En nuestras notas sobre Levítico, hemos notado que este es el gran libro de los sacrificios del Antiguo Testamento y puede ser leído con mucho provecho con la Epístola a los Hebreos, su contraparte en el Nuevo Testamento. En la primera parte de Levítico, se nos presentan CINCO distintas ofrendas: el holocausto, la oblación de presente, el sacrificio de paces, la expiación de pecado, y la expiación de la culpa. Vistas juntas, nos presentan en figura la una sola y perfecta ofrenda de Cristo; vistas separadamente, presentan cinco diferentes aspectos de una ofrenda como la que satisface las varias necesidades del pueblo de Dios, en su acceso a Él, su comunión y su adoración.
Se debe notar que este libro fue dado a los israelitas después de su salida de Egipto. Como pueblo apartado a Dios, tenían que ser llevados al desierto para que estuvieran solos con Él, y así para que pudieran ser instruidos en las cosas tocante a la adoración y su servicio. Fue allí en un desierto horrible y yermo donde la tienda mística tenía que ser erigida, y llenada de gloria. Fue allí también donde su pueblo terrenal tenía que aprender sus propias imperfecciones y faltas, y ver, a la vez, las provisiones divinas por las tales demostradas en los sacrificios y el sacerdocio. Les faltaban todo esto como pueblo recién libertado de Egipto.
Consideremos ahora las ofrendas que tienen instrucción espiritual para el creyente.
Las ofrendas se dividen en dos clases que son las ofrendas de olor suave, y las ofrendas por el pecado.
El holocausto, la oblación de presente, y el sacrificio de paces son de la primera clase; la expiación del pecado y la expiación de la culpa de la segunda.
El orden en que se nos dan en el libro de Levítico es, primero, el holocausto, y al fin, las ofrendas de expiación. Ahora esto es de suma importancia, por cuanto que Dios empieza a demostrar su satisfacción absoluta con el sacrificio de su Hijo amado (Cristo) y después nos muestra lo que satisface nuestras necesidades. Pero el orden en que fueron ofrecidos era a la inversa de esto, como, por ejemplo, en la purificación del leproso (véase Levítico 14:12-20), y en la consagración del sacerdocio, (véase Levítico 8:14-23), ¿por qué? Porque esta es la manera en que comprendemos las variadas riquezas del solo sacrificio de Jesucristo. Como uno ha dicho: "No puede haber comunión ni devoción en nosotros hasta que el pecado haya sido eliminado y la conciencia esté tranquila." ¡Que comprendamos, pues, las riquezas y suficiencia del Sacrificio perfecto! Entonces, le conocemos primeramente como Aquel que "murió por nosotros," "por nuestros pecados,"—como ofrenda de expiación; después como el que se dio a sí mismo enteramente a Dios —como el holocausto.
Hemos dicho que las ofrendas se dividen en dos clases: las ofrendas de olor suave y las de expiación.
La expiación del pecado y de la culpa pertenecen a esta última clase. Las características que distinguían esas ofrendas es que se ofrecían por pecados cometidos por ignorancia o a sabiendas (véase Levítico 4:2 y 5:4), y que no fueron quemadas sobre el altar en el atrio, sino sacadas fuera del real y quemadas en el fuego consumidor como malditas de Dios (véase Levítico 4:12). La víctima fue cargada con el pecado del israelita, y su vida fue tomada en lugar de la de éste. Así las dos ofrendas señalan a Jesús como el que llevó el pecado y la maldición y se nos presentan en figura su muerte como la que satisface las demandas de la justicia divina a favor del pecador.
Cristo es el que fue hecho "pecado por nosotros" (2ª Corintios 5:21), y el que "padeció por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1ª Pedro 3:18). Por una sola ofrenda perfecta, los pecados de todos los que creen son de una vez y para siempre deshechos, para no ser recordados más. En virtud de la muerte de Cristo y por una fe sencilla en su sangre preciosa, Dios declara: "Es quitado tu culpa, y limpio tu pecado" (Isaías 6:7); "nunca más me acordaré de sus pecados e iniquidades" (Hebreos 10:17). "Bienaventurado aquel cuyas iniquidades son perdonadas, y borrados sus pecados" (Salmo 32:1).
