4: Golpe Fatal

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Sechelela asomó la cabeza por la puerta de la cocina del hospital.
— Jongo, Bwana, llegas a tiempo para oír las noticias.
— ¡Jiih! ¿Mellizos? — dijo Perisi, levantando las cejas.
— N’go, algo peor que eso — se rió Sechelela — , el cocinero está enfermo.
— ¿Esa es una mala noticia? He oído que muchos se enfermaron por causa de él — bromeó Perisi.
— Kumbe, hasta que no consigamos otro que tome su lugar, no habrá comida para el hospital — dijo la enfermera africana.
— ¿A quién sugieres, Sech? ¿Quién puede cocinar wugali (cereales) y no traer problemas con su lengua?
Sechelela frunció el ceño pensativamente y luego dijo:
— Bwana, esta Raheli, la viuda de Chamulomo. Hace poco que vino a Mvumi y se está hospedando con sus relaciones río abajo. Es una buena mujer y una buena cocinera. Su lengua es corta.
— Bueno, fíjate si la consigues.
Raheli era una buena persona. Hizo su trabajo con mucha eficiencia, sin traer problemas. Cocinar los grandes potes de barro llenos de cereales para los pacientes era una tarea ingrata. Implicaba pesar el grano, luego eliminar los rastrojos, moler el mijo y después cocinar grandes masas del cereal que es la dieta escogida para la gente de aquella parte de las llanuras centrales del África Oriental. Siempre fue motivo de asombro para mí que en nuestro hospital misionero pudiéramos alimentar, contentar y satisfacer a ochenta personas por día al costo de seis chelines, cuando una lata de queroseno llena de harina costaba un chelín.
Una mañana, Raheli se quemó la mano y mientras la vendaba, me contó que había venido de una aldea a unos treinta kilómetros, la aldea de la que originalmente había venido Majimbi. Sonrió al agradecerme, pensé que sería una verdadera ayuda para nosotros. Pero una mañana, Perisi vino y me dijo:
— Bwana, Raheli se niega a venir al hospital.
— ¿Por qué, Perisi?
Encogió los hombros. Yo sabía que cuando ella tomaba esa actitud lo mejor era no decir nada y esperar.
Raheli no vino a la iglesia. La extrañé en el grupo de mujeres conversadoras, que pasaban rumbo al hospital, en camino al pozo con sus calabazas en la cabeza y sus hijos en la espalda. Su ausencia era misteriosa, pero parecía que nadie quería decir una palabra. Sabía que tarde o temprano, con el necesario respaldo, llegaba a conocer toda la historia de cualquiera, de modo que me dispuse a esperar.
Decir que las cosas estaban agitadas hubiera sido decir poco.
Con un suspiro, escribí en el libro:
Mabwaji, Mellizas 12.15 M. y F. 3 kg. c/u.
Tabu 1.00 F. 3.700 kg.
Tatu, Hna. de Tabu 2.30 F. 4.300 kg.
Mbejele (1)20.15 M. Prematuro 1.400 kg.
Luego del (1) anoté tres líneas llenas de indicaciones médicas, que significaban cuatro horas de duro trabajo. Oí una voz que venía de la puerta:
— Bwana, el desayuno.
Miré el reloj. Eran las 10.00. Todavía estaba con la camisa del día anterior y mi mentón tenía una generosa capa de barba. Vi pasar a la anciana jefa de enfermeras. Habíamos trabajado juntos toda la noche.
— Sech, ¿te sientes como yo? — la llamé — . ¿Te agradaría una taza de té para hacer huir el cansancio?
Miró la tetera, con una sonrisa que brillaba en su viejo rostro.
— Sí, Bwana, con cinco cucharaditas de azúcar para mí.
Sorbió su taza de almíbar y resumió admirablemente mis sentimientos al decir:
— No me importaría todo este trabajo nocturno, Bwana, si solo tuviéramos que trabajar de noche.
Yo miraba por la ventana cuando vi pasar a Raheli. Parecía enferma. Era una hora muy poco usual para que una mujer fuese a buscar agua. Serví otra taza de té a mi anciana compañera.
