Me dejé caer sobre la descuidada pila de mantas y comencé a quejarme. En otra parte del cuarto, también Daudi estaba echado. Era un cuadro perfecto de la miseria con sus acompañamientos vocales.
— Kah, Bwana, me siento mal — se quejaba — . ¿Crees que había suficiente veneno en esa leche como para obligarnos a hacer el gran viaje?
— Jongo, Daudi, creo que hubiera sido suficiente, si no hubiéramos tenido medicinas como para quitárnoslo de dentro y quebrar su poder.
Mi amigo africano tembló.
— Kah, Bwana, me siento muy mal. Siento como si mis piernas estuvieran hechas de pasto
En aquel momento, Simba apareció en la puerta. Detrás de él trotaba un perro, increíblemente flaco: del tipo que puede encontrarse en cualquier aldea africana.
— Simba, toma fuerte ese perro por un minuto — dije, con voz muy débil — . Lo hizo. Ahora échale una gota de esa leche en un ojo.
— Kah, Bwana, ¿leche en el ojo del perro? ¿Por qué?
— Mira, creo que había veneno en la leche y si es así, pues bien, provocará un cambio en el ojo del perro, que no le hará daño, pero que nos mostrará qué veneno es y nos ayudará a tratarnos y mejorar.
Cinco minutos después de que la gota de leche ya estaba en el ojo del perro, su pupila comenzó a dilatarse como si fuera la de un gato en la noche. El ojo que no tocamos era de color café oscuro, mientras que el de la gota tenía un borde café claro con un parche negro en el centro.
— Yah, Daudi, mira, alguien ha puesto belladona en esa leche.
Con un esfuerzo, alcancé la caja de medicinas, llené una jeringa con el antídoto adecuado e inyecté la mitad a Daudi y él me inyectó la otra mitad a mí. Ambos quedamos echados sobre el suelo, demasiado débiles para hablar una sola palabra.
Simba daba vueltas por el lugar viendo si había algo que hacer.
— Bwana, no puedo entender por qué no vuelve Perisi — dijo — . Me avisó que pensaba volver en una hora. Espero que todo ande bien con ella.
— Quizá ha ido a buscar agua y para caminar desde el pozo hasta aquí se tarda mucho tiempo — sugirió Daudi.
— Kah, herviré el agua que tengamos y haré té — dijo Simba.
— Jeh ... té sin leche, Simba. No tomaré leche en esta aldea por un buen rato.
— Jongo, tengo una latita de leche condensada aquí, Bwana — sonrió Simba — , no tiene veneno. Los hechizos del brujo no pueden atravesar la lata.
Estaba preparando una pequeña hoguera entre tres piedras y haciendo hervir agua en una lata de queroseno. Yo seguía echado y mirando el techo de aquella vieja casa que una vez había sido una próspera estación misionera, hasta que la falta de dinero y personal habían obligado a la sociedad misionera a restringir su labor y la casa se había derrumbado. Mientras estaba así, podía ver la rústica madera del techo hundido. Las hormigas blancas habían estado muy ocupadas y sin duda se habían entretenido. Observé a dos lagartijas que caminaban por el techo, hacia arriba y hacia abajo, con la mayor facilidad. Observé cómo latían sus gargantas y de repente vi que el techo se hundía un tanto. Pensé que eran mis ojos que me estaban jugando un truco, pero para mi espanto apareció una larga serpiente. Pesaba demasiado para aquel techo de madera carcomida por las hormigas y por ello se derrumbó casi sobre Daudi. Di un grito y Simba entró corriendo. Tanto Daudi como yo estábamos demasiado débiles para caminar y no sé qué nos hubiera ocurrido si nuestro buen amigo el cazador africano no hubiera estado allí.
Simba levantó su lanza y, en cuestión de segundos, con toda pericia atravesó la serpiente con ella.
— Yah, ¡qué lugar, Bwana, qué lugar! — gruñó Daudi, cayendo de nuevo al suelo.
— Kah, mira, estoy acostumbrado a las serpientes — se rió Simba — . ¿Acaso no soy un cazador de serpientes?
Sin darle ninguna importancia, se fue y terminó de colar el té. Bebimos una buena cantidad y creo que nos quedamos dormidos unas cuantas horas hasta que Simba entró precipitadamente.
— Bwana, he estado buscando a Perisi. La razón por la que no vino es que ha estado muy enferma. Mira, tiene dobladas las rodillas y hace sonidos extraños. Dice que está muy dolorida, Bwana.
Simba se me había acercado y me hablaba confidencialmente al oído. Aferrándome de su brazo, me las ingenié para ponerme de pie. Me sentía dolorosamente débil.
— Vamos y veamos qué le ocurre, Simba.
El africano me ayudó mientras bajábamos el rudo sendero desde la vieja casa, a través de los matorrales, hasta la casa semi-construida con su cerco de maíz. La esposa de Simba estaba echada en una cama africana que él le había hecho de troncos rústicos. Tenía un elástico de cuerdas entretejidas. La muchacha tenía un aspecto fantasmal.
— Bwana, tengo dolores muy fuertes y estoy con mucho miedo — dijo.
Aún estaba hablando cuando volví a oír la terrible y aguda carcajada detrás del matorral, aquella carcajada que ya había aprendido a relacionar con un peligro.
— Jeh, mira, Bwana, son las viejas de este lugar, las que echan hechizos — murmuró Simba.
Cuidadosamente, le hice un examen. Tenía que hacerlo todo con el mayor cuidado: había dos vidas en juego. Cinco minutos después, me enderecé y me senté con alivio en un banquito.