(1) La expiación de la culpa
Levítico 5:1-9; 6:1-7; 7:1-10
Esta ley disponía las condiciones para expiar los pecados cometidos a sabiendas (véase Levítico 6:1-7), es decir, por ciertos malos hechos contra Dios y el hombre. Cuando el Espíritu de Dios empieza a obrar en el corazón del pecador, él recuerda los pecados de su vida pasada; se da cuenta, pues, que Dios no puede tolerarlos. Entiende también que Dios, tres veces santo, demanda el castigo de ellos, y tiembla cuando contempla su encuentro con Él. ¡Qué benditas son las noticias que Jesús es el Sacrificio eficaz para expiar nuestra culpa! "Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz sobre Él; y por su llaga fuimos nosotros curados" (Isaías 53:5). ¡Cuán dulce fue el momento cuando, por fe, vimos al Cordero de Dios, y entendimos que "todos los pecados" (Colosenses 2:13) nos fueron perdonados!
Jesús tomó las culpas nuestras, todas,
Cordero Él santo y celestial de Dios;
Con su preciosa sangre ya borrólas:
No queda ni una sola mancha atroz.
Jesús, que nunca "conoció pecado,"
"Pecado fue hecho" por el santo Dios,
Y "en Él de Dios justicia hechos" somos,
" ¡Condena no hay!" clamamos a una voz.
Desde el día en que nos convertimos ¡tantas veces nuestras almas se han precisado de Jesús como nuestra "expiación de la culpa"! (según el significado espiritual de ella). Una vez tras otra nos hemos descarriado del lado del Señor, y eso deliberadamente y a sabiendas. ¿Dónde estaríamos si no fuera por la permanente eficacia de la gran expiación por la culpa, que, bendito sea Dios, nunca perderá su poder hasta el día en que todos los redimidos estén a salvo en la gloria, para nunca más pecar!
A medida que el joven creyente siga andando en los caminos del Señor, y la luz de la verdad de Dios va alumbrando su ser interior, él empieza a aprender que no solamente ha cometido hechos malos, sino que tiene también dentro de sí un corazón malo y rebelde, una naturaleza corrupta y pecaminosa, enteramente opuesta a Dios. Se halla que, en ignorancia, tanto como a sabiendas, ha seguido en rebelión contra el Señor. Gracias a la luz de la verdad, él ha llegado a percibir cosas que al principio no le parecían pecaminosas, tales como son—malas—y por eso gime a causa de los años en que se entregó ignorantemente a ellas. La provisión de la gracia de Dios para esto es
(2) La expiación del pecado
Levítico 4; 6:24-30
No era solamente el pecado como nosotros lo conocíamos, ni el pecado del cual éramos conscientemente y por confesión propia culpables, el que fue cargado sobre el Cordero de Dios, en el día en que su vida fue dada en expiación por el pecado, sino EL PECADO tal como lo midió el Santo Juez; EL PECADO tal como era conocido por Aquel contra quien había sido cometido.
A veces se oyen palabras como éstas: "Eché yo mis pecados sobre Jesús." No son palabras según la sana doctrina con respecto al pecado. Nuestro sentido del pecado puede ser grande o pequeño, según el grado de nuestra luz, y la sensibilidad de nuestras conciencias, pero, bendito sea el Dios que nos amó, el hecho es que Él cargó todos nuestros pecados sobre Cristo, la gran Expiación del Pecado y los borró para siempre. Más aun, condenó el pecado, y puso al hombre a un lado, cancelando para siempre en la cruz su cuenta como hijo de Adán. ¡Cuán bendito es para el alma asirse de esta verdad preciosa!: que Dios ha resuelto para siempre en la cruz toda cuestión relacionada con el pecado, y que la eficacia permanente de la sangre sigue siendo delante de Dios la cosa más preciosa para siempre.
¿Da esto licencia al creyente para pecar? ¡En ninguna manera! ¿Implica esto que no debe fijarse en los pecados cometidos después de su conversión? Por seguro que no (véase Romanos cap. 6). Como un hijo de Dios, su confesión, y el perdón del Padre, son necesidades diarias. Si él sigue con pecado no confesado, la mano fiel de su Padre usará la vara. Pero su cuenta, como hombre en la carne, como hijo de Adán, un pecador, quedó totalmente finiquitada y saldada en la muerte de Cristo. A medida que crezcamos en el conocimiento de lo que somos y de lo que hemos hecho (podía haber sido en ignorancia), seremos impulsados a buscar el descanso no interrumpido de nuestras almas en la perfección de la gran Expiación del Pecado.
