto, dice el Señor, si no abriré para vosotros las ventanas de los cielos y derramaré sobre vosotros bendición, que ya no haya donde recibirla”. Kah, Bwana, me escribieron esas palabras en un papel y yo las repetí muchas veces, hasta que me quedaron aquí — Se dio una palmada en la parte trasera de la cabeza — . Mira, he guardado aquí una moneda de cada diez que he ganado con mi trabajo y al ir juntándolas, y he sentido una alegría muy grande al guardarlas para Dios. Porque, ¿acaso no me salvó Dios la vida aquí? Entonces, ¿cómo no he de dar yo para salvar a otro del dolor y quizá de la muerte?
Daudi había arreglado las monedas en pilas ordenadas. Eran cincuenta y dos chelines.
— Bwana, aquí hay dinero suficiente para salvar cinco vidas y un poco más.
— Yah, Bwana, eso es lindo — dijo Simba — . Es más alegre que comprar muchas cosas para comer y usar. Kah, ¡y qué divertido ha sido ganarlo! Déjame que te cuente la historia.
En ese momento una enfermera africana entró corriendo.
— Bwana, uze mbera, mwana yunji (otro bebé) — exclamó.
Mientras atravesaba la puerta dije:
— Simba, voy a usar los dos chelines de tus cincuenta y dos para que este infante pueda nacer con felicidad y para cuidar luego de la mamá, y si es un niño varón le voy a poner tu nombre: Simba.
Una hora después volví al dispensario.
— ¿Sabes? Nació aquel pequeño y se llama Simbambili, o sea, “león el segundo”.
Simba estaba observando como Daudi contaba centenares de píldoras.
— Bwana, Jih, estoy contento — dijo.
Estaba apoyado en un palo de cerca de dos metros con una horqueta en un extremo. La dirigió hacia mí.
— Fíjate, éste es mi home lya nzoka.
— ¿Qué? — Fruncí la frente tratando de traducir eso — ¿Tu palo de serpientes?
Simba agitó vigorosamente la cabeza.
— Yah, Bwana, en estos días he estado trabajando para un muzungu (europeo) que caza serpientes. ¿No soy yo su fundi (experto)? Puedo atrapar serpientes. Yah, Bwana, serpientes, chicas o grandes. Jih, deberías verme agarrándolas y metiéndolas en una valija o una caja. Jih, es un espectáculo que alegraría tus ojos.
— Jongo, no me gustan las serpientes, ni cortas ni largas — comenté.
— Kah, Bwana, las serpientes no son realmente malas si se las amansa — dijo Simba — . Jih, se transforman en bichos domésticos con mucha facilidad. Se las puede tener en la casa para matar a las ratas. De veras que son muy buenas para comerse las ratas.
— Yah, ¡prefiero tener ratas! — dijo Daudi.
— Pero, mi Bwana no quiere serpientes muertas — continuó Simba — quiere serpientes vivas.
— Cuéntanos más, dinos algo sobre la serpiente más grande que hayas agarrado — dije mientras me ocupe en mezclar un jarabe para la tos.
— Jongo, Bwana — dijo Simba sonriendo — , la serpiente más grande que agarramos fue una nzoke mbaha.
Daudi interpretó en voz baja:
— Una pitón, Bwana.
Simba asintió con la cabeza.
— Bwana, si quieres poder agarrar una de esas serpientes, necesitas cuatro hombres y salir temprano de mañana, en la hora más temprana del día, cuando está fresco. ¿Sabes? A esa hora las serpientes están adormecidas y no se mueven rápidamente.
— Yoh, decirlo es muy fácil, pero ¿y cuándo hay que cazarlas? — exclamó Daudi, levantando la mirada de su máquina de pesar.
Simba levantó el dedo.
— Escúchame, mezclador de medicinas. Fuimos a la selva hasta un lugar donde hay muchas rocas. Teníamos orden de ir muy silenciosos porque era un lugar de muchas serpientes. Entonces vimos una pitón enorme. El Bwana nos llamó a un lado y habló despacito en nuestros oídos. A mí me dijo: “Toma la serpiente por la cabeza y levántala”. Él iba a tomarle la cola y los otros, que no tenían tanta fuerza le tomarían el cuerpo, la levantarían del suelo y la tendrían apretada. Jih, y entonces dijo que la llevaríamos a un lugar abierto. La teníamos que poner en una bolsa muy grande. Mira, Bwana, nos arrastramos hasta la serpiente sin hacer ruido. De repente, el Bwana levantó la mano. Salté y agarré a esa serpiente muy cerca de la cabeza. Él la agarró por la cola. Yah, ¡cómo luchaba! Algunos de los hombres se cayeron por los golpes. El Bwana tuvo que pelear para mantener la cola levantada del suelo y así la metimos en la bolsa. Yoh, ¡qué trabajo! Simba sacudió su cabeza e hizo girar los ojos — . Nunca dejes ir muy pronto la cola de una serpiente. El Bwana la dejó escapar y, yah, ¡le dio mucho trabajo! Pero, ¿sabes Bwana? al fin la metimos en la bolsa. Jih, y esa serpiente ha ido a Ulya (Europa).