— Simba, este problema tiene solución. Pero está en una botellita a veinticinco kilómetros de aquí. Debemos llevar a Perisi al hospital. Debemos poner en marcha el auto enseguida y volver allá.
— Kah, Bwana — dijo el africano — , pero tú no tienes fuerza para conducir.
— Creo que sí, Simba, si todo va bien. Pero tú debes quedarte aquí o esta gente echará todo a perder. Dile a Daudi que se prepare en unos minutos.
Cinco minutos después estábamos en el auto. Me senté al volante mientras Simba y la habitual colección de chiquillos empujaban trabajosamente al auto hasta que llegó a una pendiente. Entonces, con un grito, lo empujaron con todas sus fuerzas. El auto tomó velocidad, apreté el acelerador y con un estampido el viejo coche arrancó. Amenazadoramente nos contestó el ruido del trueno por encima de las colinas. De repente, el sol desapareció detrás de grandes nubes negras.
— Yah, Bwana — dijo Daudi — , estamos cerca de la época en que las tormentas son muy fuertes y muy peligrosas. Conduce ligero ...
Tres o cuatro kilómetros más adelante podíamos ver la lluvia que caía como un diluvio. Seguimos. Al llegar al lugar en que había caído la lluvia, encontramos al rojizo camino tan pegajoso como vidrio hirviendo. El auto hacía ruidos horribles. Me obligaba a usar toda mi fuerza para mantenerlo en el camino. La muchacha africana yacía en la parte trasera con los dientes apretados. Necesitaba de todo su valor para contener los quejidos.
El camino se abría delante de nosotros y luego, después de una larga pendiente, había un río de agua barrosa que corría a gran velocidad. Una mujer africana con su carga de leña en la cabeza estaba entrando al agua en un punto lejano. Parecía tener sólo centímetros de profundidad.
— Bwana, mira — dijo Daudi apremiándome — dentro de un momento habrá mucha agua en este río.
Puse el auto a baja velocidad y me lancé adelante lentamente. El agua golpeaba contra las ruedas.
— Bwana, estamos justo a tiempo, mira...
Pero antes de que pudiera terminar, el radiador del auto desapareció bajo un metro de agua en un pozo. Alguien lo había cavado pero era imposible verlo por el agua barrosa. Estábamos a unos tres metros de la orilla opuesta, pero no parecía haber forma de alcanzarla. El motor no quería ponerse en marcha. Abrí la puerta y anduve a tumbos por el agua. Sentía las piernas todavía lastimosamente débiles y Daudi apenas podía ponerse de pie. Traté de encontrar algo para asegurar el auto, pero la soga no llegaba al árbol más cercano. Entonces oímos un grito de alarma de la muchacha desde la parte trasera del auto. Miramos río arriba y allí vimos, rodando hacia nosotros, quizá a unos cien metros, una pared de agua barrosa. Apenas tuvimos tiempo de rehacer el camino y sacar de manera segura a nuestra enferma hasta la ribera antes de que la corriente golpeara al auto, lo levantara como un corcho y lo hiciera flotar por un momento; luego con un bandazo, comenzó a girar sobre sí mismo una y otra vez. Vi toda suerte de cosas que eran llevadas río abajo por la masa torrencial de agua.
Pusimos a Perisi lo más cómodamente posible, debajo de un árbol baobab. Había una triste mirada en su rostro y comenzó a temblar.
— Jeh, Bwana, los dolores son muy agudos, muy agudos — dijo por entre los dientes apretados.
No tenía manera de esterilizar agua para una inyección, de modo que tomé algo del río, cinco gotas para ser exacto, en una jeringa, disolví morfina y se la inyecté. Vi a Daudi que se cubría los ojos con una mano.
— Bwana, estoy demasiado débil como para mantenerme de pie — dijo — . Mis piernas están. . . están ...
Y diciendo eso, se sentó. Puso la cabeza entre las manos. En aquel momento una ráfaga de viento llegó aullando por entre la selva.
— Bwana, mira — dijo Perisi, temblando — , el ruido del viento es como la carcajada de aquella vieja.
Desde donde estaba sentado podía ver el río creciendo hasta las ruedas del auto, que estaban girando tristemente para arriba. Hubo un bajón vago cuando un leño enorme golpeaba al vehículo. Mis dos amigos africanos, estando a mi lado, miraban todo ensimismados y yo personalmente sentía lo mismo.
— Bwana, mira — dijo Daudi — , esto es una victoria del demonio. Realmente hemos sido vencidos.
Entonces se me presentaron las palabras de un versículo que aprendí cierta vez.
— Jongo, con seguridad estamos en una situación muy, muy mala, pero no te olvides las palabras de Dios, cuando dijo al profeta, que si el enemigo viniere como un torrente — y ambos miramos la masa de agua que arrasaba todo a su paso, y el auto volcado — , el espíritu del Señor levantará bandera en contra suyo.
— Bwana, esas son palabras de consuelo — dijo Perisi — . Mira, quizá en un día vengan hombres con sogas y saquen el auto del agua. Lo secarán y lo aceitarán de nuevo y, ya verás, volverá andar por el camino. Bwana, ¿qué será de mí? ¿Son ciertas las palabras de las viejas?
— Perisi, hay algo muy importante que quiero decirte. También son palabras del profeta que dijo: “Mirad, el brazo del Señor no se ha acortado como para no poder salvar, ni su oído se ha endurecido como para no poder oír”.
Aun estaba yo hablando cuando se desató la tormenta. El agua caía en verdaderos torrentes, todo el campo estaba encharcado, el viento crujía entre los árboles y a mi lado, yo podía escuchar los quejidos de la muchacha en agonía. Ciertamente estábamos pasando por el valle de sombra.