Muchas personas se inclinan a pensar y hablar ligeramente de los pecados cometidos en ignorancia, y los tienen en poco; pero denunciamos que tales pensamientos no son de Dios. "Si una persona pecare...aun sin hacerlo a sabiendas, ES CULPABLE" (Levítico 5:17), es el veredicto del cielo en cuanto a los pecados de ignorancia. Hay la ignorancia, pero hay también la práctica del pecado a sabiendas. Una persona recién nacida de Dios pueda pecar, no conociendo todavía su voluntad; pero otra persona que ya es responsable para conocer su voluntad, y peca, está pecando a sabiendas, y el resultado de continuar en tal camino de rebelión contra la luz, y de jugar livianamente con la Palabra de Dios, será que la conciencia se vuelve tan cauterizada, y el corazón tan duro, que los pecados más nefandos se cometen.
Hay personas que tienen las mentes tan cegadas que siembran errores fatales, creyendo que están haciendo la voluntad de Dios. Ellos conducen a los hombres al infierno, con la creencia que están sirviendo a Dios, y que, con sus obras, (verdaderamente nefandas en los ojos de Dios), van a ganar el cielo. Saulo de Tarso, como inconverso, mientras perseguía a los santos, creía que estaba sirviendo a Dios (véase Juan 16:2), pero nos dice que lo hizo "con ignorancia en incredulidad" (1ª Timoteo 1:13). Pero esto no se limita a los pecadores inconversos; muchos son los que profesan ser hijos de Dios, pero son judicialmente cegados. Han tratado la verdad con liviandad, y la luz que una vez recibieron, pero no obedecieron, ha sido arrebatada de sus mentes. Los mandatos y preceptos que por largo tiempo desatendían, han cesado de ejercitar sus conciencias. Constantemente se oye decir: "Podemos hacer tal y tal cosa con buena conciencia"; pero, querido lector, le diremos con amor, que su conciencia no es la pauta, sino: "¿qué dice el Señor?" Una conciencia que no está guiada por la Palabra de Dios es un instrumento terrible en las manos del diablo. La Biblia es una revelación completa de la voluntad de Dios, de modo que somos responsables de conocer la voluntad divina y hacerla.
El sacrificio para la expiación del pecado tenía que ser "sin mancha." Jesús era el "Cordero sin mancha y sin contaminación" (1ª Pedro 1:19). No hubo pecado en Él (véase 1ª Juan 3:5). "No conoció pecado" (2ª Corintios 5:20). "No hizo pecado" (1ª Pedro 2:22). La expiación era "santísima" (Levítico 6:25). Fue presentada delante de Jehová, y el israelita se identificaba con ella; "reclinaba" (como la palabra significa) la mano sobre su cabeza, como si hubiese dicho: "Ofrezco esta inmaculada víctima como mi sustituto; me apoyo del todo sobre su mérito." Los pecados del israelita fueron cargados sobre la víctima, y ella fue matada delante de Jehová. Nada menos que la muerte podía satisfacer las demandas del altar; pero cuando la sangre fue derramada al pie del mismo, todas sus demandas fueron satisfechas. "La paga del pecado es muerte" (Romanos 6:23), y Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras" (1ª Corintios 15:3). Esta es la primera nota del evangelio de Dios. Pecador, ¿has creído el mensaje? Creer es ser perdonado; recibir el testimonio de Dios es ser salvado eternalmente. Cuando, por la fe, pongo mi mano culpable sobre la inmaculada cabeza de Aquel que fue sacrificado, y digo de corazón, "Se dio a sí mismo por mí," me quedo exonerado delante del tribunal del cielo—justificado por su sangre.
El sebo fue quemado sobre el altar.
Esta era exclusivamente la porción de Jehová. Las excelencias de Jesús fueron plenamente apreciadas por su Dios cuando Él, como nuestro sustituto, llevó el pecado. Personalmente Cristo siempre agradó a su Padre (Mateo 17:5, Juan 8:29), y en ningún tiempo fue Cristo más agradable a su Padre que cuando se ofreció a sí mismo como sacrificio en "olor suave" (Efesios 5:2).
La víctima fue llevada fuera del real y quemada.
