El aire vespertino tenía una frescura muy poco africana. Sechelela que estaba a mi lado, me dijo:
— Bwana, detén el auto por un momento. Es una suerte que tengamos mantas atrás. Vaya, voy a envolverme en una — me miró — . Jeh, en estos días mucha de nuestra gente tiene problemas. Les viene tos y muchos de ellos tienen la enfermedad que apuñalea. Kumbe, estos son días cuando Dawa, el hechicero, aumenta el tamaño de su rebaño como resultado de la grasa de león con que frota el pecho de los que tienen la enfermedad que apuñalea.
— Jongo — dije desviando al auto para evitar un baobab — , es interesante cómo se puede sacar tanta grasa de león de una cabra enferma.
Sechelela se inclinó hacia adelante y me tocó el hombro, sonriendo.
— Kah, ésa no es manera de hablar de la medicina del hechicero. Tiene mucho poder en echar el mal de ojo.
— Jongo — dije, arqueando las cejas — , piénsalo: suaviza el pecho de un enfermo como el potaje de cereales conforta el estómago de un recién nacido.
Sechelela seguía charlando cuando enfilé el auto por el tramo de camino que Simba había construido por el lecho seco del río hasta su nueva casa. Deteniéndolo detrás de un espino, nos encontramos con un cartel escrito con tiza en la pared de barro, sobre la puerta, que decía “Nyumba ya afya ya wadodo” (casa de salud para bebés). Adentro, vi una casa modelo, un cacharro de barro cubierto con un trozo de mosquitero, el agua para el bebé, una cuna y las mil y unas cosas que los africanos deben hacer para el bienestar de un nene. Sobre la mesa, apoyada con tanques de petróleo, vi con claridad una tabla de peso de bebé y uno de aquellos intrigantes lápices, rojos en un extremo y azules en el otro. Perisi estaba en la puerta para saludarnos. Sobre su hombro se asomaba el bebé Yohanna, mirando como una personita bien feliz.
La joven madre le dio la mano a Sechelela y luego se dirigió a mí.
— Mbukwa, Bwana.
— Mbukwa, ¿za henyu? (¿qué noticias tienes de tu casa?).
— W’swanu du (todo bien) — respondió — . Pero, bueno, Simba está con tos. Recién hoy le vino, pero jeh, ¡cómo se queja!
— Jongo — dije, y Sechelela sonrió — , ¿y qué tal el bebé al que trataban de basura?
Perisi se rió y descolgó al chico de sus hombros. Él me extendió los bracitos.
— Kah — dijo Sechelela — , éste no tiene ningún miedo del Bwana, ni duda de su habilidad con los bebés.
No había duda de eso, porque el simpático Yohanna era ciertamente una robusta personita.
— Yoh — dije — , hace seis meses que no lo veo; caramba, eso de andar de safari por todo Tanganica no le da a uno mucho tiempo para hacer visitas.
— Yah, Bwana, — asintió Perisi — , he seguido el camino del hospital y todos los caminos de la enseñanza para el bienestar de los niños. No he tenido necesidad de medicinas y por eso me quedé aquí. Mira — y al decirlo, bajo delicadamente el labio inferior del chico — , ya le están saliendo los dientes.
— Jongo, pronto será tiempo de prepararle cereales, Perisi.
Perisi sonrió. Mwendwa, que había tomado el lugar de Perisi en la maternidad del hospital, había sacado de la parte trasera del auto una caja con varias medicinas, un nuevo stock de tablas de peso de bebés y una pila de vendas. Se detuvo, expresando su aprecio ruidosamente, a la vez que tenía Yohanna en sus brazos.
— Yoh — dijo — , jeh, realmente es un mwana muswamu; jeh, ¡cómo sonríe!
— Jongo — dije, al entrar otra persona por la puerta — , pero vean a su padre, que no sonríe. Simba estaba muy serio. Más bien tenía una expresión de viva ansiedad. Le di una fuerte palmada en la espalda.
— Joh — le dije — , oh cazador de leones, ¿qué noticias tienes?
— Bwana — dijo con voz lenta y quebrada — , yo he sido cazado, pues. . . — y tosió, con toses cortas y agudas, su mano apoyada en el pecho — . Me duele cuando respiro, sí, tengo un dolor grande cuando respiro y cuando me palmeas ... ¡eh ... Bwana, me lastima, justo aquí!
Apoyó la mano suavemente en la región de la quinta costilla. Me senté en un banquito de tres patas, saqué mi estetoscopio, pero aun no se lo había puesto sobre el pecho, cuando pareció que su piel ardía, y cuando escuché con aquello a lo que él llamaba con gusto el cihulicizizo, pude percibir el ruido que se produce cuando uno frota los dedos juntos y fuertemente cerca de la cara.
— Jongo — dije, y Perisi me miró con una pregunta en los ojos — , tiene pleuresía, una enfermedad que apuñalea de verdad, ¿no es cierto, Simba?
Penosamente sacudió la cabeza, asintiendo.
— Mal negocio — dije — , eso ha matado a mucha gente — vi ansiedad en los ojos de Perisi, y proseguí — , hasta que tuvimos las primeras píldoras de sulfas y, luego, la penicilina.
— Yoh, Bwana — dijo Simba, con la sombra de una sonrisa en la cara — , supongo que eso significa que tendrás la alegría de clavarme agudas agujas.
