— Ochenta y cinco gramos menos que la última vez.
Perisi levantó el bebé de la balanza y lo puso en los brazos de su madre africana. Al mismo tiempo, tomó un lápiz azul, trazó firmemente una línea descendente en la tabla de peso del infante y, mirando a la madre, que ya se lo había colocado en la espalda y lo estaba meciendo, le dijo:
— Jeh, recuerda, nada de cereales hasta que le salgan los dientes.
Una anciana se acercó protestó enojada:
— Jongo, ¿qué sabes de eso tú si no tienes hijos?
— Joh, ¿se necesita poner huevos para saber si están malos o buenos? — dijo Perisi sonriendo de oreja a oreja.
La anciana dejó escapar una cascada de palabras.
Las enfermeras africanas que estaban sentadas en la galería cerca de mí, remendando guantes de cirugía, se veían molestas.
La anciana se deslizó fuera, riéndose con una carcajada aguda.
Por unos momentos, hubo uno de esos silencios que casi se pueden sentir. Entonces una de las enfermeras dijo:
— Juh, esas son las palabras de mahala matitu (sabiduría negra); huh, es una cosa mala.
Perisi siguió sin preocuparse pesando bebés y marcando su peso en las tablas. Era martes en la tarde en nuestro hospital, día dedicado al cuidado de los bebés.
Habían venido madres en cantidades. Madres cuyos hijos habían nacido en la sala justo al otro lado del sendero de fangipanieros; madres que venían buscando consejos o medicinas; madres que eran atraídas por la amistad y camaradería y la influencia cristiana del Hospital de la Sociedad Misionera de la Iglesia Anglicana en Mvumi, en las llanuras centrales de Tanganica.
Continuó la rutina de pesar bebés, anotar tablas, distribuir medicamentos, dar instrucciones de cómo atender tal herida o cómo poner gotas en los ojos y oídos de los bebés. No menos de una docena de veces oí:
— No lo olvides: sólo leche hasta que salga el primer diente. Esa es la forma de conseguir que las marcas rojas vayan hacia arriba en su tabla y hacer que tu bebé sea más fuerte. Ese es el camino correcto.
Era ya tarde aquel día y hora de revisar a las mamás y los bebés.
— Fue un día tranquilo, Bwana — dijo Sechelela, la anciana jefa de enfermeras — : cuatro bebés normales. Pero luego, claro, sus madres vinieron al hospital por muchos meses para tomar nuestros medicamentos y todas saben la mejor manera de alimentar un bebé. Son nuestra gente.
— Bien sabes, Sech, que es mucho más fácil cuando la gente sigue el camino de la sabiduría.
— Jeh, pero si alguno viene y te dice: “Bañarte todos los días es malo para ti; usar zapatos en los pies no es la manera correcta de vivir”, ¿qué le dirías?
— Quizá, Sech, no estaría de acuerdo con ellos y les diría que esa es la manera en que yo vivo.
— Bueno, Bwana, ¿no te das cuenta de que eso es lo que dicen nuestras mujeres cuando vienen? Tú les dices: “Vengan y tomen el medicamento del hospital” pero nunca han tenido esa costumbre. Tú les dices: “Pon el bebé en un catre; no lo dejes en el suelo”, pero nunca lo han hecho antes. Tú dices: “No des cereales hasta que le salgan los dientes”, pero ellas contestan: “¿No hizo eso mi madre y mi abuela y la abuela de mi abuela? ¿Por qué voy a cambiar nuestras costumbres?” ¿Y sabes Bwana? Tú no oyes las historias que estas gentes cuentan de ti.
— Dime, Sech, ¿qué dicen? Quisiera saberlo.
— Bwana — dijo la anciana, enfatizando sus puntos golpeándome con su dedo en el hombro — , dicen que en el hospital rompemos las costumbres de la tribu. Cuentan historias de lo que tú haces, en tal forma que los oyentes tiemblan de miedo.
— Pero, Sech, pueden venir y ver lo que hacemos; todo está abierto.
— Si, Bwana, pero a pesar de eso, dicen cosas extrañas. Tú pones gotas en los ojos de los bebés y ¿qué es lo que dicen? Que tú sacas el ojo del bebé, lo estiras bien, lo retuerces y lo vuelves a poner.
— Jongo, Sech, ¡eso es absurdo! Es una tontería. Pero si es sólo un gotero para los ojos. ¡Sacar un ojo y retorcerlo! ¡Qué barbaridad!
La anciana sacudió la cabeza.
— Para ti y para mí sí, Bwana, pero ¿qué de esas viejas que se ganaban el dinero ayudando a las madres? Decir cosas así es una buena manera de mantener a la gente lejos del hospital.