Jesús fue rechazado, y fue desamparado por su Dios cuando nuestros pecados fueron cargados sobre Él. Fue entonces que aquel grito terrible brotó de sus labios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46). Fue allí, pues, que la llama consumidora devoró la expiación. Para el creyente se ha apagado para siempre. El juicio del creyente se pasó, y "ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús" (Romanos 8:1).
Aconsejamos a los creyentes dudosos que acojan al altar del Señor Jesús, y descansen sobre Él. ¡Que vean "la sangre"—descansando absolutamente, por fe, en la obra redentora de Cristo consumada en la cruz! Basta. La justicia de Dios no demanda más, porque sus justas demandas son satisfechas. Aquel montón de cenizas esparcidas fuera del real por los vientos del cielo es señal y evidencia de la ira aplicada y del pecado deshecho. Nuestros pecados se han ido—se han ido para no volver más—y "cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones" (Salmo 103:12). Ahora, "Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?" (Romanos 8:33-34).
(3) El holocausto
Levítico 1; 6:9-13
A veces se llama la "ofrenda ascendiente," porque la palabra hebrea traducida "holocausto" es "holah," y significa "lo que asciende." Era la porción de Jehová; fue quemada enteramente sobre el altar; ascendía todo a Jehová en olor suave, dándole satisfacción y placer, pues representaba al sacrificio de Cristo (véase Salmo 40:6-8).
El carácter distintivo del holocausto es que era todo para Dios. Quiere decir, que el israelita le presentaba algo que agradase al corazón de Jehová, en lo cual hallaba Él placer. Cuando se aproximaba el israelita a Jehová, él traía su sacrificio en expiación del pecado, y el lenguaje de su corazón era: "Yo he pecado contra Dios; he cometido lo que Él me mandó no hacer." Venía a Dios como el Juez del pecado, trayendo una ofrenda para aplacar su ira. Tenía que ser una ofrenda para su aceptación (véase Levítico 1:4).
El holocausto, pues, nos presenta en figura la devoción tan aceptable y sin reserva del bendito Salvador; su rendición absoluta y perfecta a Dios, no solamente en su vida, sino también en su muerte, como dice en Hebreos 9:14: "Se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios:" y en Efesios 5:2: "Se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave." Todo era para Dios, y "por nosotros," en cuanto a nuestra aceptación delante de Él. En el acto de poner la mano del israelita sobre la cabeza de la víctima, se quedaba perfectamente identificado con y aceptado en su ofrenda. Todo el valor de ella se hizo suyo en el momento de poner la mano sobre la cabeza de la víctima. Y, desde aquel momento, ya no se trataba de lo que era él sino de lo que era su ofrenda.
¡Cuán precioso es para el alma asirse de todo esto! Para el creyente en Cristo, ya no es: "Tal como yo soy," sino "Tal como TÚ eres." Su propia identidad como pecador se ha borrado; deja de ser contado como hijo de Adán delante de Dios; todo lo que es en sí mismo es borrado para siempre, y de aquí en adelante, y para siempre él está identificado con Cristo. Está delante de Dios "en Cristo," aceptado en su Representante. Querido lector, Dios quiera que entienda esto, porque es lo que disipa el miedo y los presentimientos tenebrosos que oprimen el alma.
Cuando entendemos esta verdad sublime, las dudas, y nubarrones huirán del alma como la neblina delante del sol naciente. Sabemos que todos tenemos tiempos de desaliento y miedo, que sentimos nuestra debilidad y estados de alma en los cuales aprendemos lecciones saludables y necesarias. Confesamos que somos infieles, que no amamos a nuestro Dios de todo nuestro corazón y alma y fuerza y mente, pero todo esto no altera en nada lo que Dios ha hecho por nosotros, dónde nos ha puesto, y su aceptación de nosotros en su Hijo amado, Cristo. Nuestra posición ante Dios es inalterable, inmutable; nuestra condición, variable, y hay mucha diferencia.