En ese momento apareció la cabeza de una enfermera por la puerta.
— Bwana — llamó jadeando.
— Sí, ya sé, otro bebé — dije yo — . Bien, ya voy.
— Bwana, tu trabajo es casi tan malo como agarrar serpientes — comentó Simba.
— Kah, si consigues tantas serpientes como nosotros bebés en el hospital, bueno, ¡tendrás ochocientas por año!
Dos días después me pusieron en la mano una carta escrita a la manera africana. Decía: “Se invita al Bwana a comer de la cabra que es obsequio de Simba, el cazador de serpientes”.
— ¿Cuándo será la comida? — pregunté.
— Bwana, será cuando el sol se hunda detrás del borde de las colinas — dijo Kefa extendiendo sus manos hacia adelante.
— Muy bien, iré — asentí.
A la caída del sol, me puse un par de pantalones largos y mis botas a prueba de mosquitos, que me llegan hasta las rodillas y fui caminando hasta el hospital. Allí había una animada escena alrededor de una gran fogata. El eje del carro había sido adaptado al extremo de un largo palo verde. Hacían girar cuidadosamente el cuerpo de una cabra. La luz del fuego dejaba ver muchas caras ansiosas. Allí estaban las enfermeras y algunas de las maestras de la escuela y entre ellas vi a Perisi. Usaba su tela nueva, la que le había regalado Simba. Me acerqué a ella.
— Mihanya (Buenas tardes).
— Misaa — contestó sonriendo.
— Perisi, ¿valió la pena hacer lo que hiciste por Simba?
— Bwana, nunca se usó mejor medio litro de sangre que aquel día. No sentí la pérdida entonces y no la siento ahora. Espero que al salvar su vida material haya aparecido una oportunidad para ayudarle a encontrar la vida eterna.
Simba estaba vigilando el asado, con una risa contagiosa.
— Jeh, Simba es un hombre divertido — sonrió Perisi — . ¡Debieras oír sus historias de cacerías de serpientes!
Estaban sacando la carne del fuego. La muchacha africana rió.
— Bwana, realmente esta noche es una noche de alegría — dijo — . ¿Has visto el regalo que me trajo?
— Sí. Simba cree que no basta decir gracias con palabras, sino que debe ponerlas en un paquete.
Daudi y Simba esperaban para saludarme. El último traía un banquito de tres patas. Lo ubicó frente a mí y trajo un plato de arroz enorme. Daudi había comenzado ya a trabajar en el asado, cortando trozos para los comensales.
— Antes de que comamos — dije — , aquí a la luz del fuego, vamos a dar gracias a Dios. Simba ¿tienes cosas por las que quieres agradecer?
— Bwana, yo no sólo doy gracias a Dios por la comida que vamos a comer; también le doy gracias por mi vida, que fue salvada en este hospital. Le doy gracias no solo por la vida que se irá cuando este cuerpo se deshaga pero también por la vida que seguirá y seguirá. Sunga ku myakane cibilita (Mientras los años sigan y sigan, sin fin).
Silenciosamente, inclinamos nuestras cabezas y agradecimos a Dios. Luego nos concentramos en la tarea de comer. Durante un rato, todos estábamos demasiado ocupados para hablar, pero aquí y allá aparecían bromas, y todos se rieron cuando la enfermera más rolliza, tratando de tomar un trozo más grande que los que le tocaba, se quemó los dedos con grasa caliente, pero por suerte no demasiado.
— Bwana, nos gustaría que Simba nos contara cómo agarrar la nzoka zono zikufunya (serpiente que escupe) — dijo Daudi.
— ¿La cobra? — pregunté en inglés. Daudi asintió.
Hablando en chigogo, dije a Simba:
— Cuéntanos, ¿cómo agarras la serpiente que escupe?
Echaron un poco de leña al fuego y a la luz de las llamas, Simba se paró y contó la historia.