— ¿Pero no hemos comenzado a descartar a esas mujeres y sus raras historias? Por cierto que cada mes son más las madres que vienen y parece interminable la cantidad de bebés que nace aquí.
Ella volvió a sacudir la cabeza.
— ¿No estamos preparando mujeres de la tribu como enfermeras? ¿No estamos ganándonos la confianza de la gente, y no están viendo que el nuevo camino es el mejor?
Desde la sala de guardia se oyó la música de un canto.
— Son las Buenas Nuevas, Sech, las que transforman. ¿Conoces esa música?
— Es “Dime la antigua historia de Cristo y de su amor” — dijo la anciana, moviendo la cabeza.
— Bueno, lo que tratamos aquí es de hacer lo primero y mostrar lo segundo.
— Bwana, todo va bien estos días aquí. Perisi trabaja con gran sabiduría. Pero no te olvides que dentro de tres cortos meses, ella ya habrá comenzado la nueva clínica en Makali.
— Lo sé. Simba, su esposo, me ha estado contando una larga historia sobre todas las penurias que él va a encontrar, pero creo que lo único que le pasa es que se siente solo sin Perisi.
Sechelela se rió.
— Es claro, ¿quién está allá para hacerle la comida mientras su esposa está aquí atendiendo bebés? — de repente, se puso seria — . Kah, Bwana, yo también tengo ese presentimiento de que algo va a pasar. Lo tuve antes de la hambruna y antes de que Bibi estuviera a punto de morir.
— Jongo, Sech anímate — dije, levantando mi gorro — , lo único que necesitas es un poco de quinina; andas con paludismo.
Sacudió la cabeza y sonrió amargamente: juntos fuimos a la sala.
Perisi estaba lista con el libro de temperaturas.
Me incliné sobre la primera cama y cuando dije: “¡Lusona!” (Felicitaciones), la cansada cara de la madre me devolvió la sonrisa.
— Lulo (gracias), Bwana — y agregó en voz quieta — , es mi séptimo hijo, Bwana, y es el primero que nace vivo.
— Cuatro kilos doscientos — dijo la enfermera africana como información — . Un varoncito con una voz tremenda.
— Es un gran pequeño. Te ayudaremos a que lo tengas bien — dije a la madre.
Ella sonrió a su hijito, que estaba en un colchoncito al pie de la cama.
Visité las otras dieciocho camas en la sala y los diez pacientes en la galería, revisando a los bebés, controlando temperaturas e intercambiando unas pocas palabras con la gente. Con nuestros cuidados, consejos sencillos y medicamentos modernos, podíamos salvar la vida de literalmente centenares de bebés.
Una mujer estaba hamacando a su hijito que llevaba en la espalda.
— Pues bien, Mamvula, no des cereales a tu hijo hasta el tiempo de la cosecha.
— ¿Yoh? — dijo la mujer, dándose vuelta.
— ¡Jiih! — dijo Perisi detrás de mí — . ¿Quién vio a una vaca alimentando a su ternero con cereales?
— ¿Acaso soy una vaca? — repuso la mujer indignada. Hubo una explosión de risas de las mujeres.
— No, pero por lo menos tengas la sabiduría de una — dijo Perisi.
Acercándose a otro grupo, mi compañera señaló:
— Lo que vale es la leche. En la leche hay vitaminas, los bichitos que traen fuerza y que no están en los cereales.
— ¡Yoh! — dijo una mujer — ¿es alguna clase de gusano?
— No, no es un dudu (insecto) — sonrió la joven africana — . Es fuerza. Un bebé lleno de leche es más fuerte que un bebé lleno de cereales. Fíjense — dijo, señalando con su mentón a una mujer casada que mecía a su hijito a la vista de los demás — , leche y no cereales. Miren ese nene — señaló con su mentón hacia una mujer que llevaba una criatura de seis meses, que estaba decaída y de muy pobre aspecto — ; ese niño ha sido alimentado con cereales desde su nacimiento.
En ese momento llegó una alumna de enfermería.
— Bwana, el bebé de Mamvula está muy enfermo.
Volví a la sala. El bebé tenía fuertes convulsiones. En mi mente sonó una alarma. Era el tipo de casos que, en mi país, hacen ir apresuradamente en busca de un especialista. Pero allí, en Tanganica, había un solo doctor y era especialista, constructor, comisión de transporte, correo, clínico, fuerza policial, plomero y cualquier otro trabajo que hubiera que hacer.