Esta es la lección del holocausto. El israelita venía, consciente de su propia indignidad, para ofrecer una víctima en su lugar. Esta fue inmolada delante del Señor—su vida quitada en vez de la del pecador. Luego fue desollada y dividida. Sus varias partes fueron expuestas a la luz; se comprobaba que era perfecta interior y exteriormente. Después fue toda levantada sobre el altar, y desde el enrejado de cobre donde estaba puesta, todo subía—en olor suave (o, "un olor de descanso")—a Jehová, y así el israelita era aceptado según el valor de la ofrenda. ¡Cuán precioso! Todo nos habla de Cristo Jesús. En el monte de Moriah mucho ha, Dios se había provisto "de Cordero para el holocausto" (Génesis 22:8). Lo encontró en su propio seno en el Amado de su corazón. ¡Cuán precioso a su Padre! Es algo que ningún corazón humano puede concebir, que ninguna lengua humana puede decir. Y es nuestro mayor gozo, que es el Padre que ha estimado todo el valor y ha apreciado todas las excelencias de su Hijo Amado. Esto lo vemos en figura en Levítico 9:24: "Salió fuego delante de Jehová, y consumió el holocausto y los sebos sobre el altar." Toda la ofrenda fue consumida. La cabeza y el sebo, los intestinos y las piernas fueron todos reducidos a cenizas. Jehová recibió todo; no quedó nada. Cuán cierto fue esto de Jesús, nuestro bendito Salvador. Sus pensamientos, sus energías escondidas, sus afectos y sus caminos fueron totalmente consagrados a Dios. Todo lo que hizo glorificaba a Dios. Puso a Jehová "siempre delante de sí," y lo que a su Padre agradó, hizo siempre (véase Juan 8:29). ¡Ojalá que los hombres que hablan o cantan livianamente de ser "enteramente consagrados a Dios" o de "tener su todo sobre el altar," vieran aquí lo que esto verdaderamente significa! El Padre dio testimonio tantísimas veces referente a su contentamiento en Él (véanse Mateo 3:16-17; 17:5, etc.).
Además, todo lo que Él era y todo lo que es, lo es por nosotros. Es el Representante de todo sus redimidos que son vistos en Él, adornados con su hermosura, "ACEPTOS en el Amado" (Efesios 1:6). "Aceptos" no en nuestra fidelidad, tampoco en nuestro amor, sino en "EL AMADO." Aceptos, según la medida de la delicia que tiene el Padre en Él. Esta es la inalienable posición de los santos de Dios. No hay ninguna "vida elevada" como ésta. Es la más alta y la mejor, y es la posición de todos los que creen en ÉL como Salvador personal. "Ciertamente soy pobre, negro, y vil," dijo una vez un esclavo negro, "pero en Cristo Jesús soy santo y puro, y hermoso, tan sólo PORQUE ESTOY EN ÉL."
(4) La oblación de presente o de harina
Levítico 2; 6:14-18
Esta nos muestra la perfección de la vida humana del Señor Jesús, terminando con la muerte; la perfección de su carácter como Hombre, manifestada en su vida aquí. Era un olor suave a Dios y era la comida del sacerdote.
Él era la "flor de harina": harina la más fina; no había ni aspereza ni desigualdad en ella. Es un emblema de la naturaleza humana del Señor. Como Hombre era perfecto; no había en Él ni una fibra siquiera de la naturaleza caída del hombre; no había nada que requiriese ser subyugado o reprimido. Nosotros sí, muchas veces necesitamos ser—por así decirlo—molidos, castigados, para hacernos sumisos a la voluntad de Dios. No era así con nuestro bendito Señor. Su delicia era hacer la voluntad de su Padre; la mansedumbre y la sumisión eran especialmente suyas, y lo que era, lo era siempre. Nosotros estamos sumisos un día, y quejosos al otro; a veces valerosos, otras tímidos; llenos de fervor y fríos alternativamente. Nuestro Señor siempre era el mismo. Su sumisión al Padre y su voluntad fueron tan manifiestas en el huerto como en el monte de gloria. Su suavidad de carácter no era más aparente que cuando, como el niñito, se acostó en los brazos de la madre y que cuando, como hombre, sus enemigos le rodearon en el pretorio.
Se nota que se derramaba aceite sobre la harina (véanse Levítico 2:1; Juan 1:32). El aceite es símbolo del Espíritu Santo (véanse 2ª Corintios 1:21-22; 1ª Juan 2:27).
Jesús fue ungido "de Espíritu Santo y de potencia" (Hechos 10:38). Todo lo que hizo era en el poder del Espíritu. Sus reprensiones y sus consolaciones, su servicio y sus sufrimientos, eran todos experimentados o soportados en el Espíritu de Dios. Vivía y andaba por el Espíritu eterno, y por Él "se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios" (Hebreos 9:14).
