Éxodo 30:17-21; 38:8; 40:30-32
La fuente era el segundo mueble en el atrio del tabernáculo. Estaba entre el altar del holocausto y el Lugar Santo. No se nos dice la forma ni el tamaño de este artículo; tampoco se nos dice cómo fue llevado por el desierto.
El silencio de las Escrituras sobre puntos como éstos es tan significante como divino: no hay descuido, ni olvido por parte del escritor; los demás muebles todos están descritos minuciosamente en cuanto a su largura y anchura, como también las varas y los anillos mediante los cuales fueron levantados de la tierra y llevados sobre los hombros de los levitas durante su marcha (véase Números 4). Pero en las instrucciones sobre la fuente no hay mandato tocante a varas y anillos. ¿Será error? De ninguna manera.
Tenía su base (o pie) de metal. En esto se difiere de los demás muebles. Las varas y los anillos mediante los cuales fueron levantados para ser llevados, parecen indicar que, aun cuando estaban sobre la tierra, no eran de ella, sino del cielo. Eran "figuras de las cosas celestiales," (Hebreos 9:23), la sustancia permanente de las cuales tienen, pues, su lugar en el Santuario celestial. La fuente, al tener un pie que la conectaba con la tierra, pero levantada sobre ella, puede mostrar que la línea de enseñanza espiritual en este aparato está relacionada con la vida terrenal y el andar de un pueblo cuyo nacimiento y ciudadanía son del cielo. El presente mundo es el sitio donde las manos y los pies de los redimidos de Dios requieren el uso de la fuente; está solamente aquí abajo, entre las suciedades y contaminaciones de la tierra, que su benéfico ministerio es necesario, porque una vez allí arriba, los pies de los santos no pueden mancharse. La plaza de oro, como vidrio transparente, donde se pararán, siempre reflejará la pureza de ellos. Correspondiendo con esto, tenemos en el libro del Apocalipsis—en sí un libro de señales y símbolos—referencia hecha a todos los muebles del tabernáculo; del templo y a excepción de la fuente de lavar y del mar de fundición. En contraste notable, vemos allí un mar de cristal reflejando la inmaculada hermosura de los redimidos. La última mácula de sus pies ha sido lavada: las arenas del desierto no ensucian más; los santos son glorificados a la imagen de su Señor, y la fuente y el mar de fundición ya no se necesitan más. ¡Gracias al Señor! ¡Cuán bendito futuro!
Hay que notar que la fuente fue hecha de los espejos de bronce de las mujeres de Israel (véase Éxodo 38:8). ¿Qué es lo que hace el espejo? Refleja a uno mismo; muestra las hermosuras o las desfiguraciones de la persona, pero no puede alterarlas. Revela la contaminación, pero no puede quitarla. La hermosura de la mujer es su marca de distinción; así naturalmente aprecia mucho su espejo, pues la revela a ella tal hermosura, mas para las mujeres de Israel no era cosa penosa—por amor de Jehová—entregar sus espejos, para que se hiciera una fuente para el tabernáculo. En este sentido representaba fruto precioso de gracia. ¿Habéis renunciado alguna vez algo para vuestro bendito Señor?
¿Se ha prendido de vuestro corazón la gracia de Dios de tal manera que habéis rendido a Cristo cosas que una vez amabais demasiado? Hay muchos que profesan admirar la "hermosura de Jehová, " y estimar aparentemente al "Varón de dolores" (Isaías 53:3) como el "todo hermoso," pero quienes se adornan conforme a las costumbres y pompa de este mundo. Anhelan ser muy conceptuados por el mundo que echó fuera a su Señor. Los tales no han visto el "presente siglo malo" en su verdadero aspecto y el "fin de toda carne" según Dios los ve. Se miran en sus propios espejos, y piensan y hablan bien de sí mismos. Pero los pensamientos de los hombres no son los de Dios, de modo que tenemos que abandonar todas nuestras ideas y fantasías y someternos incondicionalmente al Señor y su Palabra. El momento en que lo hacemos, por la gracia aprendemos como Dios en Su gracia ha provisto lo que nos limpia de contaminación espiritual.
La fuente estaba llena de agua, y allí los sacerdotes lavaban las manos y los pies cuando entraban en el Lugar Santo para adorar, y cuando salían al altar para servir. La negligencia en esto traía la muerte. No se observaba ningún culto frente a este vaso—allí no se derramaba ninguna sangre—y sin embargo la adoración y el servicio eran imposibles sin el uso de la fuente. Era obligatorio que los sacerdotes se mantuvieran en limpieza para que sirvieran a Dios aceptablemente.
Hemos visto, pues, en el altar y sus sacrificios la obra de Cristo hecha por nosotros, y nuestra aceptación delante de Dios según el valor de esta obra. Todo está contado o imputado a nuestro favor en el momento en que creemos, y esto una vez para siempre. Se ve que el creyente es así considerado como "en Cristo," limpiado eternalmente, en virtud del sacrificio ofrecido una sola vez. No hay repetición de este acto; no hay una nueva aplicación de la sangre como a veces dicen algunos. Se le reputa el creyente como todo limpio y santificado una vez para siempre (véanse Juan 15:3 y Hebreos 10:10).
Pero la enseñanza de la fuente es enteramente distinta. ¿De qué habla entonces? Habla de una obra hecha en nosotros por la Palabra y el Espíritu de Dios. "Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado" (Juan 15:3).