— Sech, no hay nadie que nos escuche. Dime la historia de Raheli. ¿Por qué ha cambiado así? Ya no está feliz y anda sin rumbo.
Sechelela se puso de pie lentamente y comenzó por espiar a través de la puerta y luego por la ventana. Movió su taburete cerca de la mesa y en un susurro confidencial dijo:
— Bwana, es un asunto muy malo. Tú no puedes entenderlo, pues no eres africano.
— Dime, para que por lo menos sepa lo que pasa — le insistí.
— Bwana, no digas quién te lo contó.
Era evidente que estaba nerviosa. Bebió con avidez su tercera taza y entonces me contó la historia.
— Ocurrió así, Bwana. Mientras Raheli estaba cocinando para nosotros aquí, algunos extraños llegaron al pueblo en Mvumi. Venían de una aldea muy lejana. Eran parientes de Mijimbi: esa trae problemas. Uno de ellos vio a Raheli y dijo: “¡Ah, de modo que ella está allí!”. “Sí”, dijo la mujer, “Es que ... , Kah, ¿no lo sabes? El jefe ordenó que mataran a su madre. Es una bruja; lanza hechizos”. Encogió los hombros y la mujer se puso a hablar. Fueron hasta el pozo y mientras pesaban y trabajaban, una dijo a la otra: “Por cierto que ha habido muchas cosas trágicas ¿y no dejo nuestra vaca de dar leche de forma repentina?” “Yoh, ahora me doy cuenta”, dijo una segunda, “¿acaso nuestro ternero no se murió sin razón alguna?”. “Jiih”, dijo una tercera, “Y la cuñada de Raheli no perdió un hijito. Se enfermó, de repente. Lo llevaron al hechicero, le preparó medicina pero el bebé murió”.
Yo fruncí la nariz.
— Me imagino, Sech, que atiborraron a la pobre criatura con cereales, y luego le echaron grasa de cabra y hierbas venenosas en la garganta.
— Probablemente, Bwana — asintió la vieja africana — quizá ataron un encantamiento de piel de vaca alrededor de su cuello y esperaban curar así su gastroenteritis.
Retomó el hilo de la historia.
— Y entonces, junto al pozo, aquella tardecita, se acordaron de otras cosas. Un chico se había roto el brazo y uno de los pozos junto al río había comenzado a dar agua salada. Durante días anduvo dando vueltas la historia y entonces, cuando Raheli fue al pozo, encontró a las mujeres que la miraban desafiantes y huían de ella. Temían que les lanzara un hechizo. Nadie pensaba en caminar ni delante ni detrás de ella. Contaban historias de madres estériles, que echaban la culpa de su desgracia a Raheli. Decían: “Yoh, escondámonos; allí viene la hechicera”. Raheli les dijo: “Miren, yo no soy hechicera”, pero le escupieron. Insistió diciendo “Soy cristiana”, pero no surtió efecto. Bwana, las cosas que han traído miedo por generaciones están ligadas a nuestro corazón. Cuando fue a buscar leña a la selva, fue sola. Nadie quería trabajar con ella en la huerta. Bwana, Perisi y yo hemos ido de noche a consolarla, pero está agotada. Se morirá, Bwana, su corazón está pesado. Es la obra de Majimbi, sabe la historia de Raheli y trabaja con mucha astucia.
Al día siguiente, fui personalmente a la casa de Raheli.
— ¿Jodi? — pregunté, pero no hubo respuesta e insistí:
— ¿Jodi? (¿Se puede?).
Esta vez, se oyó un sonido ininteligible desde el ahumado interior. Entré y allí estaba Raheli envuelta en una tela negra sucia, echada en el suelo. Era un terrible contraste con la mujer que nos había ayudado tan hábilmente hasta hacía poco en el hospital. Había envejecido diez años en otros tantos días. Le hablé, pero se limitó a sacudir la cabeza. Le expliqué de Dios y de su poder, pero volvió a sacudir la cabeza. Al fin, con un sentimiento de absoluta incapacidad de ayudar, me levanté para irme.