Se ponía incienso también sobre ella (véase Levítico 2:1). Este es figura de la pureza y la fragancia. Cuanto más estaba expuesto al fuego, tanto más aumentaba su fragancia. Sabemos que fue así con Jesús. Sus dolores y privaciones, y especialmente sus padecimientos en la cruz, derramaron la fragancia de su carácter y manifestaron su gloria moral.
"De ninguna cosa leuda...se ha de quemar ofrenda a Jehová" (v. 11). La levadura es lo que corrompe, y siempre es usada en las Escrituras como un símbolo de maldad. No hubo ningún principio de maldad en Jesús—tampoco vio corrupción su carne.
"Ni de ninguna miel" (v. 11). Si la levadura es un símbolo de la agrura y corrupción de la naturaleza del hombre, la miel es un símbolo de su dulzura. Es una de las cosas más dulces de la tierra, pero muy pronto se corrompe y se pone agria, es decir, si es miel adulterada. No aguanta el fuego. Pero en Jesús no había nada de eso. Su amor no era un mero afecto natural que fácilmente se enfría. Resistía la prueba porque era el amor divino. ¡Cuánto de lo que pasa por amor entre los santos, en la hora de prueba resulta ser miel fermentada! No es más que una dulzura natural, y cuando es contrariada o desdeñada en alguna forma, se convierte en acrimonia.
Las amistades y comuniones fundadas sobre esta clase efervescente de amor decaen y terminan. El amor que no infiere ninguna herida fiel no es el amor de Jesús. Pero el amor que se prende de su objeto, a través de honra o deshonra, reprendiéndolo y corrigiéndolo, mirando no por su propio placer sino por el provecho del amado, es amor como el de Cristo para con nosotros.
"Y sazonarás toda ofrenda de tu presente con sal" (Levítico 2:13). La SAL es preservativa en su naturaleza. "Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal" (Colosenses 4:6). Este elemento siempre se manifestaba en el Señor. "La sal de la alianza de su Dios" (v. 13) nunca faltaba en sus tratos con el hombre. Con amor fiel reprendió a Marta y a Pedro entre los suyos, y denunció la vana religión de los fariseos en la misma presencia de ellos. Era "lleno de gracia," pero ella nunca degeneraba en debilidad, ni sus reprensiones en rudeza.
(5) El sacrificio de paces
Levítico 3:1-17; 7:11-34
El carácter distintivo de esta ofrenda es que Jehová, el sacerdote y el israelita tenían todas sus respectivas porciones en ella. En esto difiere del holocausto, pues, Jehová sólo recibió su porción; todo era consumido sobre el altar. Pero con el sacrificio de paces Jehová estaba satisfecho, habiendo recibido su porción, y también ministraba algo a su pueblo. Es preeminentemente la ofrenda de comunión. La comunión con Dios y la comunión entre nosotros son representadas aquí. Comer de la misma mesa, compartir la misma porción, es la figura expresiva de comunión. ¡Cuán maravilloso es este privilegio! ¡oh!, que no olvidemos que "nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo" (1a Juan 1:3). Menos que esto no podía haber satisfecho el amor del Padre; más que esto Él no podía dar. Como al pródigo, nos ha dado la bienvenida a su corazón, y nos ha hecho sentar con Él a su mesa, y todo esto con justicia perfecta, y por consiguiente en paz perfecta. Quiera Dios que entendamos claramente la base de esta paz y comunión, y lo que se precisa para gozar de ellas. "Paz para con Dios" no es una experiencia inconstante y vacilante, que fluye de algún supuesto mejoramiento espiritual o santidad interior; más bien es una realidad incambiable, fruto de la obra consumada por Cristo en la cruz. Toda acusación que la ley y la justicia podían traer contra nosotros Él la reprimió, y toda virtud que nos faltaba, Él la proveyó cuando se ofreció a sí mismo a Dios por nosotros. Todo esto vemos en el sacrificio de paces. Nos habla de las perfecciones interiores del Señor Jesús, presentadas a Dios por nosotros. El sebo fue todo quemado sobre el altar. Era la porción de Jehová. Como todo el "incienso" de la oblación de presente era para Él, así también lo era el "sebo" del sacrificio de paces. Había excelencias escondidas e interiores del Señor Jesús que nadie en la tierra podía avalorar ni apreciar. La profundidad de la devoción y la fuerza del amor que moraba en su alma santa ninguno podía comprender sino solamente el Padre, porque "nadie conoció al Hijo, sino el Padre" (Mateo 11:27). Cuán bendito es saber que Él ha avalorado y apreciado plenamente sus excelencias, y que somos aceptos en todo el valor de ellas delante de Dios.