— Bwana, aquí tengo otra vez mi palo de serpiente — dijo mostrando su palo con el extremo bifurcado — . Cuando ves la serpiente, le pones la horqueta en el cuello.
— Kumbe, ¿y la serpiente no hace más que esperar que lo hagas? — pregunté yo.
Simba mostró su incredulidad ante mi pregunta.
— Eh, Bwana, lleva mucho tiempo y somos tres los que la estamos cazando, y cuando le hemos puesto el palo en el cuello, ¡se sacude mucho! Le apretamos el cuello contra el suelo y el bwana grita: “¡No maten la serpiente! ¡No maten la serpiente! Pole, pole! (Con cuidado)”. Entonces se acerca con un lazo de una cuerda muy resistente. Le echa alrededor del cuello de la nzoka y la aprieta muy lentamente. Kah, Bwana, entonces agarra a la serpiente por detrás de la cabeza y uno saca el lazo.
— Kah, ¿pero la serpiente no pelea?
— Jih, Bwana, ¡vaya si no pelea! — dijo Simba, levantando sus cejas hasta tocar su pelo — . Hay que tenerla por el cuello con una mano y por el medio del cuerpo con otra, y sólo entonces, Bwana, uno tiene bien segura a la serpiente.
De repente, Simba me miró.
— Bwana, ahora cuéntanos tú alguna historia de serpientes.
Yo había estado esperando eso, de modo que dije:
— ¿Les gustaría oír la historia del encantador hindú y de la serpiente que agarró cuando ésta era chiquita?
Un coro de afirmaciones en tres idiomas se hizo oír de los que estaban en cuclillas alrededor de la fogata.
— Bueno, se trataba de una de las grandes serpientes que no muerden, pero que tienen una gran fuerza en el cuerpo y que estrujan a una cabra entera y se la tragan.
— Kah, hemos agarrado muchas de esas — dijo Simba.
— Bueno, este encantador de serpientes agarró la suya cuando era chiquita. La enseñó y amansó y ella aprendió a enrollársele en la mano. Tocaba una música extraña con la flauta y entonces ella sacudía la cabeza de aquí para allá, manteniendo el ritmo de la música. La serpiente creció y entonces él le enseñó a enrollársele alrededor de todo el brazo y su cabeza se sacudía cuando sonaba la extraña música. Después, cuando se puso aún mayor, le enseñó a enrollársele en la pierna y también aprendió a tranquilizarse con la música de la flauta. Así llegó a ser una gran serpiente y aprendió a envolverle todo el cuerpo. Podía cubrirlo todo desde la cintura. Se sacudía de un lado a otro cuando sonaba la música. Era muy mansa y cuando creció del todo, cubría a todo el hindú y era necesario que otro le tocara la flauta, para que la serpiente se moviera de un lado a otro con la música. Vinieron muchos para verle hacer esa hazaña, y él cobraba para verlo a él y a su serpiente. Muchos le decían: “¡Kumbe, esto es maravilloso!” Y cuando el hombre oía, les decía: “No es maravilloso. Es mansa porque la he tenido desde chiquita. ¡Es mi juguete!” Y entonces el hindú, para que su show fuera más impresionante y ganar así más dinero, se acostumbró a hacer ruido y lanzar gritos cuando la serpiente lo envolvía, tal como si lo estuviera estrujando. Yah, ¡la gente gritaba también! Decían que era un gran actor. Le daban mucho dinero. Pero dentro de su corazón el hombre se reía y decía: “Bueno, yo crié a la serpiente, obedece la música de la flauta y cuando yo silbo suavemente, se desenrolla y vuelve a su canasta.”
Seguí con mi historia:
— Cierto día el hombre comenzó a tocar la flauta. La serpiente salió de su canasta. Se envolvió suavemente alrededor del hombre hasta que lo cubrió del todo y entonces él comenzó a gritar, y la gente aplaudió diciendo: “Jih, es un gran actor”. Pero el hombre siguió gritando, cada vez con más fuerza, y los espectadores tuvieron miedo, porque se dieron cuenta que la serpiente no hacia caso a la música de la flauta ni al silbido del hombre. El hombre que dijo que la serpiente era su juguete, que él había criado, estaba muerto por la fuerza de la serpiente que él creía que estaba amansada.
Se habían apagado las llamas de la fogata. Los africanos miraban las brasas que chisporroteaban.
— Piensen que el nombre de la serpiente era PECADO — dije — . Comenzó como algo muy chiquito, creció, era el juguete del hombre, lo había criado: eso creía él. Creyó que podía dominarla, pero  ...