— Un, uh — me reí — , estamos guardando las agujas dobladas para ti, Simba — miré a Sechelela — . Mira, me parece que el camino más sabio es que tú y Mwendwa se queden aquí y cuiden un poco de las cosas para que Perisi venga a Mvumi. Quizá Simba estará una semana en el hospital; ella podrá atender el trabajo de Mwendwa, porque lo conoce muy bien y al mismo tiempo podrá ver que yo no le clave la aguja demasiado hondo ni demasiado frecuentemente a su pobre marido enfermo.
Sechelela se rió.
— Jeh, jii, Bwana, haremos todo eso. Pero, yoh, no me puedo reír al pensar en la enfermedad que apuñalea; ha muerto demasiada gente de nuestra aldea por su culpa; todavía queda mucha gente que sigue los caminos del hechicero con sus púas de erizo y su ungüento de grasa de león.
— Vaya, esas palabras son ciertas — asintió Simba — , y ¿acaso no he oído que el mismo hechicero Dawa tiene la enfermedad que apuñalea?
— Juh — dije — , no me alegra oír eso. Veamos, le escribiré una carta, quizá podamos ayudarlo.
Simba arqueó las cejas, cuando yo tomé un trozo de papel y escribí en el idioma local:
“Ku Dawa, Muganga ya Ugogo (a Dawa, hechicero del país gogo). Oh grande, saludos. Yo estoy bien y espero que tú estés bien, pero he oído noticias de que tienes la enfermedad que apuñalea. Una nueva y muy poderosa medicina ha llegado a nuestro hospital para este problema. Clavando una aguja tres días, bueno, la enfermedad se acaba. Estoy en la aldea de Makali con mi automóvil, si quisieras volver con nosotros, para que atendamos tu mal mientras es pequeño. Que tengas paz”.
Firmé mi nombre, doblé el papel, lo coloqué en un palito rajado y lo di a un muchachito con instrucciones de llevarlo a Dawa.
Perisi había juntado sus cosas, incluyendo la cuna para el bebé y un manojo de toda clase de objetos que ató dentro de un trozo de tela de algodón muy colorido. Envolvimos a Simba en una manta y lo colocamos cómodamente en el asiento trasero del coche. Nos despedimos de Sechelela y Mwendwa y manejamos cuidadosamente a través de la aldea, deteniéndonos fuera de la casa del hechicero. Una hiena lanzó un aullido cuando me detuve. Las estrellas brillaban en un cielo claro y un fuego ardía brillantemente en el interior de la casa.
— ¿Jodi? — pregunté, pero no hubo respuesta para darme la bienvenida.
Una mujer africana salió a la puerta y dijo con voz áspera:
— Yakulema (se niega).
— Viswanu (muy bien), pero si quisiera probar el gusto de las medicinas, nos sentiríamos felices...
— Nosotros seguimos nuestro camino — interrumpió — , las costumbres de nuestra tribu.
Giró sobre sus talones. Cuando volví al auto, Perisi dijo:
— Jongo, Bwana, ese es su camino, el camino que lleva a la muerte.
Manejamos en silencio por un rato hasta que apareció ante nosotros el lecho seco del río.
— Jongo — dije, aflojando el acelerador — , vaya, Perisi, ¿te acuerdas de nuestro viaje a través de este río?
— Jeh — respondió — , ¿podré olvidármelo alguna vez, Bwana? Y de cómo estuve echada junto a ese árbol — señaló con el mentón, en el momento en que salíamos otra vez de la arena húmeda. Luego señaló con su mentón a una vaga línea de colinas — . Ni me olvidaré de un solo trocito de este país, Bwana. Allí fue que nací; allí fue que por primera vez puse los pies en el camino que lleva a la vida.
— Jongo — dije — , cuéntame de eso.
— Había muerto uno de mis familiares. Bueno, Bwana, cuando vi a sus seres queridos aquella noche alrededor del fogón, mi corazón se llenó del miedo a la muerte. Me envolví la cabeza en mi manta, pero todavía tenía miedo, Bwana, mucho miedo, y entonces me pareció oír las palabras que había oído en la escuela. — Las luces de la Escuela Misionera para Niñas brillaban delante de nosotros en la colina y señalándolas, prosiguió — , Bwana, las palabras fueron a mi corazón, eran las palabras del mismo Jesucristo quien dijo “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mi”. Bwana, mientras yo estaba allí en la oscuridad hablé con él y le dije: “Oh Grande, iré al Padre, ¿no me guiarás?” Pues bien, yo supe en mi corazón que me contestaría. Así fue, Bwana, seguí sus caminos y al hacerlo leí su Libro y entonces, bueno, en mi mente se clavaron algunas palabras; eran éstas: “De cierto, de cierto os digo que el que oye mis palabras y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna”. Bwana, cuando leí esas palabras, le dije: “Oh Grande, ¿no he oído, no he creído, no estoy demostrando que es verdad, porque obedezco las Palabras de este Libro?”. Yoh, Bwana, entonces se fue aquel miedo, porque supe que tenia la Vida que siempre sigue.
Junto a ella, podía ver a Simba con su mano apretada contra el pecho y, de pronto, explotó una tos que había estado tratando de contener.
— Yoh, Bwana — dijo — , ciertamente es la enfermedad que apuñalea, con todo su dolor.
Diez minutos después, en el hospital, en la cama que había ocupado luego de su memorable lucha con el león, estaba recostado sobre almohadas rellenadas de pasto seco.
Yo tenía una jeringa llena a mi lado. Hice salir el aire y avancé hacia él.
— De veras, cazador, que ésta es una enfermedad que apuñalea.
Apretó los dientes y cerró los ojos, y con un movimiento rápido, clavé la brillante aguja de acero a través de su negra piel y le introduje la medicina que se ocuparía de aquellos gérmenes que tan fácilmente podían causarle la muerte.