Los riñones fueron ofrecidos también. Son figura del índice de la condición interior. Se traduce a veces "entrañas." "Yo Jehová, que escudriño el corazón, que pruebo los riñones" (Jeremías 17:10). Sólo el Hijo de Dios podía decir: "Pruébame, oh Jehová, y sondéame: examina mis riñones, y mi corazón" (Salmo 26:2).
Cuando Cristo fue examinado y probado por los hondos sufrimientos de la cruz, fue hallado perfecto por dentro, así como por fuera. No así con nosotros. El hombre viejo sigue con nosotros, no se mejora, no se cambia, no se regenera. Su presencia en nosotros no juzgada, echa a perder y estorba nuestra paz y comunión con Dios, aun cuando este principio malo nunca lleva sus frutos en forma de pecado activo. La presencia de la maldad allí sería inaguantable al alma, conocido el carácter y la naturaleza de Dios, si no fuera por las virtudes del gran sacrificio de paces. Bendito sea Dios que por las riquezas de su gracia nos ha dado a entender que nosotros mismos, tan inútiles y pecaminosos, hemos sido muertos y enterrados fuera de su vista, y que el pecado que mora en nosotros está cubierto por la eficacia del sacrificio de Cristo. Sólo así podemos tener comunión con Dios en paz, a pesar de todo lo que sentimos y vemos en nosotros mismos. Andamos con Dios en la luz, no porque no hayamos pecado, ni porque no tengamos pecado en nosotros, sino porque "la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado" (1ª Juan 1:7). Nuestros pies descansan sobre el terreno de la redención; nuestra paz queda hecha eternalmente segura por la sangre de su cruz. La eficacia de aquella oblación permanece delante de Dios para siempre, y a favor nuestro. Dios queda eternalmente satisfecho con Cristo. Nosotros también. Esto es la verdadera comunión.
Una cosa más debemos notar: fue degollado delante de Jehová, la sangre fue rociada sobre el altar, y el sebo, y las entrañas fueron quemados como olor suave. La vida y las excelencias interiores eran la porción de Jehová; Él recibió su porción primero; luego el israelita y el sacerdote recibió cada uno su porción. Dios siendo satisfecho, una mesa fue puesta para el hombre, y provista de una parte del sacrificio ya presentado en el altar, que es el lugar de ofrenda hacia Dios, y la mesa es el lugar donde Dios ministra a su pueblo. Esa es la relación que existe entre la cruz y la cena del Señor, por cuanto que aparte de la cruz no podido haber existido una mesa. Es la recordación de lo que fue hecho en la cruz, y la expresión de la comunión del creyente. ¡Qué insulto atrevido es a Dios y a Cristo, su Hijo amado, erigir un altar en la que se llama la iglesia, con sus sacerdotes puestos por los hombres, en cuyo altar se ofrecen sacrificios por los vivos y los muertos! Es trastornar los mismos fundamentos de la fe, y es una negación completa de la obra de Cristo, consumada en la cruz del Calvario. En la mesa tenemos comunión con Dios en paz acerca de su Hijo amado, y tenemos comunión entre nosotros.
Sólo el Padre sabe estimar debidamente la devoción interior de su propio Amado, y, por gracia divina nosotros como sacerdotes podemos regocijarnos mientras nos alimentamos del "pecho de la ofrenda mecida," y de "la espadilla elevada,"—símbolos de su amor y poder. ¡Qué almohada tan suave es su seno para la cabeza cansada! ¡Qué fuerte es su poderoso hombro para el alma débil y desmayada!
En un día muy cercano, cuando estemos delante de su trono, perfectamente conformados a su imagen, borrada y olvidada la última marca de pecado y de humanidad caída, luego entenderemos plenamente cuán precioso es el valor del SACRIFICIO PERFECTO—EL GRAN SACRIFICIO DE LAS PACES.