Hice un cuidadoso examen del niño y decidí que lo único que se podía hacer era esperar veinticuatro horas y vigilarlo de cerca. Al cabo de doce, estaba seguro de que tenía que realizar una operación seria, como nunca la había intentado en un bebé de tres días. Esta operación quirúrgica era de aquellas que resultan delicadas y peligrosas, cuando un descuido representa la muerte y un trabajo torpe puede resultar en una salud estropeada para toda la vida.
Después de veinticuatro horas, ya tenía la certeza de que, a menos que operara y que lo hiciera rápidamente, no habría esperanza. Me senté en mi escritorio, con mi manual de cirugía delante de mí, y tomé nota de la operación, punto por punto. Había cerrado el libro cuando oí una voz en la puerta.
— Jodi, ¿Bwana? — Era la madre, envuelta en una sábana — . Bwana, ¿tú puedes salvarlo? ¡Yoh! Mi corazón está pesado. ¡Cuánto he ansiado un niño vivo y ahora! ...
Puso la cabeza entre las manos y lloró. Esperé en silencio hasta que se tranquilizó. Entonces miró hacia el gran libro que yo había vuelto a abrir.
— Aquí tengo un libro que me dice cómo ayudar a tu hijo — dije — , cómo aliviarle de lo que le está matando. Mira — le indiqué una figura — es como si estuviera estrangulado por dentro.
La madre movió la cabeza reflexivamente.
Terminé con el manual de cirugía y saqué un pequeño libro de aspecto alegre, con una tapa roja. Era mi Biblia, usada y gastada.
— Mamvula, uso más este libro que el grande — le dije — . Me explica cómo librarme de los problemas de mi alma y mi espíritu. Es la Palabra de Dios y cuando se conoce al que la escribió, se comprende el significado de su mensaje para cada uno. Escucha — le mostré algunas palabras subrayadas — : “No temas porque yo soy contigo. No desmayes porque yo soy tu Dios. Siempre te sustentaré, siempre te ayudaré con la diestra de mi justicia”.
— Sí, Bwana dijo, moviendo la cabeza — cuando tu cuchillo y tus instrumentos de hierro pronto estén en tu mano, sabrás que no estás solo, sino que tendrás fuerza.
Nos arrodillamos y, con mucha sencillez, oré pidiendo a Dios que me diera fuerza y sabiduría para salvar la vida de aquel pedacito de humanidad africana.
Pues bien, el mediodía no es una hora ideal para operar en ninguna parte, pero bajo el sol quemante de Tanganica central, la sala era casi insoportable. La operación estaba ya a medio acabar y la etapa vital había sido alcanzada. Señalé una región espesa y dura.
— Aquí está el problema — señalé — . Y dirigiéndome a la enfermera australiana, dije:
— Enfermera, si corto medio milímetro de más, todo está acabado y si no corto a suficiente profundidad, la operación será tiempo perdido.
Tomé el bisturí. Hubo silencio. Dos minutos después, con un suspiro de alivio, miré el trabajo que sabía que iría bien.
Pero nuestros problemas no habían acabado. El muchacho africano que aplicaba la anestesia dijo:
— Bwana, no respira.
Colocando mi boca sobre la suya, con una gasa entre nuestros labios, soplé aire en sus pulmones. Creo que fue cosa de un minuto, pero pareció como una hora, antes de que el recién nacido tosiera y comenzara a respirar de nuevo. Rápidamente, cosí los puntos necesarios, y miré a Perisi llevar al bebé de vuelta a la sala. Muy tranquilamente dije:
— Gracias, Dios, que todo se ha acabado.
Realmente había puesto todo mi ser en la operación. Sabía que no había estado solo.
Daudi me hizo volver a la realidad cuando dijo:
— Bwana, tu costura es mucho mejor desde que comenzaste a remendar tus propias medias mientras escuchas las noticias de la B.B.C.
Me reí y poniéndome el gorro fui a la sala. Pero los problemas estaban esperando a pocos pasos. Poco después del atardecer, el infante quedó inconsciente. Había que hacerle una transfusión de sangre. Los detalles preliminares fueron preparados a una velocidad notable para el África, y a la luz del farol, observé la sangre de la madre que corría a las venas de su hijo. El pequeñito reaccionó casi enseguida.
Mamvula se inclinó sobre él.
— Bwana, daría mi vida por este niño.
— Sí, lo veo — dije, asintiendo con la cabeza y agregué, mientras cortaba un trozo de tela adhesiva — Mamvula, ¿te das cuenta de que Dios te ama de la misma manera? ¿Que él dio su vida y murió como un criminal para pagar el precio de tus males?
— Ahora lo entiendo, Bwana — dijo, moviendo también su cabeza. Extendió la mano y acarició el brazo del bebé — . Creo que lo entiendo más claramente que nunca, luego de lo de hoy.
Perisi me miró y sonrió.