A veces me pregunto si debí haber hecho lo que hice luego. Vi a una enfermera del hospital, vestida de negro, que venía furtivamente a la casa. No me vio, pero se deslizó, creyendo que no la notaba. Se puso en cuclillas delante de la mujer, que yacía sin movimiento en el suelo. De sus labios salieron palabras de ternura.
— Yo no tengo miedo de ti, mamacita — dijo — ; no te aflijas por las palabras necias de las mujeres.
Raheli sacudió la cabeza y con una voz neutra y sin emoción dijo:
— Estoy sola en el mundo, sola en la cocina, sola en la huerta, sola en mi casa. Mi corazón está solo, la familia de mi marido está espantada de mí. Mis hijos han sido enviados con los parientes. Estoy cansada de la vida. Quiero morirme.
— Pero, ¿no temes a lo que hay más allá? — dijo Perisi, que era quien había entrado furtivamente
— ¿Por qué voy a temer? — dijo la mujer, sacudiendo la cabeza.
— Pero, escucha — dijo Perisi, con voz firme — , ¡debería darte una sacudida! Deja que el Bwana te lleve a otra parte, al hospital misionero en Kilimatinde. Está a más de cien kilómetros de aquí — Raheli sacudió la cabeza rechazando la sugerencia.
— ¿Acaso las lenguas no son más largas que eso? ¿No vuelan las palabras como el polvo en el viento?
— Jongo, su Libro dice: “No se turbe vuestro corazón”.
— Mwaganu (mi hija), ansío estar con Dios — dijo Raheli puesta de pie — . No puedo soportar la vida como es ahora. Y no debes venir aquí, porque dirán que tú también eres una bruja, tú, cuya vida ha sido un sufrimiento desde la cuna, aun tú también tendrías que sufrir cosas indecibles.
Perisi dio involuntariamente un paso atrás.
— No tengo miedo al futuro. Mi vida está en las manos de mi Padre Dios.
Raheli prosiguió desatentamente en su voz monótona y débil.
— Mis días son pocos; tus días son muchos. Tráeme agua. — dijo, sentándose.
Pareció que el esfuerzo había sido demasiado para ella.
Perisi le alcanzó una calabaza llena de agua a la boca. Bebió ansiosamente. De pronto, oímos el ruido de alguien que cruzaba en las tinieblas y el estruendo de una horrible carcajada. Se me erizó la piel. Oí que Perisi emitió un extraño sonido; se echó la caperuza negra sobre la cabeza y salió por la puerta corriendo hacia la oscuridad.
Aquella noche, en casa, me senté escuchando por onda corta, desde Nueva York, una sinfonía de Beethoven, y cuando la apagué oí un extraño canto, el ruido de pies danzantes y, por encima de todo, un sonido fantasmal y quejumbroso. Los tambores se detuvieron y la noche quedó siniestramente silenciosa. Me pregunté qué significaba todo aquello.
A la mañana siguiente, me enteré que Raheli había muerto y una vez más acosé a Sechelela con té y preguntas. Pero esta vez también estuvo silenciosa. Sacudió la cabeza.
— Bwana, tú eres un europeo. Puedes hablar nuestro idioma y entendernos algo, pero ¿cómo puedes conocer nuestras chetu chigogo (costumbres chigogas), nuestra vida? Hay cosas demasiado oscuras para que las pueda captar la mente de un hombre blanco.
La vi caminar con lentitud, para volver a vigilar cómo se bañaba a los bebés y pensé en las tragedias que se escondían en aquellas chozas de barro que se tostaban en el brillante sol del África Ecuatorial.
En el ardiente sol del mediodía, vi a Majimbi que caminaba osadamente hacia el hospital, se detenía y luego escupía en la pared. Volvió a oírse la misma áspera carcajada de la noche anterior. Daudi hizo a un lado su tubo de ensayo y dijo:
— Yoh, Bwana, ciertamente esa mujer fastidiosa siente que se ha vengado por partida doble.