Querido lector, si tú eres creyente, tú necesitas de esta limpieza en la fuente continuamente. Algunos piensan y hablan como si no fuese así, pero volvemos a repetir que no hay ningún estado ni experiencia aquí que permita a un santo prescindir de esta limpieza de la fuente.
Hay dos distintos lavamientos del sacerdocio.
(1) Los sacerdotes en el día de su consagración fueron traídos a la puerta del tabernáculo y completamente lavados con agua por Moisés (véanse Éxodo 29:4; Levítico 8:6). Este fue el primer acto de su consagración. Ninguna vestidura santa ni ningún aceite de unción fue puesto sobre ellos hasta que hubiesen sido lavados, y antes de eso no les fue permitido entrar en el Lugar Santo para adorar a Dios. Este lavamiento les fue efectuado por otra persona; ellos no intervinieron en él para nada, y además nunca fue repetido. Esto está de acuerdo con "el lavacro de la regeneración" (Tito 3:5). La palabra "lavamiento" en Éxodo 29:4 significa "lavarlo todo" (el cuerpo) y es una palabra distinta o más bien diferente de la que se usa con referencia a la fuente (Éxodo 30:18). Es un lavamiento que debe efectuarse antes de que se pueda entrar en el lugar de la adoración y servicio, y una vez hecho, el sacerdote ya goza de la eficacia permanente del mismo.
Así es con el segundo nacimiento. Nadie puede adorar a Dios que no haya experimentado el renacimiento. "Os es necesario nacer otra vez" (Juan 3:7). No es posible tener comunión con Dios aparte de esto. El hombre en su estado natural no puede apreciar nada de lo que es de Dios, tampoco hacer nada que le agrada. Mientras no haya nacido de lo alto, su lugar está fuera del círculo de la familia de Dios, fuera del círculo de la adoración y el servicio del sacerdocio celestial. No puede atreverse a cruzar el umbral del Lugar Santo hasta que por el acto soberano de la gracia de Dios, se le pronuncie "todo limpio," con el corazón purificado de mala conciencia y lavado el cuerpo con agua limpia (véase Hebreos 10:22).
Aquí, al pasar, queremos pedirte que hagas una pausa y consideres si este lavamiento se ha efectuado en el alma tuya. ¿Ha habido un momento en tu historia en que has descubierto que has sido desnudado de toda tu justicia imaginada? ¿Has sido como "Josué, el gran sacerdote" (Zacarías 3:1-4), desvestido de las vestimentas viles de tu propia justicia, y vestido de "vestidos de honra y hermosura," provistos por Dios? ¿Has sido verdaderamente traído a Dios, convertido, habiendo nacido otra vez? Sea la que fuere tu posición en la iglesia profesante en la tierra, déjanos asegurarte solemnemente que aparte del nuevo nacimiento, no encontrarás lugar en el reino de Dios. Nicodemo fue llevado hasta la puerta de ese reino por el Hijo de Dios, quien le dijo que, si no "naciere otra vez," no podría ni "ver" ni "entrar" en el reino. Sus palabras quedan inalterables para siempre.
(2) La fuente—hay que notar—estaba colocada entre el altar y la puerta del tabernáculo, y a los sacerdotes les fue mandado lavar las manos y los pies allí. Era fácil que las manos y los pies, después de ser limpiados, se ensuciaran. Las manos continuamente trabajando en el servicio de Dios en el altar, y los pies siempre andando por la arena del desierto, necesitarían ser lavados continuamente, y para esto les fue dada el agua de la fuente, figura pues, de la Palabra de Dios, como hemos dicho. A ningún sacerdote inmundo le estaba permitido ministrar al Señor, so pena de muerte, porque "la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre" (Salmo 93:5).
Esta es una verdad muy solemne, porque nos habla de la condición de alma necesaria para los que adoran y sirven al Dios vivo. Uno podía ser sacerdote y, sin embargo, por causa de la inmundicia sobre él, incapacitarse para ejercer las funciones de su oficio sacerdotal. Igualmente, no puede uno que es verdaderamente hijo de Dios vivir en descuido habitual de la Palabra de Dios, o en pecado no juzgado y no confesado, y tener comunión presente con Dios, ni aptitud para servirle, mucho menos adorarle.
El derecho de entrada del sacerdote era la sangre del sacrificio, pero la condición necesaria para el uso de ese derecho era que las manos y los pies hubiesen sido limpiados con agua. Esto nos habla del derecho y de la condición que se precisa para disfrutar de comunión con Dios. Debe haber un andar en la luz, y una limpieza continua de nuestras obras y caminos. ¿Cómo? Por la Palabra de Dios, si queremos andar con Él. La Palabra de Dios es el medio por el cual el Señor conserva a su pueblo limpio, y en condición de poder tener comunión con Él. "¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra" (Salmo 119:9). Descuidarlo es frustrar los propósitos del Señor referente a nuestra santificación y purificación como el pueblo de Dios. En Juan capítulo 13 vemos al Señor como siervo ceñido, lavando los pies de sus discípulos—limpiando de ellos lo que les hubiera impedido tener parte con Él. Él dice, —"Si no te lavare, no tendrás parte conmigo" (v. 8). ¡Dios quiera que entendamos mejor la enseñanza de la fuente!